Creación
Weltschmerz, el espejismo de la literatura infantil ecuatoriana
Supongamos que hay un espacio blanco, un cuarto vacío, entra en él un ser X con unos requerimientos determinados que se hacen visibles según su antojadiza voluntad. Aparecen entonces una mesa con un tablero inclinado, una lámpara, reglas, escuadras, lápices, quizá una computadora, no, mejor, una supercomputadora y una silla muy cómoda. X quisiera algo de decoración en las paredes, pero se decanta por el blanco —¿vacío?—, eso le da la posibilidad de poner lo que él/ella/eso quiera donde se le antoje, después.
¿Se imaginó usted en algún momento que la mesa podía ocupar un lugar en una de las paredes laterales de manera que quede en posición perpendicular, o que la lámpara sirve para volver oscuro el entorno, no iluminarlo? ¿Qué pasaría si en la habitación no existe un piso, o donde se supone que debe estar el cielorraso hay una bóveda, si las escuadras, esas herramientas de usos limitados, sirvieran con propósitos distintos a los que usted conoce?
Ahora imagine que entra en una casa llena de cuartos, todos idénticos, vacíos y listos para adecuarse a los requerimientos de quien los ocupa. Suponga también que lo que sucede en uno de estos no pasa en el otro; agreguemos otra variable: X es arquitecto, un dios, por decir algo; lo que sea que X quiera se hace, según sus normas y antojos.
Hagamos otro ejercicio: regrese en el tiempo y piense en el primer libro que leyó en su infancia, mejor aún, piense en el último libro que leyó que lo haya hecho sentir como si fuera una niño, ese que le dio la posibilidad de pensar que las vacas eran verdes sin que importe la negación impetuosa de cualquier profesora que dice que no, que las vacas son blancas, y el colorido, un disparate; piense en lo fácil que se le hizo pensar en un universo donde todo era posible, uno en el que los esquemas de lo que pasa “porque así es el mundo”, se trastocan.
X, para los fines que nos atañen, es un escritor. Y usted, lector, un demiurgo, un cómplice.
La música, el Nautilus y los Multiversos
It begins, as most things begin, with a song.
In the beginning, after all, were the words, and they came with a tune. That was how the world was made, how the void was divided, how the land and the stars and the dreams and the little gods and the animals, how all of them came into the word.
They were sung(1).
(Gaiman, 2005, p. 1-2)
En este principio no fue el verbo el nudo primigenio, sino el sonido lo que permitió la creación y la existencia. “Hacíamos música antes de conocer el fuego”, dice una canción, pero en este particular universo que nos propone Neil Gaiman fuimos hechos de la música, por la música. Esta novela será la primera puerta que escojamos de los cuartos de la casa vacía. En este cuarto, en el que música y creación son lo mismo, se aplican unas leyes de existencia distintas: una sola persona puede ser dos simultáneamente, caminan ente nosotros dioses americanos anteriores al canto; y la muerte, esa es también simultánea (aquí, en la paradoja de Schrödinger, el gato está vivo y muerto).
Igual que la idea de cuarto/habitación está contenida en la idea casa, así mismo los mundos literarios están inmersos en el concepto de universo literario, que no es otra cosa que un sistema de ideas, conceptos y representaciones sobre la materia circundante, abarca el conjunto de todas las concepciones sobre la realidad en torno a concepciones filosóficas, políticas, sociales, éticas, estéticas, y las leyes naturales que la rigen(2). Ahora, piense que así como tenemos una casa llena de cuartos, que es nuestro universo, existe una casa adosada (idéntica a la primera) de la que muchas veces no tenemos noción. A esta teoría, según la que existen varios universos simultáneos, los científicos la han denominado de los Multiversos. Según esta, cada uno de los mundos constituye un sistema de realidad diferente. La literatura fantástica, la ciencia ficción, el cómic y la literatura infantil son, probablemente, los géneros literarios que más han explorado esta teoría; de igual manera, son también quizá los que se han constituido así mismos como multiversos.
Cuando era niña estaba convencida de que necesitaba tener la biblioteca del capitán Nemo, y que el Nautilus entero podía caber en mi habitación, que eso sucediera en la vida real no me parecía improbable —aunque claro, ni la palabra ni la noción ‘improbale’ existían—. Si el submarino, para cuando Verne lo describió no se había inventado —según me dijo entonces mi papá—, la dilatación del espacio físico para que el gigantesco Nautilus cupiera en mi cuartito estaba también por inventarse. Un libro me había enseñado que la realidad estaba por suceder (ser en acto y ser en potencia, para ponernos tomistas o aristotélicos).
Para un asiduo lector de literatura infantil, literatura fantástica y de ciencia ficción, los libros para niños suelen ser una gran posibilidad de acceso a mundos diversos, pero, sobre todo, la plataforma para ser X, el creador, y por supuesto, su propia versión de Shiva, el dios destructor de lo creado —eso incluye los propios esquemas mentales—.
Salvo las recientes publicaciones de Ciudad diamantina: El tatuador de Andrés Paredes (ganador del Premio Darío Guevara Mayorga 2014) y Para guardarlo en secreto, de Carlos Arcos Cabrera —ambos dirigidos más hacia un público juvenil que infantil— es posible que la literatura ecuatoriana de los últimos años no haya apoyado a los niños en ser creadores y espectadores de universos probables.
Es cierto que actualmente la literatura infantil ecuatoriana atraviesa un gran momento, un denominado boom, y que hay iniciativas que promueven la lectura desde temprana edad. Ciertamente, mientras antes adquiera una persona el hábito lector, mayores probabilidades hay de que esta se convierta en un adulto lector. De igual manera, es acertado decir que mientras más variadas sean las lecturas y mayor cantidad de temas abarquen, más amplios se vuelven los criterios con los que ese lector se desenvuelve y mayores serán los parámetros de comparación que tenga para escoger nuevas lecturas.
Continuamente se ha caído en el error de pensar que presentar temas a un público infantil de manera fácil y comprensible es volver simplón a un tema, se usa para ello un lenguaje edulcorado, que lejos de ser una oportunidad se constituye como una zona de confort que es difícil abandonar.
Si bien hay autores ecuatorianos ya consagrados cuya calidad creadora es indiscutible, también vemos que hay un continuo aparecimiento de literatura infantil que hace que nos cuestionemos si su éxito de ventas se debe a su gran contenido o a un muy buen marketing.
¿Cuál es el papel de la literatura dirigida al público infantil? ¿Cómo un libro que subestima a sus lectores puede ayudar a facilitar los procesos cognitivos? ¿Qué función social cumple la literatura infantil, cuando no aporta y solo ‘entretiene’?
Weltschmerz, la magia y la creación
Giorgio Agamben, en Profanaciones(3), nos recuerda que Walter Benjamin dijo una vez que la primera experiencia que el niño tiene del mundo no es que “los adultos son más fuertes, sino su incapacidad de hacer magia” (Agamben, 2005: p. 21).
¿Ha sentido alguna vez cierta desazón porque las expectativas que tiene sobre el mundo son distintas a la realidad? Recuerde que quizá, en su infancia, tuvo ganas de volar como alguno de sus superhéroes favoritos y no logró pasar del tercer escalón sin que la implacable gravedad lo sorprendiera, o que ha querido siempre entender lo que las aves dicen, como si le hablaran, cuando solo escucha trinos.
Es probable, dice Agamben, que “la invencible tristeza en la cual se sumergen cada tanto los niños provenga precisamente de esa conciencia de no ser capaces de hacer magia” (2005, p. 21). Digamos, entonces, que por fines prácticos llamaremos a esta tristeza, weltschmerz —que sería la desilusión que experimentan los niños cuando encuentran que el mundo que quisieran, el universo que construyen, no se adapta a la realidad en la que viven—. Pero ¿qué pasa cuando parte de lo que podría ayudar a los niños a crear los universos que desean —lo que leen, en este caso— les presenta algo que es incluso menor que sus propias expectativas, cuando lo que leen no crea ni universos ni sentidos ni posibilidades, sino que los adapta, adoctrina, limita? O peor aún, ¿qué pasa si lo que los libros ofrecen son pastiches de todo lo fantástico-mágico-colorido-surreal-disparatado-tierno porque eso es para niños?
Sin buena literatura, ha muerto la magia.
Notas:
1.- Gaiman, Neil (2005). Anansy Boys. Nueva York: Harper Collins.
“Comienza, como comienzan la mayoría de las cosas: con una canción./ En el principio, después de todo, fueron las palabras, y vinieron con una melodía. Así fue como se hizo el mundo, cómo se dividió el vacío, cómo la tierra y las estrellas y los sueños y los pequeños dioses y los animales, cómo todos ellos vinieron al mundo./ Fueron cantados. Traducción propia.
2.- Rosental, M. y Iudin, P. (1965). Diccionario soviético de filosofía, en Rodríguez, Nelson. Universo literario: mundos y aldeas literarias, retos y desafíos en el siglo XXI.
3.- Agamben, Giorgio (2005). Profanaciones. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.
4.- ‘Weltschmerz’ es, precisamente, un término acuñado por el autor alemán Jean Paul (Johann Paul Friedrich Richter, 1763-1825) para expresar la sensación que una persona experimenta al entender que el mundo físico real nunca podrá equipararse al mundo deseado como uno lo imagina.