Mi bella Italia llora cada día su tragedia
Tengo más de 30 días junto con mi familia sin salir de casa. Vivo en Milán, una ciudad activa, llena de vida, emprendedora que, ahora, por la pandemia global, está completamente paralizada, como muerta diría yo.
El covid-19 se presentó sin previo aviso, como un verdadero enemigo, directamente a frenar la capital económica de Italia, que que nunca estuvo quieta. De vez en cuando alguien canta desde su balcón, luego vuelve el silencio. No podemos salir porque amamos la vida y a quienes forman parte de ella.
Este país y a quienes la amamos, lloramos hoy la pérdida de tantos hijos que fueron como ella, incansables y valientes. Vivo en el séptimo piso de un gran edificio rodeado de muchos árboles; cada mañana abro las ventanas y veo las calles vacías, sin vida, exactamente como cuando las cerré para ir a dormir.
Escucho un nuevo número en el noticiero: son 919 muertos en un solo día, una cifra espantosa para quienes vivimos el día a día. Somos conscientes de que este grave acontecimiento, en tan poco tiempo, ha ganado terreno en nuestras vidas: llegamos a 75.000 infectados. Gran parte de mi lresidencia en esta península la he pasado en el servicio sanitario, ayudando de forma directa a los más débiles y amo mi trabajo.
Hoy es fácil ver una muerte detrás de otra, pero difícil de aceptarlo. Nos enteramos que tanto médicos, enfermeras, asistentes sanitarios y todos aquellos que aman su patria o al prójimo, ya no se cuentan más entre nosotros. ¡Cuántos sueños y esperanzas muertas...!
Esta es una lucha contra un enemigo al que no puedes ver, pero que sabes que está allí en alguna parte, muy cerca de ti, esperando un leve descuido, una pequeña desobediencia, para atraparte y no soltarte. Mi gente ecuatoriana, los veo muy confiados de que nada les va a suceder, a pesar de que ahora el mundo enfrenta esta terrible crisis sanitaria. No han terminado de entender que este enemigo, muy malo, no perdona a nadie.
He perdido un amigo joven y a muchos ancianos que asistí; con ellos se fueron la última generación de de viejitos que contaban las verdaderas historias que pasaron en la Segunda Guerra Mundial, de la cual pudieron sobrevivir y probar otra vez la felicidad.
Tengo amigos infectados que están luchando por pasar esta terrible tempestad; estamos unidos en una sola fe, confirmando que Dios vive y que es el único ser que no nos abandona a pesar del modo irracional con que el hombre actúa sobre esta, su tierra.
Vuelvo a mi ventana y veo tras el vidrio el sol radiante que anuncia un nuevo despertar, las ardillas saltarinas van de árbol en árbol y veo a los pajarillos que cantan su propia felicidad y que la naturaleza sigue su curso... (O)
Katiusca Gaibor Vera, ecuatoriana residente en Milán