En San Marcos, la tierra es su único medio de sustento
Unos pies pequeños, descalzos, algo lastimados y con heridas ya cicatrizadas se abren paso por un camino angosto que rompe una espesa vegetación. La lluvia de la noche anterior formó un lodo pegajoso y, con cada paso, esa grumosa tierra recoge sus huellas.
Cuando el niño encontró el rostro que buscaba, esquivó piedras, ramas y hojas hasta llegar donde su madre para sujetarse de una de sus piernas, mientras ella, con una falda grisácea y blusa blanca cargaba otro niño en su espalda y un tercero dormía en sus brazos.
Se trata de Jeny Pay, cuyas facciones infantiles la delatan, aunque quiere parecer mayor, tiene 18 años y es la madre de los tres niños. Ella pertenece a la comunidad Awa, asentada en la localidad de San Marcos (Carchi), en la frontera con Colombia.
Así como ella, muchas jóvenes caminan con sus hijos en brazos por ese sitio olvidado. Estudiar o trabajar no es algo que se pueda elegir. Chical es la parroquia más cercana a la comunidad y se encuentra a nueve horas de camino. La otra opción es viajar en un helicóptero militar -que ingresa en casos específicos- y los puede trasladar hasta el poblado de San Lorenzo, en Esmeraldas.
El intenso sol los deshidrata a cada paso, por eso un valde de agua con azúcar, colocado a un costado del camino muy cerca a la escuela, está a disposición de los moradores. Y su caminar se vuelve más lento conforme llega el medio día. Todos buscan un techo para aplacar el calor. Entre ellos, los militares que resguardan el poblado por su cercanía con Colombia, para evitar el paso de la guerrilla.
John Ari (20 años) es el esposo de Jeny y sobrevive gracias al cultivo de yuca, plátano, caña, maíz, fréjol y borojó. El 90% de su producción es para consumo propio, pues al no contar con una carretera no puede venderla en el pueblo más cercano. Lo único que le queda es intercambiarla con sus vecinos. Una gallina equivale a cuatro costales de yuca, fréjol o maíz.
Pocos son los que cuentan con un animal de carga y se atreven a sacar, cada cinco meses, sus cosechas. Los demás deben cargar sus productos en la espalda, pero tras las extensas horas de caminata, la mayoría llega en malas condiciones y ya nadie quiere comprárselos y, si hay suerte, cobran un dolar por saco de yuca. Otras veces los cambian por fideo, atún o arroz y así varían un poco su alimentación.
Alrededor de ocho comunidades están asentadas en la zona y cada una tiene entre 100 y 150 habitantes. Si alguien se enferma, don José Nastacues (56 años) es convocado. Siempre lleva su uniforme azul y botas de caucho negras con las que acude rápidamente en casos de emergencia. Él está al frente del Centro de Salud, construido con madera, pero afectado por la pestilencia debido a la falta de alcantarillado en la localidad.
Para dar atención, don José cuenta con camillas y medicina para casos de emergencia. Las enfermedades más comunes en los niños son a causa de parásitos y la desnutrición. Con indignación e impotencia, el salubrista cuenta que allí las mujeres todavía mueren mientras dan a luz, pues los partos se atienden en sus casas con la ayuda de familiares.
También es común que los hombres mueran por la picadura de una culebra y debido al esfuerzo físico que realizan; las dolencias musculares también están en su lista de enfermedades.
En la puerta de una vivienda una joven mujer trata de ignorar el dolor que siente. Una infección provocó el brote de ampollas en su piel y con la humedad y el calor parecería que los mosquitos la devoran viva. Por la gravedad de sus síntomas, el helicóptero militar tuvo que trasladarla al hospital más cercano.
Las viviendas están a pocos centímetros del suelo, albergan a toda la familia y la cocina está armada con piedras y palos, sobre los cuales se coloca una vetusta olla. Desde hace unos meses cuentan con agua potable y desde hace un año con luz eléctrica; pero no tienen acceso ni a una señal de radio. Cuando el sol se aplaca, al anochecer, los habitantes de San Marcos se refugian en sus hogares.