Artes
La renqueante lógica de los comienzos: Mirada joven (notas de un espectador)
Con todo, cuando le propusimos que, para terminar,
imitase su propia voz, nos dijo que eso no sabía hacerlo.
- Bernhard, El imitador de voces
Hace unos meses descubrí, entre las cajas embodegadas de una biblioteca escolar, el archivo del festival intercolegial de cine, arte y poesía Mirada Joven (2002-2010) organizado por el colegio Cedfi (Comunidad Educativa de Formación Integral) de Cuenca. Ante la imagen de los portafolios, CD y antiguos banners, pensé: «He aquí algo importante». Entonces, me sumergí en ese archivo, probablemente porque era como sumergirse en una serie de recuerdos (yo había participado en 2010, mi hermano en 2005: fueron nuestros primeros ejercicios de creación); y empecé a escribir el siguiente texto, partiendo de mis paseos distraídos por los documentos, las fotografías y los cortometrajes, hilvanando simultáneamente mi memoria, la de mi ciudad y las primeras creaciones de quienes hoy la habitan. La pregunta que intentaba responder era: «¿Cómo se empieza a decir?»... a la cual, sin embargo, pronto añadía otra (que la matiza, pero también la transforma): «¿Qué es lo que se puede decir?»... Desde donde, necesariamente, acabé cuestionándome, siguiendo la cita de Bernhard, «¿a qué suena la propia voz?»...
I
Michel Foucault, el reconocido antihumanista francés, recordaba que Friedrich Nietzsche, al pensar en cómo debería escribirse la Historia, proponía sustituir la palabra origen (Ursprung) por otras dos: la procedencia (Herkunft) y la emergencia (Entstehung). Según el filósofo alemán, las cosas no tienen un origen claro —un punto fijo desde el cual hayan fluido causalmente, que hubiera contenido desde el principio su potencia—, sino una serie de comienzos, de procedencias, de procesos diversos que convergen, dando lugar (en ese encuentro de órdenes dispares) a la emergencia de ese algo que, para quienes lo observaron después, podía aparecer con la apariencia de una sola cosa. En otras palabras: que no hay un inicio certero, sino una convergencia de fuerzas; que los comienzos no son claros, sino múltiples; que ninguna cosa comienza siendo lo que es, sino una cosa distinta, una versión acortada de sí misma, o incluso, varias versiones fragmentarias de lo que luego llegó a ser. Que antes de caminar, se cojea.
II
Cojera, fealdad: como el pie hinchado de Edipo. Entonces, encuentro una fotografía que me punza (y no solo porque sus colores, mal capturados, se parezcan a los tonos de un recuerdo difuminado por mi mala memoria), sino porque no creo haberla olvidado del todo; es decir, porque ahora que la encuentro no me hace falta recordarla. La obra se llama ‘Odio mis pies’. y la primera vez que me encontré con ella no tenía más de 13 años. La autora era entonces también una niña: Cristina Arízaga tendría 15 años cuando obtuvo el primer Mirada Joven en la categoría de Artes plásticas. Odiaba sus pies… ¿porque cojeaban? Creo que hay allí algo que se proyecta, pero que también se dispersa: que se proyecta desde su dispersión. Como si la obra dijera: «Yo, yo misma, yo y mis fotografías, las otras yo». Es más, ese odio parece acompañarla, como si estuviera domado, como si fuera parte de ella. Lo extraño —me parece— es que en las fotografías no importa lo demás, sino tan solo ese espacio entre el ombligo y los pies. Yo me miro, luego, está lo demás.
III
El punto de inflexión es claro: «Yo existo». De la misma manera, la duda (que queda abierta) también se vuelve diáfana: ¿cómo? La respuesta, sin embargo, es menos evidente; puede ser que la obra misma no pueda respondernos. En todo caso, creo haber encontrado algo, al menos una tensión. En las fotografías observo esa distancia (cuestionada pero no resuelta) entre lo que «se es» y lo que «se hace». Es decir, no encuentro que algo esté dicho (si algo está dicho es «odio mis pies»), pero sí que algo se insinúa, la apertura de la posibilidad de decir. Una posibilidad ligada, íntimamente, al nacimiento de una consciencia: la del yo que es capaz de crear. Entonces, recuerdo un pasaje de El guardián entre el centeno de J. D. Salinger, en el que el narrador-protagonista, Holden Caulfield, dice:
Muchas veces me imagino a un montón de niños jugando en un gran campo de centeno. Miles de niños, pero nadie más —nadie mayor, quiero decir, excepto yo—. Y estoy ahí, al borde de un precipicio gigantesco y mi trabajo consiste en atrapar a cualquiera que empiece a acercarse al despeñadero —quiero decir que si están corriendo sin mirar hacia donde van, yo voy hasta ellos y los atrapo—. Eso es todo lo que haría todo el día: sería el guardián entre el centeno. Sé que suena absurdo, pero es la única cosa que me gustaría hacer realmente. Sé que es una locura.
¿Por qué, para mí, tienen estos dos fragmentos (del recuerdo y de la lectura) una conexión? ¿Qué es lo que hacen resurgir?
IV
En varias ocasiones, los organizadores de Mirada Joven afirmaron que el objetivo del festival era crear un espacio donde los jóvenes pudieran expresarse, donde lo que tenían que decir pudiera ser escuchado. Sin embargo, un simple repaso de los títulos de una de sus exposiciones me lleva a dudar de este postulado. El primero es más bien cándido: ‘No me dejarán volver a ser niño’; pero se vuelve profundo cuando se leen los siguientes: ‘Intenté capturar el movimiento’, ‘Mala noche’, ‘Detrás del pensamiento’, ‘¿Estás explotando…? O es una fantasía’, ‘¿Qué si me puedes ver?’. Más que obras, lo que encuentro aquí son cuestiones, problemáticas, aperturas. La duda es el patrón que permite pensar a estos títulos como un todo, como una flecha que se dispara sin saber hacia dónde.
No sé, ni siquiera, si lo que encuentro son voces, sino acaso tentativas, gritos, suspiros. Entonces, un último título se me aparece en su infantil elocuencia: ‘¿Por qué no?’. Como Holden Caulfield, me parece, ninguno de ellos tenía nada que decir.
V
Si de algo se trata (me refiero al fragmento de Salinger) es de caer en el precipicio: solo entonces se puede encontrar alguna voz. ¿Por qué crear cuando no se sabe o no se puede crear?, ¿por qué esforzarse en un objeto cuyo resultado será, en la mayoría de los casos, insuficiente? Lo que Holden Caulfield hace a lo largo de la novela es criticar la sociedad establecida: todo es falso, todo se nos impone, nada consigue realmente nacer de nosotros mismos. Sin embargo, él mismo lo confiesa, no se puede escapar de esta falsedad: como a su hermano mayor que ahora trabaja para Hollywood, Holden se considera a sí mismo un mentiroso. Todo lo que nos puede decir sobre sí mismo y sobre su vida es una mentira, puesto que para verse, necesariamente tiene que hacerlo desde los ojos de esa sociedad corrupta. Decir es aceptar, en primer lugar, que las palabras con las que contamos para hacerlo nunca serán solamente nuestras. Es más, que si algo son las palabras con las que escribimos, las formas con las que creamos, son materiales dispersos, de los cuales solo podemos asir un mínimo fragmento. Para conseguir mi palabra, necesariamente tengo que partir de la palabra del otro. Esto mismo le ocurre a Matías Vicuña, el narrador-protagonista de la novelita de Alberto Fuget Mala onda, después de leer El guardián entre el centeno:
Nunca me había pasado algo así con un libro ni una película, ni siquiera con un disco. O con una persona. Esto de asumir su identidad tiene su encanto, pienso. Pero también me asusta, porque largarme a mentir así fue algo incontrolable, compulsivo. Como haber hecho la cimarra. Es como si Holden Caulfield se hubiera posesionado enteramente de mí.
¿Qué es lo que se aprende cuando se empieza a crear? Que uno mismo no tiene voz, una verdadera voz; que los libros nos poseen. Mirando las películas presentadas durante los ocho años del festival, descubro: muchos de esos chicos carecían de una mirada, Hollywood se había apoderado de ellos. Violencia (imaginada más que vivida), sexo (un poco más de lo mismo) y acción (¿de dónde ha salido?). Pero también encuentro algo más, algo que me fascina: la duda.
VI
Una pintura de Juan Carlos García, ganadora de un segundo premio en 2009, titulada ‘Pérdida de identidad’, parece un excelente puerto en el que anclar. En ella no hay nada, excepto cojera, excepto un trazo renqueante, un color débil y una figura copiada. Sin embargo, también encuentro allí la misma forma de dudar que veía en la cámara nerviosa de Camila Moscoso o de Pablo Rodas. Alguien ha encontrado una pregunta; entonces, cansado de mirar sus propios pies, ha decidido investigar «¿qué hay allá?».
¿Qué es lo que se aprende cuando se empieza a crear? Que uno mismo no tiene voz, una verdadera voz; que los libros nos poseen. Mirando las películas presentadas durante los ocho años del festival, descubro: muchos de esos chicos carecían de una mirada, Hollywood se había apoderado de ellos.