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Las mujeres “bien portadas” rara vez logran hacer historia

De izquierda a derecha: Lola Duchamp, Ana Cristina Vázquez, Diana Gardeneira y Ana María González, fundadoras del colectivo La Gallina Malcriada, de Guayaquil.
De izquierda a derecha: Lola Duchamp, Ana Cristina Vázquez, Diana Gardeneira y Ana María González, fundadoras del colectivo La Gallina Malcriada, de Guayaquil.
Cortesía/ Carlos Klinger.
01 de septiembre de 2019 - 00:00 - Lola Duchamp

Alguna vez escuchando las noticias me enteré de que una de las características de las guerrillas es la lucha asimétrica. La guerrilla asusta porque sus miembros no son identificables con uniformes. Podrían ser cualquier persona y estar en cualquier espacio, luchando por un ideal. La guerrilla no es un cuerpo simétrico como los bloques del ejército. Me enamoré de este concepto.

La Gallina Malcriada es una forma de guerrilla. El cascarón se rompió una tarde de julio de 2018 cuando Diana Gardeneira, sentada en mi taller viendo mi producción imparable de 10 años, me dijo que necesitábamos abrir talleres de artistas porque había un medio que nos invisibilizaba deliberadamente y lanzaba declaraciones como “no hay mujeres artistas en Guayaquil.” Así empezamos Diana y yo (Lola Duchamp), junto a Ana María González y Ana Vázquez, la búsqueda de nidos de creación en la ciudad.

Cada persona que visitamos en su taller durante este año era un universo distinto. Entre algunas artistas estuvieron Valiana Areco, Mónica Ojeda, Yuliana Ortiz, Ámbar Troya, Ericka Coello. Cada una ocupa su propia forma de lucha. Lo distintas que éramos nos hacía más fuertes. Crear esta red hizo la batalla menos pesada, menos solitaria. La pelea no era entre nosotras, era juntas contra el sistema. ¿Nuestra arma?, los talleres abiertos donde durante más o menos tres horas construíamos comunidad, dialogábamos, compartíamos cariño. Todas esas cosas que nos habían dicho que no servían para nada.

El espejo que empezamos a representar nos regaló entender no solo que nuestra voz era diferente y válida, sino comprender que éramos minimizadas y abusadas por nuestro entorno y forzadas a pensar que “lo merecíamos”, que nunca seríamos “suficiente”. Ese reflejo también nos llevó a alimentar nuestro proceso creativo, a producir más, a no desanimarnos, a ser mejores porque no estábamos locas, ni solas.

El cacareo nos enseñó que sin malcriadez y sin comunidad no hay revolución. (O) 

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