Entre la ternura y la crueldad: el Amor según Haneke
-Júrame que nunca envejecerás - te dije.
-Lo juro.
-Y que nunca morirás.
-Sí.
-Y que la belleza estará siempre contigo. Y la gloria. Y la paz.
Vergílio Ferreira
Lo importante no es la perfección moral que se alcance,
sino el proceso de perfeccionamiento.
Diario de la vejez
Cuando dos ancianos, tras varios años de intimidad y estabilidad, enfrentan desde su frágil condición humana el abrupto deterioro físico, la sociedad no puede dejar de sentirse profundamente incómoda. Si esos ancianos, interpretados por Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva, además de atestiguar la transformación del cuerpo de ella en un vegetal, son capaces de sobrellevar el sufrimiento, inclusive con humor, en vez de victimizarse frente a una hija lejana encarnada por Isabelle Huppert, la sociedad se desconcierta.
Si además, esos ancianos se niegan espontáneamente a librar una batalla perdida y asumen lucidamente la crudeza de la realidad por compasión, debilidad o camaradería hacia el otro (el espectador decide), es imposible que la sociedad no acuse recibido el mensaje.
La asociación de la vejez y el amor reducidos al espacio de convivencia, la contradicción entre la música y la parálisis, el agua derramada en la escena del grifo y en los sueños, o, la paloma atrapada por el anciano en un último instante de afección, simbolismos envolventes y susceptibles de variadas interpretaciones que constituyen el entorno creado en “Amor”, la última película del director Michael Haneke, para provocar un sentimiento poco habitual en sus obras: la ternura.
Practicante habitual de lo que José Ovejero, ganador del Premio Anagrama de Ensayo en 2012, describe como la ética de la crueldad, el autor de “La cinta blanca” (Palma de Oro en 2009), “ Funny games (1997 y 2007 versión norteamericana) y de “La Pianista” (adaptación en 2001 de la polémica ganadora del Nobel de 2004, Elfried Jelinek), entre otras producciones, nos muestra en su “Amor”, algo distinto. Aunque sin alejarse de su estilo catalogado de quirúrgico, sobre todo en la construcción audiovisual a partir de planos fijos y descarnados que atacan al espectador, con este, su trabajo más personal según los críticos europeos, el austriaco explora la posibilidad del albedrío y la sensibilidad en los límites de la vida.
Una indagación ágilmente convertida en transgresión que comienza sin desconocer que la muerte es invencible, eso es innegable, pero no lo es el sufrimiento: por eso el director dirige toda su fuerza únicamente contra esa forma tan habitual de degradación. Gracias a ello nos involucra con todos los síntomas de ese momento en que el cuerpo languidece en cada rasgo, en cada marca que deja la enfermedad en la carne, en cada espanto y cada horror; alternándolos con la plenitud sensorial de la realidad y una resistencia enorme atrincherada en la memoria, la risa y la lealtad de los protagonistas. En la película, con cada crisis comienza un reto del destino para el hombre que, vencido de antemano, es siempre más creativo y convierte lo que a momentos es destructivo en una manera de profundizar la vida y, de modo absolutamente inesperado, nos conduce a cierta elevación del espíritu humano que se despide y nos confronta con los últimos días del amor.
Encerrada pero no sepultada, fuera de los ámbitos de la sexualidad, la mujer, como la música en el silencio, adquiere en la vejez, como lo escribía Tolstoi, una condición venerable e inofensiva pero también, sustentada en la imposibilidad del acto sexual, se convierte en un desafío al sentido convencional del sexo definido como el motor del mundo, un criterio que escritores talentosos como Michel Houellebecq y Fernando Vallejo, entre otros, afirman permanentemente en sus acercamientos al mismo tema. Es que el mundo de Emmanuelle Riva y su amante, dos profesores de música jubilados, se muestra gélido de pronto, de la noche a la mañana, porque se le ha abierto al paso el paisaje de la gran nada: ausencia de movimiento, de sexualidad, de vida, de música.
Y a partir de ese momento y hasta su muerte, contemplaran fijos, un fondo insondable tras el propio sentido del ser. Pero aun dirigida hacia esa nada, la mirada de los ancianos sigue siendo clara, cortante. Jamás la lucha contra la tragedia es efímera, porque hay, en las peores circunstancias, intentos mínimos de un cuerpo saturado de los retos vitales pero sin nervios sólidos suficientes para alzar una sola mano por los aires y detener una agresión de la enfermera, lo que provoca una situación cruel y difícil de mirar. No existe tampoco la posibilidad de que la hija vuelva a sentirse segura del amor de sus padres al escuchar los gemidos de placer desde fuera de la habitación. Estos actos, piadosos y crueles a un tiempo, nos dice Ovejero, están concebidos para ser contemplados por un público pasivo que puede salirse de la sala de cine pero no por ello, lograr escapar de la fantasía o, más bien, de lo que el filósofo esloveno Slavoj Zizek designa como el acoso de la fantasía: una oscilación de imágenes fijas en nuestra mente que nublan nuestro razonamiento y que son llevadas hasta las últimas consecuencias, y evidenciar de esta forma una realidad más ambigua de lo que nos gusta contemplar.
Con el cine de Haneke, de nada vale disimular ni ocultarse ante lo irremediable. No sirve de nada abandonar las butacas, evitar mirar al abismo. No sirve de nada detenerse en las imágenes de las habitaciones vacías y de los cuadros campestres envueltos en silencios lapidarios convertidos en destino universal. De nada sirve que uno sea advertido del desenlace fatal en las primeras escenas. No hay voluntad ni posibilidad, salvo reconocer y entregarse a una crueldad optimista, esa posibilidad de que la lucidez claramente expuesta por los antihéroes pueda violentar la realidad hasta ponerla de cabeza y desmontar así las creencias superficiales, enseñándonos con este acto a desaprendernos de la certidumbre y sentirnos menos víctimas del engaño.
Amor, cuatro letras puestas al límite, en la cinta ganadora del Óscar a Mejor Película Extranjera, hace precisamente una apología de la ternura, una experiencia de reconocimiento hacia quien se atreve a decir al mundo que el sentimiento más común de la historia no es el arte de sumar placeres sino el de desarrollar lo que el creativo personaje del anciano reclama: ese gesto de reconocimiento y fidelidad profunda que se expande, cambia de la caricia a la bofetada y entremezcla relatos verídicos o inventados en un esfuerzo por lidiar con las más variadas emociones, sin repetir el arquetipo de un sentimentalismo tan frecuente en el cine comercial y sinónimo reconocido de un coma diabético.
Expositor del corazón humano, Haneke conoce como pocos el placer del psicólogo y complementa su ficción introduciendo en la trama personajes externos con los que el público puede identificarse. Le basta el detalle más fugaz, ese detalle apenas perceptible, una presencia pequeña y fortuita en la forma de un encargado, un exalumno, un yerno, las enfermeras y la propia hija, para saber que sus observaciones mínimas son decisivas en la edificación de una crítica de la magnanimidad e indiferencia cohabitadas en un espectador cualquiera. Como sostiene Ovejero, la crueldad contenida en una obra de arte, que ataca a su consumidor, puede responder al deseo de provocar una reacción en él, romper su pasividad, hacerle reflexionar o al menos escandalizarle, un intento por sacarnos de la cómoda y plácida horma de la autocomplacencia.
Maestro indiscutible de la perturbación y la controversia, este hijo de un artista alemán y de una actriz austriaca, con “Amor” transporta, una vez más, su visión particular del mundo hacia un espacio mínimo que sin efectos especiales pomposos y apenas decorado con la música de Beethoven y Schubert, o algunos trucos de espejos, logra hacer del público un sujeto cautivo. Triunfador por tres ocasiones en los premios de la Academia de Cine europeo por Mejor Dirección y Mejor Película, como es usual en sus historias, consigue proyectar en la imaginación de los espectadores, encrucijadas sobrepuestas a partir de situaciones cotidianas, en donde la trivialidad y la tranquilidad de los personajes, por lo general burgueses acomodados, ceden el espacio a situaciones que nos cuestionan sobre la eutanasia, la soledad, o, más específicamente, sobre nuestros valores, nuestras certidumbres, nuestras ideas generales de lo que es bueno o malo. Todo esto, sin la luz cegadora del entretenimiento y apenas, en este caso, por ahora atípico, con el único refugio de la dulzura sobrepuesta al sufrimiento.