«El público se enfrenta a la empatía hacia aquel que jala del gatillo»
Decimos que alguien se pone la máscara cuando no es sincero, cuando no le está mostrando su cara al mundo. En La libertad del diablo ocurre lo contrario. Las personas que aparecen en este documental se colocan frente a la cámara y encuentran, en una máscara parecida a la que usan las personas que se recuperan de quemaduras en el rostro, la libertad para hablar de los seres queridos perdidos, de la gente que no han podido salvar o de las personas a las que han asesinado.
El documental, que recibió el premio Amnistía Internacional en la más reciente edición de la Berlinale, es parte de las películas que se exhiben en el Festival Encuentros del Otro Cine (EDOC), que se inaugurará el miércoles 9 de mayo. Hay toda una retrospectiva de la obra del director, Everardo González, compuesta por seis películas. A La libertad del diablo se suman Cuates de Australia, El cielo abierto, La canción del pulque, El Paso y Los ladrones viejos.
La libertad del diablo reúne testimonios de todo el eslabón de la cadena de la violencia que se vive en México: las víctimas, los sicarios, la Policía y el Ejército. Es especialmente duro ver menores de edad hablando de qué es lo que sienten —o han dejado de sentir— cuando ejecutan su trabajo como sicarios. Los testimonios son duros, pero necesarios, y todos están cubiertos por un halo de sinceridad, gracias a las máscaras.
Varios de los sicarios a los que entrevista Everardo gonzález en su documental son menores de edad, y cuentan lo que sienten cada vez que matan a alguien. Foto: La libertad del diablo / fotograma
¿Las máscaras son una forma de proteger identidades?
No. Es un artificio para ofrecerles más libertad de testimonio, como en los teatros. También quise unificarlos para diluir lo que en los medios se nos ha impuesto como el rostro de la maldad, y hacer un ejercicio de empatía con el espectador a través de un rostro anónimo.
¿Qué tipo de máscaras son?
Están inspiradas en las máscaras profilácticas que se usan en hospitales para proteger rostros lastimados y quemados. Hicimos un diseño y pruebas de telas y colores con un protesista.
¿Y por qué no directamente las que se usan en los hospitales?
Básicamente por el tono. Aunque también por las posturas, las tallas y porque el material es un poco más ajustado. El de las máscaras profilácticas es blanco o color piel, y quería un tono más marrón.
El documental tiene una estructura bastante clásica: la gente le habla a la cámara. ¿Por qué hacerlo así?
Originalmente tenía muchas secuencias, pero eso iba borrando el impacto que generaban estos rostros cubiertos, y la conexión con la mirada. Se fue eliminando el material hasta que quedó con los elementos mínimos, para no distraer al espectador con la lírica. Era un ejercicio de impacto.
¿Por qué esta historia?
Porque México tiene un volumen de desapariciones que sobrepasa al de las dictaduras chilena y argentina juntas. Son 35.000, y han ocurrido más de 270.000 asesinatos en los últimos 15 años. Hacía falta contar una historia que dejara testimonio de este momento.
¿Cómo conseguiste el contacto de estas personas?
Después de 18 años de trabajo. Yo me vinculé con organizaciones como Mexicanos en Exilio, en El Paso, Texas, que asiste a mexicanos que huyen del país, principalmente por persecución política o temas de violencia. Otra organización es Cauce Ciudadano, con la que hice un proyecto para HBO, que muestra a expandilleros que trabajan para rescatar a jóvenes de volverse criminales. O la Red de Periodistas de a Pie, quienes ven por el respeto a la libertad de expresión, y porque se resuelvan los casos de agresiones a los comunicadores. En México, cada 26 horas se agrede a un miembro de la prensa. Echando mano de esas redes que he construido, sentí que podía acercarme de forma más segura para hacer este proyecto.
Una de las víctimas cuenta que los ojos de los sicarios «están pero no están». ¿Qué papel juegan los ojos?
Una de mis preocupaciones principales era generar un vínculo empático con el espectador cuando lo que tiene enfrente es un rostro cubierto, y por eso este ejercicio de conexión directa con la mirada. Creí que la mirada era la única forma de generar empatía. La posibilidad de conexión con el espectador era compleja porque se narran anécdotas violentas, y por eso se hizo este ejercicio de mirar al otro a los ojos. Conforme al espectador le van sucediendo cosas, las películas van teniendo vida propia.
La máscara está para darles libertad al hablar, se eliminaron escenas para no perder impacto... ¿Qué otros retos fuiste encontrando?
Principalmente, cuestionamientos éticos, porque bordea muchas posibilidades de ser antiprofesional, pero todo lo hice con la asesoría de los grupos de víctimas organizados. La decisión de eliminar el rostro de las víctimas en un país como México es una decisión cuestionable, o la de darle voz a aquellos que jalan los gatillos. Todas estas dudas éticas o morales fueron platicadas en especial con Mexicanos en Exilio.
¿Por qué es un problema ético taparle la cara a una víctima?
Porque México tiene más de 270.000 víctimas directas de violencia. Más de 35.000 familias de desaparecidos. Estamos hablando de cientos de miles de víctimas directas de la desaparición forzada. México está obligado a darle voz, rostro y nombre a sus víctimas. La duda tenía que ver con el contexto de este país.
En la película flota esa sensación de impunidad...
El principal problema de este país es la impunidad. No tienes a quién acudir porque tal vez a quien acudas estará coludido, y eso hace a México un territorio propicio para cometer atrocidades. Acabamos de vivir la desaparición de tres estudiantes de Guadalajara, y después la noticia de que fueron disueltos en ácido, y se especula que hubo colaboración de la Policía. Cuando crece la impunidad, se reducen las posibilidades de que los casos se resuelvan o siquiera se denuncien. Creo que eso es lo que tiene sumido a México en la espiral de la violencia.
Hace un mes se confirmó la muerte de tres periodistas ecuatorianos, en medio de una serie de ataques de disidentes de las FARC. Y se teme una escalada de la violencia. ¿Cómo ocurrió en México?
Esto se desató en 2006, cuando Felipe Calderón toma la posesión de la presidencia y le declara la guerra a los carteles. Calderón anuncia el operativo conjunto entre la Policía Federal y el Ejército mexicano en varios estados, y se comienzan a dividir los carteles.
Esto es un banderazo de salida. Para mí, particularmente, sucedió en 2010. Estaba por filmar en ciudad Juárez, Chihuahua, y ellos anuncian el operativo conjunto allá. Fue el primer momento en el que yo fui testigo de cómo se desató la violencia en una ciudad que se convirtió en una de las más violentas del mundo.
A los sicarios les preguntabas qué cambió la primera vez que mataron a alguien. Unos dicen que remordimiento, otros cuentan cuando ya han matado tanto que ya no se siente nada. ¿Qué sentías tú cuando te contaban estas cosas?
Pues miedo. Primero, es escalofriante oír a un menor de edad hablando con tanta indolencia. Aunque también hay algo en su mirada: uno, sobre todo, no es capaz de sostener la mirada. Detrás de esa indolencia también hay remordimiento. Para mí, eso los humaniza de nuevo. Por eso están, de alguna manera, tratados como víctimas en la película. Cuando el terror es la moneda de cambio, las posibilidades de optar por algo distinto se anulan.
Generalmente, el campesino, por miedo, se vuelve amapolero. El campesino lo que necesita es trabajar la tierra, pero con mercados colapsados, tierras abandonadas, ¿qué opción se le da? La única que tienen es trabajar haciendo lo que saben: sembrar semillas y cosechar productos agrícolas, que en muchos casos es la amapola, entonces trabajan para el crimen organizado. Lo mismo los muchachos de los barrios que son hijos del sicariato, que tienen la moral totalmente trastocada y que tampoco tienen la alternativa para otras cosas...
¿Cuál es el estatus de los sicarios y los policías que grabaste?
Activos todos, y el militar, oculto en otro país.
¿Y cómo es posible hablar con ellos de esa forma tan normal?
Lo que pasa es que, para entrar en este tipo de proyectos, hay que entrar despojado de prejuicios, y no como si fuera uno un ministerio público. Hay una necesidad genuina de escuchar si hay reflexión en torno al daño que han provocado. Esa fue una de las razones por las cuales se hizo esta película. Algo que sucede es que el espectador se enfrenta mucho con aquello de saberse empático con aquel que jala el gatillo. Y eso es lo que le hace un cortocircuito.
Al final, una de las víctimas, una señora, se quita la máscara y, sin decir nada, provoca un hormigueo. ¿Qué tiene ese gesto del final?
Le da rostro a las víctimas. Pero tiene otro significado más complejo, sobre todo para América Latina, por este arquetipo poderoso que es la madre de los desaparecidos en América Latina. Y todos los países de este hemisferio compartimos este arquetipo.
Cuando ella se despojó de la máscara, yo sabía que me había regalado el final de la película, pero cobró un sentido mayor cuando fue proyectada, y me hizo darme cuenta de que ella representaba todo eso. El cine es fantástico por eso. Uno va encontrando significados a la obra conforme es compartida.
¿Qué significó el premio en la Berlinale para ti?
El premio blinda a la película contra la censura y ayuda a que mi equipo no sea vulnerado, porque se vuelve un error político atentar con una obra que empieza a caminar así. (I)
Esta mujer aparece en la primera y en la última escena y es la representación de un personaje poderoso del ideario latinoamericano: la madre de las víctimas. Foto: La libertad del diablo / fotograma