Primera línea
Dahl es Dahl
Mi sobrina, obviamente, ve la vida por internet. Sabe las cosas desde que suceden y las explica con un cansancio viejo, como si su capacidad de sorpresa, de emoción, se hubiese agotado hace un centenar de años. Las personas y nuestras conversaciones la aburrimos una barbaridad. Un día hablábamos de películas de terror y buscó en YouTube una «historia increíble. Te vas a morir, tía, es lo máximo, tienes que verla». Ella tiene trece años: un sitio sin WiFi es inhabitable, quiere más a su iPad que a algunos de nosotros y puede estar conectada a cuatro aparatos a la vez viendo diferentes cosas, así que me preparé para lo peor, para algo muy gore, canibalismo o demonios horrorosos que te ven dormir y que pillan con cámaras de luz verde. Yo soy una vieja, me quedé en la saga Saw que seguramente a día de hoy es bizcotelas con chocolatito. Empezó el video. Se trataba de un hombre iluminado por una vela que contaba un relato. Eso. Lo más primitivo. Fuego. Voz. Una buena historia. Mi sobrina estaba arrobada, yo simplemente no la había visto así.
El hombre contaba la historia de un joven cadete americano y un hombre mayor que hacen una apuesta: el joven tendrá que prender diez veces un encendedor sin fallar ni una sola y ganará un Cadillac flamante. De lo contrario, perderá su dedo meñique.
Aquí un fragmento del diálogo:
—No es una locura. Usted enciende su mechero y el Cadillac es suyo. Le gustaría tener un Cadillac, ¿verdad?
—Claro que me gustaría tener un Cadillac —el cadete seguía sonriendo.
—De acuerdo, yo apuesto mi Cadillac.
—¿Y qué apuesto yo? —preguntó el americano.
El hombrecillo quitó cuidadosamente la vitola del cigarro todavía sin encender.
—Yo no le pido, amigo mío, que apueste algo que esté fuera de sus posibilidades.
—Entonces, ¿qué puedo apostar?
—Se lo voy a poner fácil. ¿De acuerdo?
—De acuerdo, póngamelo fácil.
—Tiene que ser algo de lo cual usted pueda desprenderse y que en caso de perderlo no sea motivo de mucha molestia. ¿Le parece bien?
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, el dedo meñique de su mano izquierda.
—¿Mi qué? —dejó de reír el muchacho.
—Sí. ¿Por qué no? Si gana se queda con mi coche. Si pierde, me quedo con su dedo.
—No le comprendo. ¿Qué quiere decir quedarse con mi dedo?
—Se lo corto.
Mi sobrina levantaba de vez en cuando la mirada, como hace la gente que está muy enamorada de algo que quiere que tú también ames: quería corroborar la fascinación compartida. La había. La había por mil. Se trataba de El hombre del sur de Roald Dahl, uno de mis cuentos favoritos de todos los tiempos. Para mí, Dahl nunca fue ese autor de la infancia que —por ejemplo— los españoles recuerdan con ternura, sino el escritor sádico que es capaz de poner a un tipo a jugarse su dedo. Dahl llegó a mi vida ya de adolescente con cuentos crueles, irónicos, humorísticos, estrafalarios, rondando lo macabro, que me hicieron explotar la cabeza y decir «yo quiero escribir así». Recuerdo que cuando leí El hombre del sur —que, por cierto, fue adaptado por Hitchcock en un corto maravilloso— enseguida pensé en La dimensión desconocida, esa serie de televisión que para muchos de mi quinta sigue significando la cúspide de la ficción bien hecha. Algo así como Black Mirror hoy, pero mejor. ¿Qué más le podía yo pedir a un autor que parecerse a La dimensión desconocida? Ahora sé —qué ignorante— que era el programa de televisión el que se parecía a Dahl.
A Roald Dahl lo he seguido buscando compulsivamente y me he enamorado de otros cuentos con igual intensidad: La señora Bixby y el abrigo del coronel, ese cuento delicioso sobre una mujer que engaña al marido con un hombre rico y ese hombre le regala un abrigo que no puede llevarse a su casa porque, claro, habría preguntas, o El placer del clérigo —ay—, cuento que no quisiera destripar aquí porque es de las cosas más divertidas, crueles y vengativas que he leído en mi vida, o El sibarita, un relato en el que los señores se apuestan a la señorita de la casa (¡!) por identificar un vino.
Que mi sobrina lo haya descubierto sin que yo tuviera que ponerle el libro en las manos —cosa que quienes trabajan o viven con adolescentes saben que es inútil— es una de mis grandes felicidades. Roald Dahl viaja por las redes. El día que se inventen otra cosa, lo hará en otra cosa. Fuego. Voz. Una buena historia. A fin de cuentas somos los mismos animalitos curiosos que hace miles de años. Pero con iPads.