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Dylan en el cine: «Dale un cigarrillo al anarquista»

Cate Blanchet interpretando a Bob Dylan en I'm Not There
Cate Blanchet interpretando a Bob Dylan en I'm Not There
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Ni el extenso documental dirigido por el mismísimo Martin Scorsese, No Direction Home (2005), ni el filme inspirado en el Dylan de los años sesenta, I’m Not There (2007), logran evocar-recordar-encarnar con tanto acierto la energía y el carisma del cantautor de Blood on the Tracks como lo consigue el documental filmado en 1965 que protagoniza el propio Bob Dylan. Su título: Don’t Look Back.

No se trata de un asunto de veracidad o del registro de la realidad asociado al estatuto mismo de lo que llamamos «documental». Lo que esta película en blanco y negro logra mejor que esos otros intentos fílmicos mucho más recientes es que consigue capturar el carácter elusivo tan particular de Dylan.

De alguna forma, el propio cantante asume un personaje, lo trabaja escena a escena, logra desmentir la solemnidad a la cual se asocian algunas de sus canciones así como la importancia misma de su intervención como ícono cultural. La construcción de un Dylan audiovisual, una extensión de sus disparatadas ruedas de prensa y de su persona escénica, adquiere aquí la dimensión de una ficción autoconsciente proyectada en la gran pantalla: Dylan nunca se muestra como Dylan, sino como una máscara. La máscara a la que se ha convenido llamar Bob Dylan (no es una coincidencia que otra de las películas en las que aparece el autor, mucho más tarde, en 2003, se titule: Masked and Anonymous).

La capacidad de este cantautor para la metamorfosis, el tema recurrente de esta especie de revival de la obra y la imagen de Dylan en pleno siglo XXI, se percibe de una forma mucho más intensa en cada canción y cada mirada al vacío (¿ese vacío abierto a la creatividad no será otra cosa que el futuro entendido no como algo distante, sino como el próximo e inminente instante en el que todo puede cambiar?) que sale del cantautor oculto tras un par de gafas oscuras en Don’t Look Back.

Cabello tan enmarañado como las frases que canta en ‘Sad-Eyed Lady of the Lowlands’, una guitarra que acompaña el delirio de ‘It’s Alright, Ma (I’m Only Bleeding)’ y un traje que al ser tan oscuro como el fondo del escenario solamente dejará ver su cabeza flotando en la oscuridad cuando haya salido a cantar y rasgar su guitarra acústica... Este es el Dylan al que el público ve y escucha: una amenaza americana cargada de letras que son taladros y melodías que se mueven como el péndulo de un hipnotista. El alboroto estremece el teatro repleto de oídos listos para ser conquistados, azotados o transportados por su voz rasgada y punzante, esa voz que hizo posible que existieran otro tipo de cantautores, más ansiosos de cuestionamiento y exploración que de belleza. Bob Dylan se prepara minuciosamente, se mira en el espejo y con un soplido corto y otro alargado prueba el sonido de su armónica antes de salir ante el ejército inglés de admiradores armado solamente de una mirada que parece decir «yo sé algo que tú no».

El influyente documental Don’t Look Back (1965), dirigido por D. A. Pennebaker, muestra al cantautor estadounidense durante una gira por Inglaterra en el punto más crucial de su carrera. Ese es el momento en el que deshecha su imagen como poeta activista o militante de los derechos humanos y asume una actitud irreverente mientras despliega una sabiduría callejera con la cual disimula que se trata en realidad de un tipo leído y enterado. Unos meses después, editaría la canción que para muchos es el single más significativo del rock, ‘Like a Rolling Stone’.

De este modo, el documental es como un umbral entre Dylan y Dylan: el compositor de himnos de protesta folk y el revolucionario del rock.

Para entonces, Dylan acababa de publicar Bringing It All Back Home, un disco en el que se aleja del folk tradicional y se sumerge en una especie de introspección impersonal. En el filme se percibe claramente cómo algunas de estas nuevas canciones del joven Dylan deslumbran e incluso confunden a su público mientras lo vemos reírse de la ingenuidad de la prensa que intenta etiquetar y discernir su arte. Además, lo vemos hacer relajo, desbaratar hoteles y reírse de todo como si fuera un adolescente tratando de impresionar a su pandilla de amigos. Pero también lo vemos en soledad, sentado frente a la máquina de escribir en la habitación de su hotel, concentrado mientras acumula frases y llena páginas.

¿Qué escribe Dylan?, ¿una canción?, ¿un cuento?, ¿una biografía?, ¿su novela Tarántula?... Pasan unos minutos y Joan Baez (quien lo acompaña en la gira pero a quien no invita a subir al escenario) lo distrae, le comenta alguna cosa. Dylan agarra la guitarra y empieza a cantar, a destapar esa voz que hace un momento era como un zumbido mental que intentaba trasladar a la página en blanco (¿o no?) y a reírse de lo que canta.

La paranoia, la crudeza y un tono alucinatorio se unen a la delicadeza de algunas canciones emotivas en las cuales el cantautor busca superar ciertas convenciones y reescribir las reglas de la canción popular o por lo menos de lo que en poco tiempo se empezaría a llamar folk rock.

Esta película singular, que hoy seguramente será revisitada en calidad de documento que muestra a uno de los artistas más importantes de nuestro tiempo en un momento crucial de su carrera, se remite estilística y técnicamente al cinéma verité. En efecto, la cámara sigue a Dylan y a sus acompañantes —amigos, colaboradores y colados— a una distancia muy corta, el efecto es el de hacerle sentir al espectador como si formara parte de eso que ve. Es inevitable sentir la presencia de la cámara y cómo su emplazamiento, su ubicación y el ritmo de sus movimientos condicionan buena parte de la película, así como la reacción que produce en quienes quiere filmar. La pretendida invisibilidad de la cámara clásica hollywoodense es desechada para ganar intensidad y —más que realismo— genera una sensación de que la realidad se nos escapa de las manos. Basta encuadrar a Dylan para no ver todo lo demás, así como basta dejar un momento fuera de campo a Dylan para perderlo.

Más que registrar lo real, la cámara interviene en esa realidad, decide lo que es filmable y lo que no. Y mientras está grabando, afecta a quienes graba.

Don’t Look Back se inicia con uno de los clips más célebres e influyentes de la historia de la música del siglo XX y que ha sido citado infinidad de veces por Charly García, por ejemplo, así como por INXS. Bob Dylan aparece parado frente a la cámara en medio de un callejón y muestra una serie de carteles que juegan con la letra de la irónica y urgente canción ‘Subterranean Homesick Blues’, uno de los primeros temas eléctricos que grabó. En segundo plano, se puede ver a Allen Ginsberg jugueteando con un bastón. En efecto, se trata de uno de los primeros videoclips de la historia de la música popular que no muestra a una banda tocando una canción, sino que intenta desarrollar un concepto visual aliado a la música que se escucha. Además, la presencia de Ginsberg no solamente delata la proximidad de Dylan con la contracultura, sino que permite entender que su «traición» a la música de protesta y su supuesta comercialización como cantante obedece en realidad, como lo demuestra el sonido mismo de la canción y un acelerado ritmo verbal que hace pensar en el rap, al crecimiento de sus ambiciones artísticas.

Dylan aparece como un artista provocador en Don’t Look Back; uno que además tiene un sentido del humor que le permite huir de las presiones y atacar cuando alguien lo acecha con micrófonos malintencionados o halagos interesados. Por otro lado, el documental nos permite escuchar algunas de las mejores canciones de este intérprete. Dylan no se muestra como un artista pretencioso, sino como un trabajador que sufre y a la vez disfruta de lo que hace o como quien se muestra como tal. En una escena insiste en que no se siente de ánimo para cantar y, no obstante, en la siguiente escena de concierto su sonido es cautivante. Dylan actúa todo el tiempo.

No Direction Home y, sobre todo, I’m Not There, son filmes que seguramente se alimentaron de Don’t Look Back. En I’m Not There, el director Todd Haynes decidió aprovechar los mitos sobre el cantante y la noción ya muy común de que Dylan es, de hecho, muchos Dylan. Por ello, recurrió a seis actores para que encarnaran sus diferentes facetas de figura pública, y a más de una referencia a la cinta Ocho y medio, de Federico Fellini. Es decir que, más que una película sobre una posible película, Haynes quiso hacer una biografía en forma de collage sobre varios de los posibles Bob Dylan. Cate Blanchett, Chistian Bale, Marcus Carl Franklin, Richard Gere, el difunto Heath Ledger y Ben Whishaw proyectan no solo diferentes épocas en la vida del cantautor, sino además las diferentes encarnaciones de su música. Más que un cantante de folk rock, lo que la película muestra es a un performer capaz de transmutarse y que además es suficientemente consciente de su persona escénica como para aprovechar su imagen como una parte de su obra. Es más, se podría decir lo que Ellen Willis, una de las primeras y más brillantes periodistas de rock: «Dylan ha explorado conscientemente las posibilidades que ofrece la comunicación de masas al igual que los artistas pop exploraron las posibilidades de la producción en masa. En el mismo sentido en el que el arte pop trata sobre la mercancía, el arte de Dylan trata sobre la celebridad».

La interpretación de Cate Blanchett es la más destacada de la película y justamente corresponde al Dylan de la época de Don’t Look Back. Al contar con un registro tan útil como el documental de Pennebaker para investigar y construir su delgada y pálida versión de Bob, Blanchett logra no solo parecerse al Dylan de entonces sino que además, por el hecho de tratarse de una mujer, permite acercarse al permanente juego de Dylan y de sus canciones, que suelen usar varias perspectivas y travestir sus sonidos y sentidos.

El documental, filmado en 1965 —pero estrenado en 1967—, registra la realidad de quien a los ojos de su primer público ha dejado de ser «real», es decir, auténtico y comprometido. Pero en el documental, Dylan muestra que se ha vuelto más realista que real, en otras palabras, más consciente de que la canción no debe estar del lado de la solemnidad o de la corrección política, más dispuesto a componer canciones no-realistas y más sugerentes que canciones planas o dependientes de tópicos sociales.

Esta transición resultó muy polémica para Bob, a quien, en una de las escenas de la película, vemos enterarse de que los periódicos lo han empezado a calificar de anarquista.

«Dale un cigarrillo al anarquista», es la respuesta de un Dylan que se ríe de sí mismo. En un curioso giro del destino (A Simple Twist of Fate, diría el cantautor) hoy los periódicos no se atreverían a llamarlo anarquista, pues lo encumbran como Premio Nobel, aunque uno de los más controversiales.

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