Primera Línea
El poder de los que no hacen nada: comentario sobre Mi vida con Goebbels
«Uno se acostumbra a cualquier cosa, la convierte en algo cotidiano»
Brunhilde Pomsel
Y ahí está esa chiquilla, Brunhilde Pomsel, hija de gente pudiente de buen barrio de Berlín a la que de repente la sorprende la brutal crisis económica del país a la edad de trabajar. ¿Qué es lo que hace? Se pone a trabajar, claro. Es una excelente taquígrafa, una de las mejores, y también es obsesivamente responsable (como hermana mayor sus padres la castigaban a ella si sus hermanos se portaban mal), así que sus jefes se la van llevando con ellos, va ascendiendo, va ganando más dinero cada vez y luego, cuando la guerra los pone a hervir piedras para hacer sopa, recibe cartillas de racionamiento especiales: un poquito más de mantequilla, un extra de leche, embutido.
Alemania, famélica y avergonzada después de la Primera Guerra Mundial, ve ascender al nazismo, se lanza de cabeza a pelearse contra Europa, pero Brunhilde no tiene miedo ni se rebela («no empezamos a percatarnos de que éramos un país en guerra hasta que cayeron las primeras bombas en territorio alemán. Entonces sí se nos ocurrió que aquello podía afectarnos directamente, pero lo cierto es que seguía sin importarnos mucho»). Su elástica cintura de niña bien le sirve para esquivar al monstruo de la guerra que estrella a la mitad del país contra el hambre y a la otra mitad con las balas. Recibe su sueldo, se manda a hacer ropa, toma cerveza, ¿para qué se iba a meter en problemas?
Brunhilde termina trabajando en el Ministerio de Propaganda del nazismo. Termina archivando —sin abrirlos porque así se lo han indicado— documentos que seguramente hablan del Holocausto, o sea de asesinar a todos los judíos, homosexuales, gitanos y subversivos. Termina, pues, nuestra muchacha trabajando para Joseph Goebbels, director de la campaña de marketing más siniestra de la historia: «la cuestión judía», el antisemitismo que terminó con millones de personas confinadas en campos de concentración y asesinadas en cámaras de gas.
La vida de Brunhilde Pomsel podría ser la vida de cualquier chica trabajadora y un poco ambiciosa: conoce la buena vida y es así y no de otra forma como quiere vivir. En un mundo que apesta a desnutrición y pólvora ella usa perfume. Sí, también es frívola. Le gusta vestir bonito y el sabor de la leche fresca sobre el café. Lo otro, investigar, oponerse, es peligroso y a ella no le gusta lo peligroso. ¿No harían ustedes lo mismo?
Es la pregunta que flota y reflota en el documental A German Life (Una vida alemana), treinta horas de conversación con la ya anciana secretaria de Goebbels, que luego se convirtió en un libro titulado Mi vida con Goebbels (Los Libros del Lince, Barcelona, 2017). «No sabíamos nada», dice Pomsel. «No valgo para la rebeldía», insiste.
Soy una cobarde, sí, lo confieso. Es algo que dejo siempre bien clarito cuando viene alguien y me dice «yo habría encontrado el modo de oponerme al régimen». Mentira, era imposible. Y aquel que, pese a todo, osaba plantarle cara lo pagaba con su vida. Los hechos me dan la razón. No podías negarte a nada y, si lo hacías, te jugabas el pellejo.
El libro, leído desde lo que ya sabemos sobre el nazismo y la «solución final», pone los pelos de punta. Para Brunhilde y millones de jóvenes alemanes, que ese hombre tan vehemente ascendiera al poder fue algo bueno y, por supuesto, lo dejaron crecer hasta devorarlos:
La mayoría de los jóvenes nos sentíamos liberados. Mis hermanos podían tomarse ahora una cerveza en el bar, cosa que antes tenían prohibida. Y al afiliarse a las Juventudes Hitlerianas pudieron salir de casa sin la supervisión de mis padres (…) Hubo muchas, mejoras en todo caso, y se respiraba optimismo. Todo iba a pedir de boca.
Nudos en la garganta cuando la exsecretaria habla de su amiga, la joven judía Eva Löwenthal que luego, obviamente, fue quemada en un campo de concentración, y de ese día que habían quedado en tomar un café y, de camino, Brunhilde le pidió que la acompañara a afiliarse al partido. Mientras Eva esperaba afuera, Brunhilde y otros miles de chicos y chicas de su edad engrosaban las filas del nazismo.
La construcción del horror más grande de la historia se fue haciendo con pequeños gestos cotidianos y la naturalidad con la que se cuenta lo hace todo casi insoportable. «Vale, me dijo ella, te acompaño. Fuimos juntas a la delegación del Partido Nacionalsocialista de Südende (…). Así que me puse en la cola y Eva fue a sentarse en un muro para esperarme».
Y luego habla de los campos:
La primera vez que oí hablar de los campos de concentración me dijeron que allí sólo metían a gente pendenciera o crítica con el gobierno. No había necesidad de encarcelarlos, por eso los enviaban a los campos, para reeducarlos. Aquel era el motivo oficial, y nadie le dio nunca más vueltas.
Pero Mi vida con Goebbels no es un libro —o no solo— sobre el pasado vergonzante de Alemania, sino —y sobre todo— es una gigantesca bofetada en la cara de los humanos de hoy —usted y yo—, perfectamente conocedores de las consecuencias del nazismo, que ven en cada vez más pantallas y de manera más nítida los espantos que se ejecutan contra otros seres humanos y, como Brunhilde, solo piensan en el próximo vestido o en la taza de café con crema.
La anciana es brutal en su reflexión y es increíblemente poderosa al venir precisamente de ella:
Los que padecían a nuestro alrededor no nos quitaban el sueño. Hoy es igual, la gente tampoco se pasa el día pensando en esos pobres sirios que han perdido sus hogares y que ahora se ahogan en el mar. ¿Quién podría pensar en algo así a todas horas? Cuando veo las noticias pienso que no puede ser, que es imposible que la historia se repita. Pero sí es posible y se repetirá de nuevo dentro de cien años, como lo ha hecho desde que el mundo es mundo. Es la condición humana. (I)