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Borges: La sombra de un desdichado

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Hay quienes sospechan que Jorge Luis Borges no fue una sola persona a lo largo de su vida, sino varias. Rasgo que le vendría muy bien a su literatura, en la que la figura del doble —ese otro que es a la vez uno mismo, o puede serlo— tuvo presencia frecuente. Como si un improbable y “verdadero” Borges no fuese más que una sucesión de evoluciones o reflejos, entre el joven tímido y balbuceante de sus inicios y el maduro conferencista de estudiada parsimonia y aguda ironía. O entre el escéptico de orígenes anarquistas y aquel otro que, en su vejez, estrechó la diestra de impresentables tiranuelos sudamericanos por el favor de una condecoración.

No faltan, tampoco, los que argumentan que la vida del escritor argentino se funde sin matices con su obra. Para estos, es imposible concebir una por fuera de la otra. Cada desengaño o alegría, cada viaje o reconocimiento, entonces, serían apenas excusas buscadas por el autor, para componer el relato mayor que rodee y abarque a sus libros. Para jugar también al gato y al ratón con amigos, familiares y lectores, sin dar nunca muchas pistas sobre el rol que le corresponde a cada quien. “En Borges, vida y literatura son lo mismo. Una amalgama imposible de separar, aunque para él la literatura está por encima de todo lo demás. Todos sus pasos de la vida fueron pasos literarios”, confirma uno de sus más rigurosos biógrafos, Alejandro Vaccaro.

Cuando murió, hace tres décadas exactas, Borges había sido todo aquello y algo más. Bastante más: “El artista argentino más importante, considerando todas las épocas y todas las artes”, enfatiza Vaccaro. Fue el eterno candidato al Nobel de Literatura que jamás ganó, convirtiéndose en un “campeón moral” muy al estilo de sus compatriotas, con quienes lo unía el espanto antes que el amor. Y también un hombre reservado que jugaba a perseguir el olvido, acaso para respetar un mandato paterno que no pudo cumplir: “Si uno quiere acordarse de algo, lo mejor es olvidarlo, porque cada recuerdo modifica ligeramente la materia que toca”. Quién sabe si en esta evocación antojadiza se asomará Borges o alguna sombra semejante a la suya.

Georgie’, del centro al suburbio

Jorge Francisco Isidoro Luis Borges nació en Buenos Aires el 24 de agosto de 1899, en un hogar de estirpe agroganadera por vía materna y paterna. Fue el primogénito del matrimonio de Leonor Acevedo y Jorge Guillermo Borges Haslam, abogado, traductor, profesor de psicología y fundamental influencia para el gusto de su hijo por la literatura. Por ese tiempo los Borges Acevedo residían en una casa en la calle Tucumán 840, pleno centro de la ciudad, perteneciente a la familia materna. Al cumplir el niño 2 años, ya con Norah —su hermana recién nacida—, se trasladaron a una casa en la calle Serrano, en el barrio de Palermo. Este resultó ser el lugar donde ‘Georgie’, como lo llamaban en confianza, garabateó sus primeras palabras y ensayó sus lecturas iniciales, siempre en inglés. Primero, oyendo las lecturas de su abuela paterna nacida en Staffordshire, Fanny Haslam Arnett de Borges. Y luego guiado por una institutriz inglesa de quien solo se conservó el apellido: Miss Tink.

Si bien Jorge y Norah se criaron en una familia sin mayores apremios económicos y en un ambiente superprotegido, el barrio de Palermo sería fuente principal de inspiración para el futuro escritor, sobre todo en sus primeros libros de poesía y en sus esporádicos acercamientos a la temática tanguera. “El Palermo de aquellos tiempos estaba en los corroídos bordes norteños de la ciudad, y yo recuerdo que mucha gente, acaso avergonzada de vivir allí, decía de una manera imprecisa que habitaba en el Norte. No era un barrio de mala gente, sino más bien un barrio de gente de disminuida estirpe. Pero claro, sin duda lo que le dio mala fama fueron los rufianes y los compadritos, famosos por sus peleas con cuchillo”, evocaría Borges en su madurez.

En esos días ‘Georgie’ era un niño tímido, sumamente reservado —características que, con ligeros cambios, mantendría por el resto de su vida—, quien ni bien aprendió a leer ocupaba la mayor parte de sus horas en esa actividad que consideraba un verdadero placer. Así se trasladaba a mundos remotos y protagonizaba, imaginaria pero intensamente, innumerables aventuras fantásticas. Ya adulto, comentó que las primeras novelas que había leído fueron Huckleberry Finn, de Mark Twain, y una traducción inglesa de Don Quijote de la Mancha; un poco después de ellas, aún niño, conoció parte de la obra de Edgar Allan Poe, Robert Louis Stevenson, Charles Dickens y clásicos de la literatura argentina como el Martín Fierro, de José Hernández.

A decir verdad, muchos años más tarde, su amiga, la escritora argentina Vlady Kociancich, confesó que la lectura de Huckleberry Finn fue una de las típicas humoradas de Borges: en el camino hacia una entrevista periodística, ante la imposibilidad de recordar la primera novela que leyó, le consultó a Kociancich por la suya: Tom Sawyer, respondió la autora. “Qué pena —fue la réplica inmediata de Borges— no es una buena novela, sí lo es Huckleberry Finn”. Y tanto se compenetró con su “mascarada”, que consignó el título de esa obra en su propia autobiografía.

Pero aunque observaba maravillado, tras las rejas de su casa, la nueva vida suburbial que lo rodeaba, recién a los 8 años comenzó a asistir a la escuela del barrio: sus padres tenían temor de exponerlo, en su primera infancia, a enfermedades contagiosas como la tuberculosis. Así salió de la “burbuja” familiar y se topó con otros niños, que lo hicieron objeto de burla por su vestimenta formal y elegante, sus lentes y su curiosa manera de pronunciar el castellano. Aquellos compañeros estaban muy lejos de compartir sus gustos y su vocación de escritor, descubierta un tiempo atrás: “A los seis años —y remedando el castellano antiguo— escribió su primer relato, titulado La visera fatal”, anota Luis Benítez en su ensayo Borges, la tiniebla y la gloria. Como suele ocurrir, ese texto iniciático desapareció sin dejar rastros, tal vez a manos de su propio autor.

Poco después, en 1909, el desaparecido diario El País de Buenos Aires publicó una traducción suya de El príncipe feliz, de Oscar Wilde. La influencia de un familiar paterno, Álvaro Melián Lafinur, resultó clave para ello. Pero el nivel de ese trabajo infantil fue tal que muchos lectores no creían la edad del responsable: eso constituyó un importante estímulo para él, que seguiría leyendo con avidez, escribiendo, aprendiendo y forjando un estilo propio.

La experiencia europea

En 1914 los Borges en pleno —y la abuela materna— deciden dirigirse a Europa, principalmente por razones de salud paternas. Jorge Guillermo había comenzado a padecer los efectos de una enfermedad degenerativa que, entre los suyos, pasaba de una generación a otra junto con la fortuna familiar: la ceguera por glaucoma. En la tierra de sus ancestros esperaba hallar, si no la cura definitiva, al menos una forma de detener por un tiempo el avance de su mal. Luego de un periplo que los llevó de Argentina a Portugal, de allí a Francia y finalmente a Italia, el estallido de la Primera Guerra Mundial los forzó a fijar residencia en Ginebra, al amparo de la neutralidad suiza.

A nivel formativo, para Jorge Luis y Norah el cambio fue radical. Los hermanos pronto comenzaron a recibir clases particulares de francés y a estar en contacto con las vanguardias del Viejo Mundo. El entorno del colegio Jean Calvin —donde ‘Georgie’ cursó el bachillerato—, era muy distinto al de la escuela de Palermo: sus compañeros, muchos de ellos también extranjeros, no se burlaban de él y sí, en cambio, apreciaban su devoción por los libros. Velozmente aprendió el idioma y comenzó a leer con gran fruición a Émile Zola, Victor Hugo, Guy de Maupassant, Gustav Flaubert y otros clásicos de la literatura francesa; sin descuidar, claro, obras de los argentinos Hilario Ascasubi, Leopoldo Lugones y Evaristo Carriego que había llevado consigo.

En esa época también lo conmovió especialmente la figura del estadounidense Walt Whitman, quien reveló a Borges una nueva manera de ver el mundo y entender la belleza. Y sumada a ello, la tentación de apreciar la obra del poeta Heinrich Heine en su idioma original llevó a Borges a aprender alemán de forma autodidacta. Lo consiguió apoyado en un diccionario bilingüe inglés-alemán, así como en su tenacidad e inteligencia. De esta combinación de múltiples influencias surgieron sus primeros intentos poéticos, mayormente bajo la forma de sonetos escritos en francés e inglés.

Lejos de las aulas y los libros, la etapa en Berna marcó además un primer acercamiento del futuro escritor al universo femenino y de las pasiones humanas. A tono con el mandato machista de la época, un día a su padre se le ocurrió llevarlo a uno de los prostíbulos de la Place du Bourg-de-Four. “Borges tendría 16 o 17 años y observó que su padre le hablaba con mucha familiaridad a las mujeres del lugar —evoca el biógrafo Alejandro Vaccaro—. Tímido y reflexivo como era, él pensó que se iba a acostar con la amante de su padre, o algo por el estilo, y eso frustró la posibilidad de una relación”. Acaso signados por esa perturbadora experiencia, sus futuros intentos de relacionarse con las mujeres no serían mucho más afortunados.

Desde 1919, y por espacio de 2 años, la familia inició un peregrinaje por distintas ciudades en las que residieron por poco tiempo: la suiza Lugano y las españolas Palma de Mallorca, Sevilla, Madrid y Barcelona. El final de la guerra, la generosa pensión que cobraba el padre y el dinero que puntualmente recibían por el alquiler de la casa de Palermo fueron factores que permitieron a los Borges vivir un par de temporadas de un modo algo nómade y sin mayores preocupaciones. En varias de las ciudades en las que residieron, el inquieto Jorge colaboró con textos sueltos en diversas revistas literarias, además de escribir y destruir dos libros. El primero de ellos, Los salmos rojos, estaba —tomando en cuenta su ferviente anticomunismo posterior— sorpresivamente dedicado a la Revolución rusa, aunque Borges no lo descartó por razones ideológicas sino por considerar que los poemas que contenía “eran malísimos”. El segundo era un ensayo político-literario anarquista, de tono pacifista, llamado Los naipes del tahúr.

Tal vez lo más significativo de ese período sea el encuentro del joven Borges con el escritor sevillano Rafael Cansinos-Assens, referente ineludible del ultraísmo a quien siempre consideraría uno de sus maestros. Fascinado por la medida y precisa escritura de esa escuela, que buscaba despojarse de todo lujo superfluo a excepción de ciertas metáforas imprescindibles, Borges no solo abrazaría con entusiasmo su causa, sino que pronto la llevaría en su maleta de novedades hasta el otro lado del Atlántico.

Regreso a las raíces

Luego de 7 años, la familia Borges regresa a Argentina. Sin perder del todo su profunda timidez, el ‘Georgie’ que se reencuentra con Buenos Aires en plena juventud es distinto al que había partido: se moviliza, hace amistades, funda revistas literarias (mural Prisma y Proa, ambas de tendencia ultraísta) y empieza a escribir artículos para el diario La Prensa y para otras publicaciones. La experiencia europea, sin lugar a dudas, le dio una mayor confianza y una visión del mundo más acabada. Sin embargo, en 1923 aparece Fervor de Buenos Aires, su primer poemario, que poco tenía que ver con el vanguardismo literario apreciado en el Viejo Mundo: sus temas eran los malevos, los arrabales y los cuchillos que aún dominaban la geografía de muchos barrios porteños. Se hizo una edición de apenas 300 ejemplares, sin numeración de página ni índice, financiada por su padre y con la tapa ilustrada con un grabado de su hermana Norah. De esa publicación quedó además una de las tantas anécdotas con el típico sello borgeano. Él creyó que la mejor forma de difundir su obra era regalarla. Una tarde, llegó a la revista literaria Nosotros con cincuenta libros bajo el brazo. Alfredo Bianchi, uno de los directores, le preguntó azorado: “¿Esperás que venda todos estos ejemplares?”. “No —respondió Borges—, aunque escribí este libro no estoy loco. Pensé que podía pedirle que los metiera en los bolsillos de esos sobretodos que están allí colgados”. Un año después, al regresar de otro viaje por Europa, Borges descubrió que algunos de los propietarios de aquellos sobretodos habían leído sus poemas e, incluso, escrito acerca de ellos.

El nuevo recorrido por el Viejo Continente —forzado una vez más por la mala salud visual de su padre— incluyó escalas en Londres, París, Madrid, Mallorca, Sevilla y Granada. Pero además significó una frustración sentimental para ‘Georgie’, quien debió abandonar un incipiente romance con una jovencita llamada Concepción Guerrero. Aunque los padres de ella se oponían a la relación, ambos solían encontrarse a escondidas y Borges hasta le dedicó el poema ‘Sábados’, de Fervor de Buenos Aires: “En la sala severa/ se buscan como ciegos nuestras dos soledades./ Sobrevive a la tarde/ la blancura gloriosa de tu carne./ En nuestro amor hay una pena/ que se parece al alma”, escribe, con algo de fatalismo o clarividencia, sobre ese amor juvenil y de la ceguera.

Al año siguiente, reinstalado en Buenos Aires vuelve a fundar, junto con Ricardo Güiraldes y Alfredo Brandán Caraffa, la revista Proa; como muchas figuras literarias del Río de la Plata (Domingo F. Sarmiento, Roberto J. Payró, José Hernández, Roberto Arlt, Horacio Quiroga y Juan Carlos Onetti, entre otros), sus primeros pasos se hallan muy ligados al periodismo.

En 1925 aparece Luna de enfrente, su segundo poemario, también influenciado por la corriente criollista. Antes de finalizar ese año, además, publica Inquisiciones, su primer libro de ensayos, al que pronto seguirán El tamaño de mi esperanza (1926, dedicado también a Concepción Guerrero) y El idioma de los argentinos (1928). Por este último trabajo, muy valorado por sus pares y por la crítica desde el inicio, pronto le acercaron una propuesta que lo aterrorizó: convertir el ensayo El idioma de los argentinos en una conferencia, para ofrecerla al público en la sede del diario La Prensa. Obligado por las circunstancias, cumplió la primera parte del encargo. Para la segunda, se excusó por su escasa visión —que ya daba señales del mal hereditario familiar— y logró que otro escritor leyera, ante el colmado auditorio y con él sudando tras bambalinas, el documento que había preparado.

Sus obras de esa primera época evidencian no obstante un estilo algo barroco, “arcaizante”, según algunos críticos, en el que abunda el uso de argentinismos: “Yo empecé siendo barroco porque yo escribía, como toda mi generación, bajo el influjo de Leopoldo Lugones que era barroco”, admitió en diálogo con el poeta colombiano Harold Alvarado Tenorio. Poco a poco fue sorteando ese pecado de juventud y depurando su lenguaje, hasta arribar a una suerte de escritura universal. El argentino Macedonio Fernández y el mexicano Alfonso Reyes (por entonces embajador en Argentina) serán dos influencias notorias para esta mutación, que recién se hará efectiva después de la publicación del poemario Cuaderno San Martín (1929) y del ensayo biográfico Evaristo Carriego (1930).

Sur fantástico

La amistad con Victoria Ocampo, y después con Adolfo Bioy Casares, será otro aporte fundamental para superar esos ‘rasgos localistas’ tan presentes en sus primeras obras. En 1931, Ocampo fundó la revista Sur. Esta publicación, en la que Borges colaboraba asiduamente, agrupó a plumas destacadas de América y Europa, como José Ortega y Gasset, Waldo Frank, Eduardo Mallea, Oliverio Girondo y María Rosa Oliver. Sus páginas reflejaban los gustos europeos de su creadora y llegaría a ser un hito en la cultura argentina. Lentamente, el autor de Fervor de Buenos Aires empezaría a perder su fascinación por los arrabales, los malevos y el lunfardo (argot porteño).

Así, el ensayo Discusión (1932) abre una nueva brecha: nace el autor erudito, ingenioso y con una perspectiva más amplia, rasgos que se refuerzan con Historia Universal de la infamia (1935), libro que mezcla hechos auténticos e imaginarios. En desentrañar estos dos mundos radicaba la tarea del autor, que consistía en lograr que lo real pareciera ficticio y viceversa. Doce años después de su primera publicación (y ya con ocho libros editados), Borges arriesga en un nuevo campo: el cuento.

Como escritor pensé durante años que el cuento estaba más allá de mis posibilidades, y no fue sino tras una larga y sinuosa serie de tímidos ensayos en narrativa que me decidí a escribir cuentos... El verdadero comienzo de mi carrera de escritor se sitúa en la serie de bosquejos titulada Historia Universal de la infamia... Supongo ahora que el valor secreto de aquellos bosquejos —además del placer sutil de escribirlos— residía en el hecho de constituir ejercicios narrativos”, confesó alguna vez. No obstante, varios de los cuentos de este volumen —como el imprescindible Hombre de la esquina rosada— aparecieron originalmente en diarios y publicaciones periódicas.

Algunos de sus biógrafos comentan que por esa época (en la que publicó un nuevo ensayo llamado Historia de la eternidad y comenzó además a colaborar como crítico literario en la revista El Hogar) rondó en él la idea del suicidio. La muerte de dos personas muy queridas —su abuela y su padre— lo sumió en largos períodos de depresión. Ya sin la sobreprotección paterna, Borges debió además tomar otras responsabilidades: empezó a trabajar en la Biblioteca Municipal Miguel Cané, que por ser muy poco concurrida le dejaba tiempo para ejercitar su pasión por la lectura y la escritura. Pero al mismo tiempo lo mantenía sumido en una molesta y tediosa rutina que lo agobiaba.

En vísperas de la Navidad de 1938, un accidente le hizo pasar más de un mes internado y con riesgo cierto de muerte. Al subir una escalera mal iluminada no vio la hoja de una ventana abierta que atravesaba el camino: al golpearlo con su cabeza, el cristal se quebró y los fragmentos incrustados le provocaron una profunda herida. Mal desinfectado, el corte derivó en una septicemia con fiebre muy alta y delirios, por lo cual fue necesario operarlo de urgencia. Hasta sufrió la pérdida momentánea del habla. “Esta es otra muestra de que Borges ha privilegiado la literatura por encima de su propia vida —argumenta Vaccaro—: cuando se despierta después de 15 días, él siente temor de no poder volver a escribir, no de perder su vida física; siente temor de perder su vida intelectual o creadora. Y ahí es donde prueba algo distinto y escribe Pierre Menard, autor del Quijote que es, para mí, la piedra fundacional de su voz narrativa”.

Leonor Acevedo, madre de Borges, aseguró que ese accidente impulsó a su hijo a escribir relatos fantásticos como el que menciona Vaccaro. Varios de ellos formaron El jardín de los senderos que se bifurcan (1941), que según muchos estudiosos es uno de los puntos más altos de su obra. En tanto, Borges seguía publicando en Sur y estrechando relaciones con Bioy Casares, con quien formaría una prolífica sociedad creativa estimulada por el afecto mutuo, colaboración que había nacido de un modo bastante insólito: la redacción a cuatro manos de un folleto que ponderaba las virtudes del yogurt, por encargo de la firma La Martona. Luego seguirían, entre otros, los libros de cuentos Seis problemas para don Isidro Parodi, Dos fantasías memorables y Crónicas de Bustos Domecq; o la novela Un modelo para la muerte.

Agravios, desagravios y ostracismo

Pese a la publicación de varios de sus libros fundamentales, la década naciente sería poco alentadora para Jorge Luis Borges. En 1942 no fue considerado por el Premio Nacional de Literatura, entre cuyos candidatos mayores no figuró su magistral El jardín de los senderos que se bifurcan: el primer puesto fue para Cancha larga, novela de Eduardo Acevedo Díaz (h.) que muy poca gente recuerda. Tras este episodio, y con 21 firmas ilustres, Sur publicó una edición especial titulada Desagravio a Borges, por considerar que el jurado lo había tratado con desdén.

Unos años después salieron al mercado Ficciones y Artificios (ambos en 1944), libros que tendrían muy buena acogida del público y la crítica. En el segundo se incluyen otros dos relatos ejemplares del estilo borgeano: Funes el memorioso y El sur, en los que el autor se permite describir en detalle la prolongada internación que había atravesado a fines de 1938. La suma de estas publicaciones aumentó su prestigio, y el apoyo recibido de sus pares acabó por torcerle el brazo a la academia: en 1944 se instauró —quizás como consuelo por lo sucedido dos años antes— el Premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE), que le fue otorgado en esa primera edición.

Los avatares políticos de inicios de los cuarenta culminan con la victoria en las urnas de Juan Domingo Perón. Además de obtener 300 mil votos más que sus opositores, el nuevo presidente cuenta con la adhesión de la mayoría de los gobiernos provinciales, la casi unanimidad del Senado y dos tercios de la Cámara de Diputados. Como muchos miembros de familias tradicionales, Borges ve con desconfianza el ascenso al poder del líder que cautiva a las masas desposeídas: “Siempre descreí del mito grasa del hada rubia y el primer trabajador”, dijo alguna vez. Su antiperonismo le costará caro en esa nueva Argentina.

Apenas asumido, en 1946, el gobierno peronista humilló a Borges al removerlo de su cargo en la Biblioteca Municipal, otorgándole un ‘ascenso’ a inspector de aves y conejos. Desde luego, su renuncia no se hizo esperar. Como tampoco demoró la organización de un nuevo desagravio a Borges, esta vez a cargo de la minoría culta de Buenos Aires. El homenaje tomó la forma de un banquete con innumerables discursos, incluyendo el pronunciado por el escritor comunista Leonidas Barletta, quien se manifestó contra toda dictadura. Pero este episodio suscitó un escaso eco en la “prensa peronista” o “prudente” de la época. Dentro de su país, y a pesar de su ya prolífica obra, Borges seguía siendo muy poco conocido más allá de los reducidos círculos intelectuales.

A fines de 1946, junto con su madre, se trasladó a un edificio céntrico en la calle Maipú. En este departamento surgieron la mayor parte de las narraciones incluidas en El Aleph (1949) —talvez su obra más difundida— y el ensayo Otras inquisiciones (1951). Perdidos los ingresos estables que le aseguraba su trabajo como empleado público, la necesidad lo llevó a superar sus temores e iniciar una prolongada actividad como conferencista y docente. En esos años dictó varios cursos de literatura británica en distintas instituciones privadas.

Los años del gobierno de Perón, está claro, fueron para él un período oscuro en muchos sentidos. Hasta sus ojos comenzaron a dar muestras de que la luz en ellos pronto sería un recuerdo, a causa del mismo mal que había cegado a su padre. Ni siquiera el paulatino respeto de sus pares, que lo eligieron presidente de la SADE en 1950, llegaría a ser una alegría completa: apenas tres años más tarde, por negarse a colgar un retrato del líder del régimen en su despacho, se vio obligado a abandonar también ese cargo.

Entre los contados resplandores de esta etapa sombría pueden destacarse la traducción al francés de El Aleph; el comienzo de la edición de sus obras completas; la aparición de su ensayo sobre el Martín Fierro y el estreno del filme Días de odio, de Leopoldo Torre Nilsson, basado en su cuento Emma Zunz. Su vinculación con el periodismo cultural argentino inició un período de singular relevancia desde mediados de los cuarenta, cuando asumió la dirección de la revista Los Anales de Buenos Aires, inspirada en los Annales de l’Université de Paris. Allí Borges publicó algunos de los textos preliminares de El Aleph (como el famoso El Zahir) y de Otras inquisiciones.

Unos caen, otros se levantan

En 1955, las tensiones se agudizan más que nunca en Argentina. Se percibe un gran malestar en diversos sectores del gobierno, de la oposición, de la iglesia y de la sociedad en general. En junio, aviones de la marina atacan la casa Rosada con la intención confesa de matar al presidente. No logran su cometido (aunque el bombardeo provoca centenares de muertos y heridos), pero el gobierno de Perón comienza a tambalear. Pocos meses después, el presidente renuncia y una nueva dictadura militar, encabezada por el general Eduardo Lonardi, asume en su lugar. Borges, feliz ante el derrumbe del gobierno que lo había sumido en el ostracismo, estaba dispuesto a aplaudir a cualquier régimen que sustituyese al “innombrable”, como llamaba a Perón. No parece importarle demasiado la intensificación del autoritarismo y la represión que encarnan las nuevas autoridades.

De todos modos, como si tal cosa fuese posible, tiempo atrás el escritor había decidido no opinar ni involucrarse más en cuestiones políticas. Esa falta de compromiso, su antipatía por las ideas de izquierda, su anticomunismo (casi tan fuerte como su antiperonismo) y su deliberado desinterés le valieron duras críticas por parte de numerosos intelectuales progresistas como Julio Cortázar y Ernesto Sábato, por mencionar sólo dos ejemplos notables. Tras el triunfo en 1959 de la Revolución Cubana, que Borges no vio con buenos ojos, esas diferencias se hicieron aún más evidentes.

El caso es que, de manera bastante lógica, tras la caída del peronismo, su situación personal cambió radicalmente. En rápida sucesión fue designado director de la Biblioteca Nacional, miembro de número de la Academia Argentina de Letras y recibió doctorados honoris causa en las universidades de Cuyo y de Buenos Aires, además del Premio Nacional de Literatura 1956. Todos los honores negados o postergados se volvieron realidad. Hasta la Universidad de Buenos Aires, antes vedada, lo convocó como docente: su cátedra de literatura inglesa, en la Facultad de Filosofía y Letras, sería una constante en las décadas siguientes. Según relata Luis Benítez, sus alumnos siempre le tuvieron un gran afecto y lo llamaban “Cuatrito”, a causa de su decisión de no poner aplazos por considerar “que el sistema de notas y exámenes no implicaba que alguien aprendiera o no”.

Para entonces ya casi estaba ciego por completo, a pesar de haberse sometido a ocho operaciones en busca de conservar la visión. Sin embargo, esas sombras contrastaban con las luces que lo enfocaban cada vez más: la aparición de varios libros y ensayos que otros escritores le dedicaron a su obra, era una clara señal de los prósperos tiempos que se avecinaban. La obtención del prestigioso premio Formentor 1961 (establecido por seis importantes editoriales de Francia, Italia, Gran Bretaña, Estados Unidos, España y Alemania Occidental) aumentó su fama en el exterior, generó traducciones, reediciones y una demorada repercusión en la prensa rioplatense, que hasta ese momento le había prestado una atención insuficiente.

Reputación internacional

El despertar de la década del sesenta lo encuentra dedicado al estudio de las antiguas lenguas románicas y sajonas. Publica El hacedor, libro que afianza su reputación literaria, y en el que se muestra menos hermético, más accesible. En esos años también es distinguido por el gobierno francés con la orden de las Letras y las Artes, y con el Gran Premio del Fondo Nacional de las Artes en Argentina. Desde 1961, cuando la SADE promueve su postulación por primera vez, la candidatura de Borges para el Premio Nobel de Literatura comienza a ser tenida en cuenta.

Durante esos años, Borges cumplió con una nutrida agenda y viajó mucho dictando conferencias en diversos países de América y Europa. En 1965, en colaboración con María Esther Vázquez, publicó Literaturas germánicas medievales y una Introducción a la literatura inglesa. Ese mismo año también editó un libro con letras de milongas titulado Para las seis cuerdas. Su relación con la temática tanguera tuvo siempre el sello de la ambigüedad: cuestionaba al género por su “raíz infame” —nació en los suburbios prostibularios de Buenos Aires— pero, puesto a elegir, prefería la picardía arrabalera de la milonga al meloso romanticismo del tango-canción.

Una recordada anécdota, con típico sello borgeano, se suscitó cuando Jorge Luis y su madre llegaron a la casa del bandoneonista y compositor Astor Piazzolla, quien había musicalizado varios de los poemas publicados en Para las seis cuerdas. Antes de la grabación en estudio, el músico quiso mostrar lo compuesto a Borges. Le pidió entonces a su mujer, Dedé Wolff, que cantara informalmente las canciones que grabaría Edmundo Rivero en el disco. Piazzolla encendió el grabador con las pistas. Pasaron ‘Jacinto Chiclana’, ‘A Don Nicanor Paredes’, ‘El títere’… El autor dejó caer algunas lágrimas. “¿Qué le parece?”, consultó Astor. “Está muy bien. Muy bien...”, respondió Borges todavía emocionado. Días más tarde, la placa estuvo lista. Borges fue invitado, nuevamente, a escuchar el resultado final. Aferrado a su bastón, siguió con atención la música; permaneció en silencio. “¿Y, Borges...? —preguntó Astor, inquieto— ¿Qué le parece...?, ¿le gusta? Diga algo”. “Bueno, sí… —admitió al fin el escritor— Pero, la verdad, me gustaba más como cantaba la chica”.

Superado el recodo de los 60 años, Jorge Luis aún era soltero y vivía con su madre. Si bien había estado enamorado más de una vez, sus amores no habían sido correspondidos. Aunque probablemente eso no lo haya torturado demasiado, porque la literatura le importaba más: “Este hombre tuvo la fortuna de que una mujer lo abandonara”, sostuvo sobre algunos sonetos de su admirado Enrique Banchs, inspirados en un desengaño sentimental. Luego de tener acercamientos y posteriores frustraciones con algunas mujeres, se reencontró con un amor de juventud, Elsa Astete Millán, quien había enviudado poco antes. Con ella, finalmente, se casó en 1967.

El matrimonio no le deparó la felicidad que esperaba: su absorbente relación con Leonor Acevedo —la pareja, para disgusto de la novia, compartía el techo con ella— y la falta de luces intelectuales de su primera esposa, desbarataron pronto la relación. Descontento, en 1968 cayó en una severa depresión y atravesó una fuerte crisis creativa. Bioy Casares y Norman Di Giovanni (traductor de su obra al inglés) fueron dos de las personas que más lo apoyaron en aquel trance. En parte, eso sirvió para que volviera a publicar: en 1969 aparecieron dos libros de poesía (Elogio de la sombra y El otro, el mismo) y un año más tarde, El informe de Brodie, un nuevo libro de cuentos, en el que retomó la temática de los arrabales de Buenos Aires. Poco tiempo después, se separó de Astete Millán.

Razones dudosas para un “no”

A esa altura, Jorge Luis Borges había adquirido un gran prestigio dentro y fuera de las fronteras argentinas. En 1970 las Éditions du Seuil de París publicaron Borges par lui même, un trabajo del crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal, que incluyó textos de Borges poco difundidos. Cuatros años más tarde la editorial Emecé inició en Buenos Aires la publicación de las Obras completas de Borges con un primer tomo lujoso de 1.160 páginas. Para su edición de 1977, la Enciclopedia Británica asignó también a Rodríguez Monegal la tarea de cubrir la personalidad de Borges, y así el especialista uruguayo produjo en dos columnas un excelente resumen informativo y una precisa evaluación del escritor. Su figura, en el mundo literario, tenía por entonces un gran peso que solo se incrementaba con el correr de los años.

Con más fuerza que nunca, su nombre se hizo sinónimo de candidatura para el Premio Nobel que nunca obtuvo, mientras que sí fueron galardonados otros autores menos relevantes o pronto olvidados. Sin tener una certeza absoluta, no son pocos los que atribuyeron esa negativa del Nobel a discrepancias suecas por algunas de sus posturas políticas. Más aún en esos momentos, en los que prevalecían dos potencias antagónicas como la Unión Soviética y los Estados Unidos, el autor de El Aleph fue reiteradamente acusado de anticomunista visceral y de colaboracionismo con las dictaduras latinoamericanas. “Borges era un genio literario y un imbécil político”, fue la cruda definición del mexicano Carlos Fuentes en aquellos días.

Señalado por aceptar en Chile una condecoración durante el gobierno de Augusto Pinochet, y por su tolerancia con el régimen militar de Jorge Videla en Argentina, Borges fue incluso acusado de adherir a la Masacre de Tlatelolco en 1968. Tiempo después revisaría levemente su distanciamiento cómplice en todas estas cuestiones, cuando firmó junto con otros intelectuales una solicitada crítica por los desaparecidos, publicada por el diario Clarín de su país. Pero en tiempos de letras comprometidas políticamente, él subrayó una y otra vez su escepticismo acerca de esa unión, con escasas excepciones: “Hay ejemplos a los cuales yo recurro siempre. Yo descreo de la democracia, pero quizá, sin duda la democracia le sirvió a Whitman para ejecutar su obra; yo descreo de la fe católica, pero sin ella no tendríamos la Divina Comedia; yo descreo del comunismo, pero fue útil para los fines de Pablo Neruda… Quiero decir que cualquier idea puede ser un buen estímulo, aunque sea una idea equivocada”, razonó.

Puesta a analizar la eterna negativa de concederle ese galardón, Sun Axelsson, traductora de Borges al sueco, aseguró que “varias veces estuvo a punto de obtenerlo pero sus declaraciones ‘difíciles’ como felicitar a Pinochet, o aludir a su ‘amigo Franco’ no fueron bien recibidas por los miembros del Jurado. En ese momento, pienso, se actuó como la conciencia mundial de tipo político, sin entender la verdadera personalidad borgeana que utilizaba habitualmente el humor como forma de provocación. Existe un reglamento del premio que establece que éste debe ser otorgado a una persona que defienda valores humanistas. En el caso de Neruda, la demora en dárselo estuvo en sus posturas frente al stalinismo. Lo mismo pasó con Cortázar y Borges. La risa siempre es peligrosa para la gente que se toma las cosas muy en serio”.

En cambio, Alejandro Vaccaro descree del componente político como explicación de este tema, al que agrega un dato de color poco conocido: “Borges fue candidato al Nobel durante 25 años, desde 1961 hasta que murió. Sus mentados temas políticos —los elogios a Videla y Pinochet— son de 1976. Su antiperonismo no alcanzaba para que la Academia Sueca se fijara en él: el peronismo era importante, pero no tanto. Lo que sí tuvo fue un enfrentamiento con uno de los secretarios de la Academia, Arthur Ludwig, por mofarse irónicamente de su obra literaria”, arriesga el investigador. Aunque la certeza absoluta no existe y, en este punto, ya poco importa.

Una sombra errante

La estabilidad y cierta tranquilidad que el escritor había conseguido tener en su país, se quebraron cuando Perón regresó a Argentina tras 18 años de ausencia forzada. De inmediato, Borges renunció a su cargo de Director de la Biblioteca Nacional. Sus problemas se intensificaron, lógicamente, cuando el viejo líder volvió a ser elegido presidente. No ahorró críticas contra el mandatario y su nueva esposa, María Estela Martínez, quien ocupaba la vicepresidencia y a partir de 1974 sería su sucesora. Borges y su madre (quien fallecería al año siguiente) recibieron amenazas de muerte. La situación no era nada cómoda y, sin fijar su residencia en el exterior, multiplicó sus viajes por el mundo dictando conferencias o como simple turista. Errante y siempre con la inseparable compañía de María Kodama, 45 años menor que él, a la que había conocido cuando niña en 1958.

Tal vez a su pesar, su imagen se vuelve cada vez más “popular” a través de los medios masivos: aparece en reportajes televisivos, lo entrevistan (con fotos en tapa) en las revistas de gran tiraje y sus opiniones son constantemente requeridas por los diarios. Sus narraciones de la primera mitad de la década del setenta aparecen en El oro de los tigres (que también contenía algunos poemas, 1972) y en El libro de la arena (1975), que incluye el cuento ‘Ulrica’, única historia de amor que Borges escribió en su vida. A partir de 1975 solamente publica poesía: La rosa profunda (1975), La moneda de hierro (1976), Historia de la noche (1977), La cifra (1981) y Los conjurados (1985), que fue su último libro. En 1980, en tanto, obtuvo el Premio Cervantes, compartido con el escritor Gerardo Diego.

Como de costumbre, cuando ya llevaba largo tiempo en el terreno de la vejez, le preguntaban una y otra vez sobre la muerte. El respondía que no creía en la inmortalidad del alma. Que prefería terminar con todo, incluso con Borges, quienquiera que fuese. Pero cierta vez contestó: “Ante cualquier desgracia pienso que aún me queda por vivir una experiencia nueva: la muerte. Algo que —al menos en mi caso— aún no sobrevino. Se abre una vida nueva. O no hay nada, lo cual también es nuevo”. La muerte, finalmente, lo convidó a su fría mesa casi dos meses después de su matrimonio con María Kodama. El 14 de junio de 1986, en Ginebra, Borges comenzó a vivir esa nueva experiencia. Y no puede asegurarse que haya partido satisfecho:

He cometido el peor de los pecados

que un hombre puede cometer. No he sido

feliz. Que los glaciares del olvido

me arrastren y me pierdan, despiadados.

Mis padres me engendraron para el juego

arriesgado y hermoso de la vida,

para la tierra, el agua, el aire, el fuego.

Los defraudé. No fui feliz. Cumplida

no fue su joven voluntad. Mi mente

se aplicó a las simétricas porfías

del arte, que entreteje naderías.

Me legaron valor. No fui valiente.

No me abandona. Siempre está a mi lado

la sombra de haber sido un desdichado.

Bibliografía

El lector de... Jorge Luis Borges. Arturo Marcelo Pascual

Jorge Luis Borges: una biografía literaria. Emir Rodríguez Monegal.

El humor de Borges. Roberto Alifano.

Borges, La tiniebla y la gloria. Luis Benítez.

Jorge Luis Borges ante la condición humana. Teresa Alfieri.

El premio nacional de 1942: Batallas por el canon. María del Carmen Marengo.

Conversando con Jorge Luis Borges. Harold Alvarado Tenorio (La Prensa, Bogotá, 22 de enero de 1992).

Archivos de medios periodísticos argentinos y uruguayos.

Testimonios de Alejandro Vaccaro (biógrafo de Jorge Luis Borges). Entrevista del autor.

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