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Y entonces la tierra ardió desde los cuerpos

Y entonces la tierra ardió desde los cuerpos
13 de enero de 2013 - 00:00

Siglo XVI: un cacique indígena de la región andina estaba a punto de morir ahorcado luego de haber sido torturado. Un sacerdote católico se le acercó y le preguntó: ¿A dónde quieres ir cuando mueras? Y el indio, de gruesa mirada, le devolvió la misma  pregunta: ¿A dónde irás tú cuando mueras? El cura le contestó que al cielo  y el indio le dijo que quería ir  al infierno para no verlo nunca.

Desde entonces, cuenta la leyenda, en la tierra aparecen diablos que alteran el orden social e invierten los valores terrenales. Abren sus cuerpos y mentes a nuevas formas de relacionarse entre ellos.

En el cantón Píllaro, de la provincia de Tungurahua, desde el 1 hasta el 6 de enero de cada año se desarrolla la Diablada Pillareña, una tradición popular que reúne a invitados de varias zonas del país  para disfrutar de una desbordada fiesta junto a los diablos que durante seis días se toman las principales calles del pueblo.

Según cuentan los habitantes de la localidad, la Diablada tiene sus orígenes hace no más de 70 años, cuando las familias se reunían por la tarde para hablar, entre otros temas, de los encuentros con “las cosas malas” que sucedían en el pueblo. Evidentemente, esos hechos fueron asociados con el diablo y su leyenda se utilizó  para atemorizar a niños y adultos.

Para Vicente López, pillareño de 67 años,  la Diablada inició cuando los hombres de la parroquia  Marcos Espinel bajaban a la plaza central de Píllaro para pretender a las mujeres de la zona. Entonces, los padres de ellas ponían en el camino máscaras de diablos  rodeadas con antorchas encendidas  para espantar al pelotón de hombres ansiosos de amor.        

Hay quienes consideran que la Diablada Pillareña tiene una estrecha relación histórica con el mestizaje cultural que se produjo desde tiempos de la Colonia. La fiesta trasciende el sentido del espectáculo y jugaría una suerte de ritual en  donde se disputan nuevas formas de reapropiación del cuerpo, del espacio y de los valores culturales y sociales.

La fiesta que vive Píllaro es una representación fragmentaria de la vida. Un concierto de cuerpos en llama que buscan ser encendidos con el roce. Se rompen las divisiones entre lo público y privado: la máscara borra la individualidad. Hay un acentuado erotismo entre la gente y la risa rompe el manto de la vergüenza.

El soporte fundamental de la Diablada está en la confección de las máscaras, en la que usan cuernos de animales como el toro y huesos de pescado para decorar minúsculos detalles. David Guamán Quezada, de 37 años, elabora máscaras desde hace ya 10 años y le toma al menos 6 meses preparar entre 15 y 20 caretas, protagonistas de la fiesta.

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Otro factor esencial es el vestuario, donde se conjugan elementos propios  de los pueblos indígenas de la Sierra, del imaginario cristiano sobre la concepción del diablo y, para algunos, también refleja un sincretismo con las culturas africanas.

La vestimenta convencional de la fiesta, que hombres y mujeres utilizan como disfraz, está constituida por: coronilla, careta de diablo, blusa, guantes, acial o fuete, medias color carne, zapatillas negras, pantalón hasta la rodilla, capa y pañuelo de seda. Las prendas son de color rojo brillante semejante a  la lava volcánica, que remite a una tierra de fuego que para algunos es el infierno, más aún cuando la noche enciende sus trajes con la fuerza del viento.

En la fiesta también aparecen personajes como los capariches, las guarichas, payasos y buitres. Las representaciones del diablo en máscaras utilizan animales como la serpiente, el macho cabrío, el marrano, dragones y lagartijas; estos dos últimos guardan un vínculo con las  diabladas bolivarianas. Así, el pueblo se convierte en  una selva de seres de carne  que desfilan sobre el cemento.

Una tradición que se asemeja a la Diablada Pillareña ocurre en la parroquia de Alangasí, ubicada al sureste de Quito, durante Semana Santa. Sus habitantes se visten de diablos y participan en desfiles y comparsas aprovechando la ausencia del representante de Dios en la tierra. Cuando llega el domingo de resurrección, asisten a misa sin ningún remordimiento, como cualquier cristiano. La tradición finaliza cuando se ahorca al Diablo de Pascua, un muñeco de trapo que se diluye en medio del estruendo y el humo de las camaretas de la fiesta.

Durante seis días, Píllaro arde, a pesar del intenso frío que lo cobija. Su fiesta es una comunión entre hombres y mujeres de todas las edades, quienes se apropian del espacio público para celebrar la vida. Las jerarquías se anulan y, pese a  las máscaras, todos se reconocen como iguales.

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