Centolla: un manjar del mar que se sirve en las mesas de Cojimíes
A primera vista lucen poco apetecibles. Quien lo tiene cerca toma precauciones para evitar el contacto con esas imponentes tenazas, pero en realidad su movilidad es torpe en tierra.
Se trata de la centolla, una especie de crustáceo muy parecido al cangrejo, pero a diferencia de este, se encuentra en las profundidades del mar, donde el agua está helada.
Quizás la mayor aproximación a una de ellas sea el programa Pesca mortal, que transmite Discovery Channel. Allí se muestran los riesgos a los que se enfrenta la tripulación para capturar a los ‘cangrejos de nieve’, como también los conocen en otras latitudes.
Esta especie generalmente habita en el sudeste del océano Pacífico, en las aguas de Chile y Argentina, y en Europa, particularmente en el Mar Mediterráneo. Su caparazón, lleno de espinas, puede medir hasta 20 centímetros de diámetro.
Las dificultades que deben superar los ‘cazadores’ de centolla, que se obtiene en una temporada específica del año, encarece el producto en tierra.
En los Estados Unidos, por ejemplo, el kilo se comercializa en aproximadamente $ 20. Por ello, se trata de un plato especial y con frecuencia se ofrece en restaurantes de lujo.
Para muchos ecuatorianos seguramente la centolla será una novedad, pero quienes residen cerca a la playa de Cojimíes (ubicada a 45 km del cantón Pedernales), es un alimento cotidiano en esta época.
Este platillo gourmet está disponible para los nacionales en la referida localidad, situada a 300 kilómetros de Quito.
Un regalo del mar
Cristian Olives es un pescador que, en ‘temporada alta’, cuando los estudiantes del régimen Sierra salen de vacaciones, pone a disposición de los turistas una variedad de platos a base de los mariscos que le provee esa región del Pacífico, como el róbalo, corvina, pargo, camarón, langostino, langosta y centolla.
El propietario de Cris Mar proviene de una familia de pescadores y conoce al detalle las cualidades de este crustáceo tan apetecido por los restaurantes.
“Mire, si desea llevárselo a Quito, haga una cosa: cocínelo y luego lo congela, así sabrá que es fresco y no tendrá problema para transportarlo”, sugiere a los visitantes que no ocultan su asombro y curiosidad por este cangrejo, mientras negocia con uno de los pescadores.
Entre los bañistas, que al mediodía ven a los pescadores caminando con 2 o 3 de estos ejemplares, la duda es la misma: ¿cómo los preparan?, ¿cuánto cuesta el plato?
Los pescadores artesanales de la localidad dejan el puerto cada tarde en busca de peces; capturar centollas no es su objetivo, sus embarcaciones tampoco son adecuadas para hacerlo. Simplemente -dicen- acceden a aquellas que se pegaron a la red como una ‘yapa’ que les proporciona el mar.
Y cuando es temporada baja y no hay turistas que pidan por ellas en los restaurantes, los pescadores las llevan a casa para disfrutarlas en familia.
Pero de vuelta en su restaurante, asentado sobre la arena y cubierto con una carpa para menguar la intensidad del sol en agosto, Cristian muestra a sus clientes -acomodados en una hilera de mesas y sillas plásticas cubiertas con manteles muy coloridos- la centolla que pronto servirá en su mesa.
Su aspecto es grotesco, poco apetecible en realidad, pero la curiosidad puede más y algunos de los bañistas se atreven a probarla. El costo del plato varía entre los $ 8 y $ 12, de acuerdo al tamaño de la especie.
En Cojimíes se sirve acompañada de una porción de arroz blanco, menestra, patacones y ensalada.
Pero, ¿cómo prepararla? El dueño del restaurante no es mezquino con la receta que la aprendió de su familia.
“Hay que poner el agua a hervir con anticipación. Se añade una rama de cebolla blanca o paiteña, la que prefiera, y se agrega sal al gusto. Allí hay que soltar máximo 2 centollas en la olla, por su gran tamaño, y cocinarlas solo por 5 minutos si no la carne se hace agua”.
Los clientes que aguardan en la mesa toman apuntes, pues nunca han visto una centolla viva y ya la imaginan en su plato. Después de 15 minutos se sirve la primera.
Aunque su sabor se asemeja al cangrejo, comerlo es mucho más complicado. Las patas son más duras y es inevitable no armarse con una tabla y un mazo, que allí son escasos, para acceder a la carne.
“No tenemos esos utensilios porque se trata de un plato especial. No siempre lo piden”, apunta el tío Julio Olives, quien nació en Cojimíes como consecuencia de la migración de sus abuelos desde la vecina provincia de Esmeraldas.
“Madre, dele un solo golpe, fuerte, y verá cómo la comida sale intacta”, aconseja el hombre de tez dorada por el sol, a Lorena Bracero, mientras se esfuerza en extraer una de las patas del animal.
Cuando Julio sujeta una centolla entre sus manos (foto) se aprecia la dimensión del crustáceo proveniente del mar ecuatoriano. Aunque se lo aprecia más pequeño con relación al que proviene del sur del Pacífico, al estirar las tenazas, perfectamente lo cubren de hombro a hombro. Por ello es difícil evitar que una de sus patas se desborde del plato.
Para Diego Silva, oriundo de Quito, fue una grata sorpresa probar en Cojimíes uno de los mariscos más apetecidos y que, hasta ahora, solo creyó conocería en el extranjero. “Siempre vi en televisión cómo las extraen del mar y hay programas especializados de cocina que hablan muy bien de la centolla. Tenía muchas ganas de probarla y ahora me voy muy satisfecho”.
Julio está agradecido con la vida que le brindó Cojimíes. Hoy, entre risas recuerda que a los 18 años, cuando viajó a Quito en busca de una prometedora carrera en el fútbol profesional, enamorarse de la hija de un padre celoso lo truncó todo. Tuvo que olvidarse de la joven y huir a su pueblo natal porque aquí “jamás moriré si tengo pescado y verde”.
La pesca es su vida
Hace 7 años la vida en Cojimíes se desarrollaba entre embarcaciones y redes. A esta parroquia, asentada en la desembocadura del río Mache, en el océano Pacífico, solo se llegaba por vía marítima. Una flota de pequeñas embarcaciones cubría la ruta Cojimíes-Manta.
Desde el poblado manabita se ‘exportaba’ toda una gama de mariscos que ofrece el mar, pero muy pocos turistas decidían desembarcar allí y conocer a su gente.
Por vía terrestre era inaccesible. Solo vehículos preparados y de doble tracción se atrevían a recorrer la arena, los demás automotores se quedaban atrapados y se los tragaba la marea.
Los únicos carros que ingresaban lo hacían cargados de balanceado para abastecer a las camaroneras del sector. Julio recuerda que circulaban enganchados, para halar unos a otros y superar el agreste camino.
En mayo de 2011 se inauguró la carretera Pedernales-Cojimíes. Con ello el turismo, atraído por una playa desconocida y la piscina natural que la rodea, empezó a despuntar y así también decayó el número de usuarios de las embarcaciones.
Con la carretera, el arribo de turistas se hizo frecuente y los negocios surgieron: hoteles, restaurantes, farmacias, despensas, tricimotos, tiendas de ropa, entre otros.
Esas embarcaciones que dejaron de trasladar pasajeros a Manta, hoy llevan turistas a la Isla del Amor, un ícono de la localidad; les ofrecen un paseo mar adentro para el avistamiento de ballenas; los llevan a recorrer el perfil costanero hasta Chamanga o Mompiche, en Esmeraldas.
Todas esas actividades tienen como eje articulador la pesca. Desde Cojimíes sale una variedad de mariscos hacia Santo Domingo de los Tsáchilas, para luego abastecer de esos productos a las provincias de la Sierra. Otros comerciantes prefieren llegar al puerto y comprarlo directamente a los pescadores, sobre todo, corvina, pargo y langostino.
Para los turistas, en cambio, se promocionan jornadas de pesca como parte del entretenimiento. Y cada agosto, el Gobierno Parroquial organiza el Festival de la Corvina y Róbalo.
Se trata de una jornada diurna de pesca en el estuario y cada equipo participante consta de 6 tripulantes, quienes solo pueden utilizar anzuelos.
El equipo ganador, este año, obtuvo un trofeo y $ 1.000. El evento atrae a miles de turistas cada agosto.
Una vez que las vacaciones terminan, la vida vuelve a girar en torno al mar. Diariamente los pescadores parten cerca de las 18:00 y retornan a las 06:00 del día siguiente. Toda la noche deben vigilar la red, prendida al bote, si no se perdería con la fuerza de las olas.
No es tarea fácil, en los últimos años, Julio rememora que decenas de sus vecinos han sido víctimas de asaltos en plena faena. Les roban el motor fuera de borda y los dejan a la deriva hasta que otra embarcación los rescate. Actualmente la Marina realiza patrullajes nocturnos y los atracos se han reducido.
Pero aquello no le quita la sonrisa del rostro; la amabilidad y el carisma de los pobladores es lo que más atrae a los visitantes, quienes acuden también con el ánimo de contribuir a la recuperación económica de Manabí, que aún no termina de reponerse de los efectos del terremoto del 16 de abril de 2016.
Julio y algunos familiares comentan que esa noche del fuerte sismo, la gente no sabía por dónde correr y una parte de los pobladores envió vehículos con mujeres y niños, cerca de la 01:00 del 17 de abril, ante la alerta, después descartada, de un tsunami.
“La playa se partió, las personas tenían terror de venir porque era una escena impresionante. Jamás vimos un fenómeno similar...”.
Del susto -resalta- nadie llegaba a esta playa. “Hubo un festival del coco y el ventarrón se llevó todo; el cielo se oscureció a eso de las 15:00, y los turistas empezaron a huir. Después de las 17:00 el cielo se volvió a abrir y no pasó nada, pero la gente ya no volvió, entonces se dañó el feriado”.
Los negocios viven un proceso de repotenciación y Julio, junto con sus amigos y familiares, son un pilar importante en la reconstrucción de Cojimíes. (I)