Narrativa
El arte de la invención: La historia como un relato de Jorge Luis Borges
No haber caído,
como otros de mi sangre,
en la batalla.
Ser en la vana noche
el que cuenta las sílabas.
El oro de los tigres, Jorge Luis Borges
Fracasar en la vida, fracasar en la infancia, fracasar como artista, fracasar en las relaciones con los otros, fracasar en el amor, etc. Detrás de aquel que decide contar su historia siempre se esconde una derrota, una desavenencia en cuya manifestación se ponen en duda las creencias y convenciones que sus contemporáneos aceptan sin más.
Y es que escribir nace sobre todo de un tipo de fracaso: el de no adaptarse al mundo ni a eso que llamamos realidad.
No es necesario ser demasiado observador para comprobar que los seres que se adaptan sin más son aquellos que poseen las creencias más sólidas y firmes, aquellos que jamás se están planteando preguntas acerca del sentido de las cosas o sobre sus significados ocultos. Actúan con seguridad, apoyados en esas firmes columnas que se llaman dogmas y que se imparten por medio de la familia, las clases sociales y las instituciones de educación. Adaptados al mundo, transitan seguros de que sus actos están justificados a priori.
Pero un escritor es todo lo opuesto a esto que estamos describiendo y al respecto, Borges es un ejemplo paradigmático, pues es el escéptico por excelencia. En cada una de sus obras se cuestionan esos pilares fundamentales, que funcionan como fórmulas ideológicas, en los que se apoyan los diversos discursos.
Sus ficciones, por ejemplo, están llenas de personajes ambiguos, de delatores que resultan mártires (‘Tres versiones de Judas’, por ejemplo), de valientes que resultan cobardes (‘La forma de la espada’, ‘Hombre de la esquina rosada’), de héroes que resultan traidores (‘Tema del traidor y del héroe’). A través de ellos, Borges desacredita la realidad establecida a cada momento, poniendo en duda no solo el estrato de lo perceptible gracias a nuestros sentidos, sino —sobre todo— esas realidades discursivas, teóricas o simbólicas que construyen cierto modo de pensar y de interpretar el mundo.
Precisamente por esto, este análisis mostrará cómo Jorge Luis Borges, por medio de un texto específico —‘Tema del traidor y del héroe’— critica, parodia y socava un tipo de discurso poderoso que, a través de los años, se ha investido de la pretensión de ser verdadero: el discurso histórico. Veremos, entonces, cómo el escritor argentino asume como absurda la pretensión de veracidad de la historia evidenciando el carácter heurístico e inventivo como esencial de esta.
La historia es un invento
En ‘Tema del traidor y el héroe’ se hace referencia a la ambigüedad del significado de la palabra historia. Esta ambigüedad, que en el inglés, por utilizarse dos términos distintos, se hace menos notoria (story-history), suele ser más confusa en nuestro idioma, pues usamos una misma palabra para los dos significados. Así, por medio del término historia hacemos tanto referencia a la estructura narrativa con la que ordenamos los datos (relato o cuento) como a la ciencia o disciplina que recoge los hechos del pasado y pretende presentarlos como verdaderos (supuesta veracidad de la ciencia histórica).
Pero es precisamente esta distancia u oposición a la que Borges critica, mostrando que los mundos de la invención (story) y los de la realidad empírica (history), que se suelen pensar como opuestos, interactúan en la construcción de lo real. Al respecto recordemos, pues resulta pertinente para nuestra explicación, el contraste que Martin Heidegger, el célebre filósofo alemán, realizó entre las categorías de lo real y la realidad, oponiendo entre ellas una distinción crucial.
Así, mientras la realidad sería todo aquello que a través de la historia el hombre ha podido mensurar y comprender (el mapa simbólico, conceptual y emocional, que el ser humano ha construido a lo largo de su evolución como especie), lo real sería, según el filósofo alemán, el hecho de que la condición humana esté más allá de ese mensurar y comprender (y de su posible explicación). Y será a esta condición de incertidumbre y de proyección, precisamente, a la que el pensador llamará lo real1.
Pues bien. Así mismo para Borges, el vértigo de lo real es asumido como la posibilidad de poner en duda muchas de esas creencias duras y viejas que sostienen nuestras vidas y con las que ocultamos nuestro miedo a existir. De este modo, en el caso específico al que nos referimos, para Borges ni la history estaría libre de “creación, acomodación de material (datos)” ni la story sería completamente invención-ficción, pues, a pesar de lo que los prejuicios impulsan a creer, estos mundos se funden e interseccionan en zonas esenciales.
Un argumento paródico
El ‘Tema del traidor y del héroe’ es un relato que pertenece al libro Ficciones, que Borges publicó en su integridad en 1944. El cuento está narrado en tercera persona y su protagonista se llama Ryan, un historiador irlandés, bisnieto de Fergus Kilpatrick (héroe nacional y prócer de la independencia de su país). Con motivo de la proximidad de la fecha del primer centenario de la muerte de su ilustre bisabuelo, quien fuera asesinado en circunstancias poco claras, Ryan se dedica a la redacción de una biografía del pretendido héroe que enaltezca su memoria y permita aclarar el misterio.
El narrador de la obra, una especie de Borges espectral, refiere que Kilpatrick habría muerto en 1824 y que, hasta el momento en el que nuestro protagonista empieza la redacción de su biografía, ningún historiador ha podido evidenciar las exactas circunstancias en que se produjo su deceso. Lo que sí se conoce, “según los libros de historia”, es que Kilpatrick fue un gran rebelde que bregó por la independencia irlandesa del enemigo inglés.
Es sugestivo y decisivo para la comprensión del relato reparar en un detalle fundamental: el estilo y el tono con los que Borges presenta su narración. El narrador se posesiona de un territorio y un tiempo específico: 1824, en los días que preceden a la independencia irlandesa. Sin embargo, con sorna y antes de dar inicio propiamente a la acción del cuento, el narrador advierte que el argumento que relata podría haber ocurrido “en un país oprimido y tenaz: Polonia, Irlanda, la República de Venecia, algún estado sudamericano o balcánico”.
Este gesto, este guiño al lector, tiene una función didáctica pero a la vez crítica: el escritor parecería estarnos invitando a su laboratorio —lo mismo que un alquimista— para mostrarnos cómo manipula los materiales y la manera en que selecciona o desecha tal o cual circunstancia, dato o personaje. Claro, en una especie de llamada de atención al modo de “no olvides que esto que escribo es un artificio, una ilusión y no la verdad que tanto añoras”.
Énfasis cínico, el autor nos muestra cómo está jugando con los infinitos materiales simbólicos de los que dispone, subcomunicándonos, a cada momento, que más importante que la veracidad de un testimonio es el modo en que los hechos se presentan y cómo a través de su estructuración (la de los relatos) estos hechos pueden convertirse en símbolos de algún aspecto de la condición humana. Algo así como: “Qué te hace suponer que lo que te quieren hacer pasar como verdad (creencias paternas, sociales, educativas) no sean sino meros inventos”.
Al parecer la incógnita que echa Borges a la vieja polémica que se da entre estos dos términos no es la de entender si la historia y la literatura son modos de inventar relatos (pues lo son sin duda) sino la de saber qué finalidades persiguen, qué intereses las separan o las unen. En este sentido, podríamos pensar, como lo hace Borges, que los relatos históricos de la época de independencia (y recordemos que las antiguas gestas poseían la función de exaltar las virtudes de los grandes reyes en el tiempo) tuvieron la finalidad principal de crear y construir una identidad nacional, y que, en el fondo, esta construcción de identidad será el resultado de “intereses” de diversa índole (entre ellos, obviamente, los de los distintos poderes políticos-discursivos que circulan en una estructura social).
En otras palabras, estos relatos históricos habrían servido como discursos para que alrededor de ellos se vayan construyendo “tradiciones” que —en la mayoría de los casos, tal como establece Eric Hobsbawm2—, se basan en un pasado adecuado. La historia no sería pues, para aquel (Borges), un relato inocente, libre de interpretación y adecuación en el que se deba creer objetivamente; y menos aún un relato “verdadero”.
Resulta necesario, en este punto, recordar cómo los relatos históricos relacionados con la independencia de los países latinoamericanos están cargados de esa aura epopéyica e idealizada que mistifica a personajes como José de San Martín y al propio Simón Bolívar. En el fondo, la estrategia simbólica que emplearon las élites políticas —que se apoyaron en el discurso histórico y estuvo representada por el Estado— buscó, por medio de la industria cultural de la época (sea esta incipiente o no), crear una maquinaria de producción de héroes.
Pero, antes de seguir con nuestras ideas, continuemos observando qué otros resultados nos trae el análisis del texto.
Así, se recordará que Ryan quiere desentrañar el enigma de la muerte de su ancestro, narrar la historia “verdadera” del héroe. Sin embargo, durante su investigación, el historiador irlandés detecta la existencia de cierto tipo de “coincidencias” en los relatos que consulta sobre el tema. Así, por ejemplo, se entera de que en el abrigo que llevaba el cadáver de su bisabuelo —según lee en uno de los periódicos de la época— se encontró una carta en la que se advertía a Kilpatrick de un posible atentado en su contra. Tal hecho es el motor que empieza a levantar sospechas en Ryan, pues recuerda que lo mismo le pasó a Julio César en la dramatización histórica que Shakespeare hace del acontecimiento.
Sin embargo, dos serán los sucesos que volverán inauditos e increíbles, en su mente, los relatos históricos sobre su bisabuelo. El primero, el hecho de haber leído en un texto que justo en la víspera de la muerte de Kilpatrick se incendió la torre circular de Kilgarvan, presagio (pues Kilpatrick nació en Kilgarvan) que le recuerda a otro pasaje del Julio César, pues, en la obra del inglés, Calpurnia, la mujer de César, “vio —antes de la muerte del general— una torre que le había decretado el Senado”.
El segundo, cuando Ryan descubre, en otro libro de historia, que las palabras que un mendigo le dijo a Kilpatrick pocas horas antes de su muerte son literalmente exactas a las que un personaje de Macbeth enuncia en la obra del mismo Shakespeare… Sin embargo, en el justo momento en que Ryan se halla aturdido por sus descubrimientos, una voz extraña —el narrador Borgiano— sentencia lo siguiente: “Que la historia hubiera copiado a la historia ya era suficientemente pasmoso; que la historia copie a la literatura es inconcebible…”3.
De este modo, el autor argentino nos sugiere —en tono de burla— algo que sorprende a los ojos del investigador escéptico: que a través del tiempo, ciertas estructuras narrativas (de lo que llamamos realidad) se repiten. Héroes y villanos; exitosos y perdedores; santos y mártires; sabios e ignorantes, etc., parecen no darse cuenta de que la supuesta libertad con la que construyen sus actos no es sino el resultado de fuerzas más grandes, de circunstancias que, aunque no tengan conciencia, los determinan en sus papeles respectivos.
Sin embargo, todos estos comentarios anteriores pueden comprenderse mejor si relatamos el desenlace de la obra. De esta forma —justo después de que acumulara todas esas pistas—, Ryan descubre a un personaje indispensable para sus investigaciones: Nolan.
Por medio de arduas indagaciones, se entera de que el que fuera el mejor amigo de Kilpatrick no solo había sido traductor de Shakespeare, y específicamente del Julio César, sino que escribió un artículo sobre los Festspiele de Suiza: “Vastas y errantes representaciones teatrales, que requieren miles de actores y que reiteran episodios históricos en las mismas ciudades y montañas donde ocurrieron”4.
Todos estos datos le permiten a Ryan darse cuenta de que ha sido Nolan el ingeniero de tan sorprendente farsa. Pero además averigua que su bisabuelo murió en un teatro —comprendiendo la irónica puesta en escena— y que en 1824 los rebeldes irlandeses, poco antes de la gran insurrección en contra de los ingleses, se reúnen para resolver algo decisivo: dar muerte a un intrigante. Ryan comprende pasmado que Kilpatrick, su bisabuelo, fue el traidor y que antes de firmar su propia sentencia de muerte imploró una sola cosa: “Que su castigo no perjudicara a la patria”.
Borges remata su relato (como sugiriéndonos que se puede ser todo menos ingenuo en la interpretación de la historia) con estas sugestivas palabras:
En la obra de Nolan, los pasajes imitados de Shakespeare son los menos dramáticos; Ryan sospecha que el autor los intercaló para que una persona, en el porvenir, diera con la verdad. Comprende que él también forma parte de la trama de Nolan…Al cabo de tenaces cavilaciones, resuelve silenciar el descubrimiento. Publica un libro dedicado a la gloria del héroe; también eso, tal vez, estaba previsto.
Notas
1. García Bacca, Juan David (1947). Nueve grandes filósofos contemporáneos y sus temas. Caracas: Imprenta Nacional, Ministerio de Educación Nacional de Venezuela.
2. Hobsbawm, Eric J. (2001). Historia Social, N°. 40, Inventando tradiciones.
3. Borges, Jorge Luis (2008). Tema del traidor y el héroe, Ficciones. Madrid: Alianza Editorial.
4. Ídem.