Los saberes del centro requieren un registro
La primera vez que se escribió la palabra locro en el Reino de Quito fue en un informe que el edil Juan Sebastián De Villasante envió al Rey de España, en 1564, recordó el escritor y docente Julio Pazos Barrera en una conferencia sobre el patrimonio intangible.
De Villasante se había fijado en las costumbres de la mayoría de la población quiteña del siglo XVI (unos 60.000 indios sobrevivientes de las pestes traídas desde Europa, como el sarampión o la viruela) y registró que comían un plato inca (“lucru”) que contenía papas, ají, carne de llama, venado, conejo o cuy secada al sol y fréjol con un poco de sal o paico.
La audiencia de Pazos Barrera, en el Refectorio del convento de San Francisco, imaginaba los sabores mientras cada plato era mencionado, con sus ingredientes y sus efectos en la salud.
“El locro se mantuvo de tal manera que, en la cocina del siglo XVIII, no había comida que no lo incluyera”.
Cada banquete tenía como plato final al locro y eso permanece en una memoria que se renueva en prácticas cotidianas de la ciudad que fue declarada Patrimonio Mundial por la Unesco, el 8 de septiembre de 1978.
Las jornadas académicas por este aniversario concluyeron el viernes pasado y allí se recordó que la carne seca (secada al sol con achiote y sal) ha ido desapareciendo de los centros urbanos.
Ciertos alimentos mutan al punto de que su origen territorial se pierde en la historia. El menudo o caldo de 31, por ejemplo, es un plato popular que provino de la alta cocina francesa. En Europa se lavaban las vísceras (hígados, corazones) con hierba buena y se cocían con leche, en una receta que llegó a América.
La Misión Geodésica Francesa, que arribó a Quito en 1736, tuvo a Jorge Juan y Antonio de Ulloa como exploradores “que se dieron cuenta de las enormes cantidades de queso y mantequilla que comían aquí”, señaló el escritor.
La variedad de dulces y que las clases bajas comieran raspadura también abrumó a los viajeros. “Todos bebían aguardiente de caña”, leyó Pazos Barrera de sus apuntes, “las personas decentes beben con moderación, en la forma de mistelas y aguardiente de uva que traen de Lima”. Los mestizos, en cambio, “bebían aguardiente de caña”.
En el Centro Histórico aún se pueden encontrar dulces tradicionales en las cafeterías de La Catedral Metropolitana, aunque entre los siglos XVIII y XIX el chocolate era más popular que el café y se traía de Quevedo, Los Ríos.
En el libro El Sabor de la Memoria (2008), Pazos Barrera hace una lista de los productos llegados de España (lechugas, trigo, cebada) y también de los nativos (yuca, de la que existía una comestible y, otra, venenosa).
La harina de cebada, con la que los indígenas hicieron la mashca o máchica, fue una adaptación de un producto foráneo que ahora se percibe como autóctono.
Los saberes de lo popular
El historiador y antropólogo Eduardo Kingman contó que antes de que se hablara de patrimonio intangible, en la década de los noventa, se realizó en la ciudad un inventario de bienes, sobre todo arquitectónicos, en que se incluyó a barrios populares como San Juan, La Tola o La Floresta.
De esa forma se amplió la idea de lo patrimonial, que abarca lo colonial, republicano hasta la arquitectura moderna y la cultura popular.
“Ese inventario ha desaparecido”, señaló Kingman, “y hay una gran permisividad para derrocar edificaciones”.
El docente resaltó que la idea de patrimonio intangible deja fuera ciertos bienes y recursos que permiten tenerlos. “En Ecuador no existe un museo de arte popular”.
La música y la memoria
El etnógrafo Edizon León abordó el patrimonio inmaterial desde el arte y espectáculo. En las poblaciones afrodescendientes de la ciudad, las expresiones culturales permanecen como rituales.
El especialista está investigando la única Banda mocha que queda, en El Chota (límite de Imbabura y Carchi). El registro más antiguo de este tipo de grupos es una fotografía de 1985 y estaba definida por la forma artesanal de elaborar sus instrumentos, con cabuya y otros materiales.
Pero al acceder a instrumentos formales la banda se adapta y, en Cuajara, ya son una Banda de soplo (vientos).
Si hubieran accedido a los instrumentos desde antes, no hubieran sido una banda mocha. “¿Es necesario revitalizar desde nuestras concepciones estas costumbres? A veces uno idealiza a las comunidades, perdiéndolas de vista”, concluyó León. (I)