El cine, la naturaleza, la muerte
Hice muchas cosas a lo largo de mi vida y recurrí a diversos instrumentos; la pintura, las artes gráficas, la publicidad, la televisión, el cine, la fotografía, el video, la poesía. Hice, incluso, teatro. Y podría agregar otras cosas a la lista. Por ejemplo, en un momento dado de mi existencia, me dediqué a la carpintería, cuando decidí construir sin ayuda los muebles de mi casa, a pesar de no saber al respecto. Todo eso, en mi opinión, está relacionado con un problema de inquietud. Con el hecho de tener que sobrevivir de cualquier manera y tener que reaccionar frente a un profundo sentimiento de inadecuación. Siento en forma permanente la necesidad de hacer cualquier cosa de nuevo para tener mayor aceptación. Muchos consideran que en la vida es preciso establecer una meta para alcanzar el éxito, pero yo no considero que funcione de ese modo. Tal vez suceda en el mundo de los negocios o en el ámbito científico. En el arte por el contrario, el perfeccionamiento solo puede surgir de la inadecuación. Pensamos ser inadecuados, no lo suficientemente buenos, y nos esforzamos en hacer algo diferente. Tengo una amiga que es una excelente traductora. No es que haya trabajado mucho como intérprete, pero si le dan un texto en inglés o en francés es capaz de reproducirlo en persa de inmediato y con gran facilidad, tanto es así que nos hace pensar que está leyendo un texto ya traducido. Un día le dije: “Si fuera mi hija, la admiraría no tanto por su capacidad como por el hecho de no trabajar nunca”. Me dio una respuesta bellísima: “Estoy satisfecha conmigo misma. No necesito que me citen en la tapa de un libro como traductora”.
No existe ningún motivo especial por el que me haya convertido en director de cine. Mi padre era albañil y no tengo recuerdos de vida cultural alguna en mi familia. No vislumbro, en el medio donde viví, ninguna señal en especial que me hubiese encaminado hacia la carrera artística, y hacia el cine en particular. Tal vez por eso no haya conseguido hasta ahora hallar una definición de cine. Pero puedo decir qué no me agrada de él. No me agrada cuando se limita a contar una historia o cuando se torna un sustituto de la literatura. No acepto que subestime o exalte al espectador. No quiero estimular la conciencia del espectador ni generar en él sentimientos de culpa. Mínimamente, estimo que deberían narrarse los hechos de modo que no llegue a sentirse culpable. Si consideramos que el cine tiene el deber de contar historias, me parece que una novela lo hace mejor. Las novelas radiofónicas, los dramas y los teleteatros realizan un buen trabajo en ese sentido.
En el último tiempo he pensado en otro tipo de cine que me lleve a ser más exigente, y que se defina como séptimo arte. En ese cine existe música, sueño, historia, poesía. Así y todo, creo que el cine no deja de ser una forma de arte menor. Me pregunto, por ejemplo, por qué leer una poesía estimula nuestra imaginación y nos invita a participar en su realización. Sin duda, pese a su carácter incompleto, la poesía se crea para alcanzar una unidad. Cuando mi imaginación se mezcla con ella, la poesía se torna mía. La poesía nunca narra historias. Ofrece una serie de imágenes; representándolas en mi memoria, apoderándome de su código, puedo elevarme a su misterio. Rara vez encontré a alguien que al leer poesía dijera: “No la comprendí”. Por el contrario, cuando se trata de una película, si alguien no capta una relación, una conexión, por lo general dice que no la entendió. Sin embargo la incomprensión forma parte de la esencia de la poesía. Se acepta tal cual es. Lo mismo se aplica a la música. El cine es diferente. Nos aproximamos a la poesía a través de nuestros sentimientos; y al cine a través de nuestro pensamiento o intelecto. Es difícil imaginar que alguien pueda contar una poesía pero es normal contarle a un amigo, por teléfono, una buena película. Pienso que si deseamos que el cine sea una forma de arte mayor es preciso asegurar la posibilidad de que no se lo entienda.
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Con el correr del tiempo disminuye mi atracción por muchas cosas, día tras día. Quiero decir que ya no siento el mismo grado de preocupación hacia mis hijos, que mi apetito por la comida es menos intenso, que el deseo de ver a mis amigos es menor. Lo que sustituyó todo eso y que se torna cada vez más fuerte, pese a que no me atrajera en mi primera juventud, o no lo percibiera, es el deseo de estar en la naturaleza, de contemplar el cielo, el otoño, las cuatro estaciones. Muchas veces declaré a mis amigos: “Eso es lo único que me hace temer a la muerte”. No el miedo a morir, sino la idea de perder la naturaleza que aún poseo, la posibilidad de contemplar el mundo. Porque el único amor que aumenta en intensidad cada día que pasa, mientras los demás amores pierden su fuerza, es el amor por la naturaleza. Por ese motivo mis próximas películas continuarán observando la naturaleza y de hecho sus temas constituirán un pretexto para que me encuentre otra vez en ella.
No me siento particularmente orgulloso de lo que realicé a lo largo de mi vida artística. Considero que el sentimiento de orgullo no se adapta a la condición humana. Tampoco me arrepiento de nada cuando recuerdo el pasado. Veo apenas una vida común. Tenemos, normalmente, la tendencia a lamentar las cosas que nunca hicimos. A veces, el tiempo parece tan cierto que nos lleva a pensar que no lo hay. Pero ese remordimiento tampoco me hace sufrir, porque estimo que siempre hice lo que quería. En cuanto al futuro, simplemente no tengo tiempo para pensar en él.
Notas
*Este texto es parte del libro Abbas Kiarostami, una poética de lo real, MALBA, 2006. Es un extracto de conversaciones del cineasta con Alberto Barbera y Elisa Resegotti en Kiarostami, Turín, Electra, 2003. A su vez, ha sido tomado de la edición digital de Página/12.