Antes que suene la sirena: el regreso a clases
“Mano al pecho; dos-tres”, decía una voz en el alto parlante, esforzándose por ser escuchada en medio del claxon de los autos en la calle Avigiras, en el norte de Quito. El ruido ambiente era nada menos que un par de silbidos de personas intentando agarrar un autobús, comerciantes ofreciendo aguas de remedio, motores de autos y madres gritándole un “apura” a sus hijos.
A medida que todo se escuchaba, y a la vez nada, el Himno Nacional se alzaba en primer plano. El “Salve Oh Patria” se entonaba casi solo, como si los estudiantes no tuviesen fuerzas para cantar al unísono con más volumen.
En la intersección de la Avigiras y San Miguel de Anagaes, una fila de autos bloqueó el paso del tránsito. Dos furgonetas y un bus cruzado paralizaron la calle y retrataron una imagen que, desde hace año y medio, no era común. Los tres vehículos, amarillos con franjas negras, veían pasar a decenas de padres que caminaban de la mano de sus hijos, y que al juntarse en orden de estatura simulaban una especie de rondador. Todos llegaban corriendo a la puerta de sus colegios para no atrasarse, a diez minutos de las siete de la mañana. Si algo compartían los padres en ese momento era su desesperación para que los hijos se apuraran, mientras algunos de estos, reacios al ingreso a clase, caminaban con pasividad.
A la entrada de Amagasí del Inca y la calle De los Nogales, la mayoría de autos embotellados tenían una particularidad. Quienes conducían eran padres o madres, mientras que en el asiento del copiloto o el posterior, se veían a sus hijos uniformados apegando su maleta al pecho. A pesar de ser las 08:30, los negocios de la calle, generalmente abiertos a esa hora del día, se mantenían cerrados; a la espera de que los estudiantes entraran al colegio. Un ejemplo de que el regreso a la normalidad tiene sus excepciones.
Desde la cuadra de al frente, Flor María Briones apresuraba el paso de su hija para entrar a tiempo al colegio Camilo Ponce Enríquez –pasadas las 6h55 de la mañana-. Al llegar, la joven entró lo más rápido que pudo para no atrasarse. Desde afuera, Flor María la observaba. Su hija, de 17 años, no quería regresar a clases presenciales por “temor a contagiarse” de covid-19 en sus últimos meses de 3ro de Bachillerato.
Flor María cree que su hija era más sociable antes de la pandemia. Se desenvolvía bien en una conversación y rara vez dependía de su celular o computador. Ahora, todo cambió a problemas de estrés y cervicales por el tiempo excesivo frente al ordenador. La madre dice que, a pesar de eso, su hija prefiere no volver a las aulas.
Al frente del colegio Camilo Ponce, en la calle C. Azafranes, María Medina, de 72 años, lleva a cargo de una tienda-papelería por casi dos décadas. Una puerta separa al área de artículos de bazar con la de comida para ofrecer colaciones. En la reja del frente cuelga un cartel de “venta de uniformes para el colegio Camilo Ponce”, a lado de otros que ofertan nuevos sabores de helados y snacks. Al timbrar, recibe a sus clientes a través de la reja y ahora dice sentirse contenta por el regreso a clases presenciales.
María era de pocas palabras, y esas pocas las pronunciaba con énfasis. Ella contaba que anhela volver a tener clientes del bazar, pues durante la pandemia, el local estuvo cerrado y debió subsistir con el sueldo de su esposo jubilado. El ceño se le frunció cuando recordó que, en este año, no ha tenido ningún cliente para vender algo más que no sean lápices y borradores. En poco más de un mes, no ha vendido un solo uniforme.
Al otro lado, en la calle De los Fresnos, Alexandra Congacha trabaja como vendedora en un micromercado. El martes en la mañana, el local estaba casi vacío y el resto de ayudantes barrían el lugar antes de recibir a los usuarios. Mientras se frotaba las manos por el frío, Alejandra contó que en un día normal antes de la pandemia se vendía bastante.
La despensa de frutas y los contenedores de gaseosas se vaciaban a la par, pues los estudiantes compraban ambos productos para abastecerse en el recreo. Ahora, la mujer confía en que aumenten las ventas con el retorno de los estudiantes y volver al promedio de cuatro a cinco alumnos que frecuentaban su establecimiento.
La única consigna
Elsa Cajas estaba de pie en la entrada de la escuela Luis Stacey, vestida con un chaleco reflector verde. Es parte de la Brigada de Seguridad Estudiantil y debía controlar el tráfico para que los niños que acudan a la escuela ingresen sin peligro. Apenas bajó la señal octogonal de “PARE”, exclamó estar de acuerdo con el regreso de sus hijos a las aulas. Ellos mismos le han dicho que en casa no se logra el mismo aprendizaje y por ende, no ve mayor peligro con dejarlos ir.
Sus hijos, Daniel y Alejandro, de 11 y 9 años, respectivamente; no conocen físicamente a sus compañeros. Durante el ciclo escolar mantuvieron contacto virtual, a través del celular o en la computadora. Los pequeños se morían de ganas por encontrarse con sus amigos, aunque Elsa también los notaba “acholados”. “Extraños están”, agregó.
Algo parecido dijo Estefanía, de 16 años, quien estaba cansada de tener inconvenientes para asistir a sus clases virtuales por problemas de conectividad. Desde que regresó, camina todos los días hasta el colegio Camilo Ponce, a 10 minutos de su barrio, 6 de julio. Cuando anunciaron el retorno tuvo miedo de contagiarse, pero su objetivo era entender mejor a los profesores. La única forma de lograrlo, según decía, es asistiendo a clases presenciales. Mientras se acomodaba el cabello por detrás de las orejas, confesó que, en verdad, lo que más extrañaba de volver al colegio era una cosa: estar con sus amigos.
-“Apuren, señoritas y señores”, gritaba el inspector del colegio Camilo Ponce parado en la doble puerta de ingreso.
En una parte de la extensión de la calle De los Fresnos, una multitud de estudiantes estaba próxima a entrar al colegio. El reloj marcaba las 07:05 y aquellos que aún no llegaban se dividían en dos grupos. Hubo quienes corrían apresuradamente en calentador, zapatos de vestir o cualquier mudada de ropa, antes que cierren las puertas. Otros, más relajados, contaban sus pasos con las manos en los bolsillos sin fijarse mucho en el tiempo.
Y así, la consigna era una sola: llegar antes que suene la sirena que inicia clases.