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Ecuador, 23 de Diciembre de 2024
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El Telégrafo
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Ensayo

¡Arriba las manos: la vida o la cultura!

Ilustración de la campaña Mes drets mes humans de la Cruz Roja de Cataluña.
Ilustración de la campaña Mes drets mes humans de la Cruz Roja de Cataluña.
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Los derechos culturales, en papel y teoría

Se ha denunciado constantemente esta situación: aunque la palabra y sus derivados son comunes, aunque se utiliza todos los días, bien o mal, pocos saben de qué hablamos cuando hablamos de ‘cultura’. Entonces, si nos atenemos a la definición básica de este concepto, a la general, diremos que la cultura es el conjunto de modos de vida, prácticas y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc. Así, entonces, comprendemos que la cultura es aquello con lo que convivimos día a día, lo que nos convierte en parte de una comunidad y que, a su vez, nos diferencia de otros individuos que conforman otro conglomerado cultural.

Pasando de la definición a la práctica, pues, aunque esto aún parece complejo: ¿qué son los derechos culturales? ¿De qué forma podemos ejercer, si puede así decirse, nuestra cultura? Según la Declaración Universal de la Unesco sobre la Diversidad Cultural, en su artículo 5, dice:

Los derechos culturales son parte integrante de los derechos humanos, que son universales, indisociables e interdependientes. El desarrollo de una diversidad creativa exige la plena realización de los derechos culturales, tal como los definen el artículo 27 de la Declaración Universal de Derechos Humanos y los artículos 13 y 15 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Toda persona debe tener la posibilidad de expresarse, crear y difundir sus obras en la lengua que desee y en particular en su lengua materna; toda persona tiene derecho a una educación y una formación de calidad que respeten plenamente su identidad cultural; toda persona debe tener la posibilidad de participar en la vida cultural que elija y conformarse a las prácticas de su propia cultura, dentro de los límites que impone el respeto de los derechos humanos y de las libertades fundamentales.

Estos artículos fueron ratificados en el año 2007 con la Declaración de Friburgo sobre Derechos Culturales, y ampliados, en el sentido de que se relaciona ya la actividad cultural con la económica pues hay que: “Considerar que la compatibilidad cultural de los bienes y servicios es muchas veces determinante para las personas en situación de desventaja debido a su pobreza, aislamiento o pertenencia a un grupo discriminado”. Y para resguardar estos derechos culturales, íntimamente ligados a los derechos básicos del ser humano, todos los países deben garantizar la práctica de los derechos, incluirlos en sus propias declaraciones, e incentivar la práctica de estos. Por supuesto, nuestra Constitución vigente, la de Montecristi, en su sección cuarta del capítulo dedicado a los derechos de los ciudadanos, incluye también artículos sobre los derechos culturales de los ecuatorianos, de cómo deben las instituciones y las personas ayudar a que estos se cumplan y difundan.

Los derechos nos hacen seres humanos, los culturales, más aún, nos otorgan un nivel de pertenencia a una comunidad y, por tanto, a través de estos construimos nuestra identidad, colectiva e individual.

Pero de la teoría y el papel a la práctica: ¿se cumplen los derechos culturales? Más aún, ¿dónde empieza el derecho de unos y termina el de los otros?

La realidad (o la imagen según la ideología)

Uno de los términos más utilizados —y más denostados— es el de ‘inculto’. Tal o cual persona es considerada así cuando no exhibe buenos modales o se expresa grotescamente. Pero más allá de los debates sobre modales o educación de las personas, es aterrador pensar que alguien, efectivamente, carezca de cultura, es decir, no pertenezca a ningún grupo, no se reconozca dentro de ninguna comunidad, y que camine por ahí sin pertenecer, completamente, al género humano.

¿Aterrador o esperanzador? ¿Es posible que una persona carezca en su totalidad de una cultura? Incluso ¿es posible que un ser humano transite por el mundo sin una ideología? Entiéndase a la ideología como un conjunto de ideas básicas y guías de comportamiento de una o varias personas, pertenecientes a un mismo conglomerado cultural. Es decir, dentro de una cultura, un grupo de personas practica, según unas normas establecidas, rituales y otros actos cotidianos que determinan su comportamiento. Y entiéndase, sobre todo, que la ideología no tiene que ver con la práctica de la política, que es uno de los términos con los que más se lo asocia hoy en día. Ideología implica, sobre todo, ejercer los derechos culturales, vivir la cultura propia.

—Te estoy dando una opción: o te pones estas gafas o comes de este tacho de basura.

Este es el diálogo con el que comienza el documental de Sophie Fiennes, La guía perversa de la ideología (2012)(4) en el que el filósofo contemporáneo Slavoj Zizek analiza el papel de la ideología en el comportamiento humano de nuestros días. Y esta reflexión parte de una película del año 1988, Ellos viven, del director John Carpenter, uno de los íconos del cine de terror; de esta película proviene, precisamente, la línea sobre las gafas y el tacho de basura.

Nótese esta cuestión, no es gratuito que un filme de un director de películas de terror muestre precisamente a un hombre ‘puro’, John Nadie —el nombre no puede pasar desapercibido para un espectador atento— que se encuentra, de un día a otro, enfrentado a las gafas que develarían la verdadera condición del mundo, los mensajes subliminales inscritos en cada elemento que construye nuestra cultura: vestimenta, publicidad, comida, etc. Las gafas para ‘ver’ el mundo tal como es, el hombre las encuentra en una iglesia abandonada. Sería aterrador, entonces, ver el mundo tal cual es, con sus significados reales debajo de significantes ‘inocentes’, y sobre todo, descubrir que esa ideología, esa cultura, al final, no ha sido construida por nosotros sino por una raza superior de alienígenas que tiene a la humanidad bajo su control.

Dejando de lado la ficción, lo que Zizek manifiesta en el análisis de este filme es que cualquier ideología de hecho sí determina cómo vemos el mundo, cómo definimos y clasificamos los elementos en buenos/malos, feos/hermosos, etc., según paradigmas ya establecidos y que, seguramente, si salimos de esa ideología, si miramos en otra dirección, lo extraño, lo ‘otro’, nos puede desagradar o encantar súbitamente. Y esto, por supuesto, no tiene que ver con alienígenas, sino con quienes ostentan un nivel de poder para plantear y difundir contenidos culturales, que se transforman en contenidos ideológicos.

No se puede imponer una cultura, más allá, una ideología por la fuerza, pero sí puede conminarse al resto a apreciarla, a reconocerla, pues, recordando lo estipulado en las declaraciones sobre los derechos culturales, todo ser humano tiene derecho a conocer que existe más de una cultura.

Volvamos un momento sobre el término ‘inculto’. Más allá de la carencia de cultura, algunos sujetos, países enteros, sufren la influencia de un proceso de ‘aculturación’, es decir, la recepción de otra cultura, asimilándola completamente, dejando en el olvido rasgos propios... o sucede también que se da un sincretismo cultural, una convivencia de saberes y usos. Y es que, ¿qué tipo de cultura no es adquirida, de una forma u otra?

La cultura ¿se asimila voluntariamente, de forma solapada, o de forma violenta, a modo de colonización, incluso? ¿Queda espacio, entonces para ejercer los derechos culturales de las personas?

Antes de que se desatara el horror de la II Guerra Mundial los japoneses ya miraban con recelo a Occidente y a lo que consideraban una cultura global, representante de un extremo del mundo, totalmente ajeno a ellos, pero el terror a la aculturación se transformó en algo viviente, un monstruo que al fin había llegado a su tierra de la mano la ocupación estadounidense del archipiélago, luego de la rendición de los nipones. El horror, para ellos, bueno, para algunos, estaba identificado con la vestimenta, con la literatura, con la comida, con el modo de hablar, en fin, con toda la cultura que invadía a oleadas a un imperio que se había mantenido ‘puro’ por siglos. Quizá pequemos de amarillistas, pero vale recordar que frente a este proceso de aculturación, o de ‘invasión’, algunos tomaron medidas radicales, como la adoptada por el escritor Yukio Mishima, al practicar el antiguo ritual del seppuku (suicidio ritual) frente a las cámaras en las instalaciones de un regimiento. ¿Estaba ejerciendo sus derechos culturales?

‘La invasión’ se llamó también a la influencia de la música británica en los medios estadounidenses a mediados del siglo pasado. Una invasión cultural se considera la celebración de festividades extranjeras —¿qué es extranjero, hoy en día, en tiempos de la aldea global?—._Invasión latinoamericana fue la que conmovió a Europa en los años setenta del siglo XX, una invasión encabezada por la ideología que respaldaba la Revolución cubana y por el estallido de la literatura, representada por nombres como Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa. De cierta forma, todos los pueblos han atravesado procesos de aculturación o, mejor dicho, se han visto sujetos a procesos que desembocan en un sincretismo total, o mejor todavía, como diría Canclini, una hibridación cultural.

Lo nuestro, lo ajeno, lo propio (aunque sea de pocos)

La difusión de la cultura, de una cultura en especial, se da de acuerdo con la ideología determinante, y asimismo, la ideología nace de preceptos culturales. Es imposible separar ambos conceptos y con ello tenemos que vivir, así como con el hecho de que nuestras culturas han sufrido, a lo largo del tiempo, influencias —buenas o malas no es una cuestión que deba debatirse en este espacio—, al punto que ya no se puede invocar el purismo en una cultura sin caer en yerros e imprecisiones.

A estas alturas, cabe decir: cada quien se considera perteneciente a la cultura que mejor se adapte a su ideología, o cada quien practica la ideología que mejor se adapte a su cultura. Y las declaraciones mencionadas anteriormente respaldan el derecho de las personas a practicar la ideología y a sentirse partícipes de la cultura que elijan; así también, se conmina a los Estados y a los individuos a difundir su cultura, a respetar los derechos culturales de los otros y a procurar que la convivencia entre culturas sea pacífica y dentro de las normas de los derechos humanos.

No volveremos sobre las atrocidades de la historia —genocidios, deportaciones, crueldades masivas, anacronismos culturales— sino que podemos presentar casos específicos y claros donde, precisamente, la tolerancia no es lo que prima a la hora de la difusión y el respeto de los derechos culturales, propios o ajenos.

Hoy en día, todos claman porque la difusión cultural —de cualquier conglomerado— es insuficiente, por lo menos eso sucede a diario en nuestro país. Entonces, para solventar esta falencia, la gente se organiza, emprende actividades conjuntas para difundir su cultura, más allá de si esta abarca actividades artísticas o cotidianas, solamente. Algunos articulan sus esfuerzos a través de la autogestión y otros, alrededor de los gestores culturales, las personas que se encargan de mediar entre quienes comparten su cultura y las instituciones, públicas y privadas.

En nuestro país, gestores culturales existen, y se mueven como hormigas diligentes frente a los trámites y a las promesas (no siempre concretadas) de ayuda, subsidios, difusión, pero sobre todo, en la generación de propuestas de políticas públicas que viavilicen sus esfuerzos. Pero en algún tramo de esta carrera, empiezan a confundirse ciertos conceptos, y los objetivos ya no se presentan tan claros como en un principio pueden ser pensados: ¿difundimos nuestras propuestas para pertenecer a una corriente generalizada o para diferenciarnos de esta? ¿A_qué se le llama contracultura o cultura alternativa? ¿Alternativa a qué?

En este punto, el concepto de cultura vuelve a ponerse borroso, como en el principio de este ensayo, porque la cultura lo abarca todo, y nada; es patrimonio de todos, y de ninguno. Mientras más tratamos de difundir la cultura (lo que entendamos por ella), propia o ajena, más difícil se torna hacer que otros la adopten o ‘consuman’, en forma de industria cultural. Es decir, difundir corrientes alternas a lo ya establecido es complejo, una pelea que se equipara a la riña que sostiene John Nadie con un amigo suyo al intentar forzarlo al uso de los lentes ‘de la verdad’. No se puede imponer una cultura, una ideología por la fuerza, pero sí puede conminarse al resto a apreciarla, a reconocerla, pues, recordando lo estipulado en las declaraciones sobre los derechos culturales, todo ser humano tiene derecho a conocer que existe más de una cultura y que puede pertenecer a la que guste, sin que por esto sea vulnerado ni discriminado. Es decir, es posible apreciar otra cultura, o la propia, en un acto de autoconocimiento, sin que por ello se empuje a una persona contra un muro y se le diga: “¡Arriba las manos, la vida o la cultura!”.

Y así como obligar a alguien a consumir tal o cual producto cultural está fuera de discusión —aunque se hace, por supuesto, de forma subrepticia, por eso es necesario ponerse los lentes de la verdad o sacarse los de la ideología, según Zizek—, también debería estarlo el acto de apoyar una propuesta cultural, para que se difunda. Pero no lo está, y aquí entramos en el eterno debate sobre el papel de las instituciones, sobre todo las públicas, en la difusión y atención a todas las propuestas que llegan a sus manos, de gestores o de asociaciones con fines culturales.

La producción cultural en nuestro país, por ejemplo, en muchísimos casos específicos funciona gracias a la autogestión y no a la ayuda de instituciones públicas, pero el riesgo que se corre con este tipo de realización es que la cultura quede relegada a un elitismo, en el que unos happy few disfrutan del patrimonio cultural y artístico que debería ser consumido y apreciado por todos los miembros de una comunidad. En otros casos, cuando la gestión cultural pretende ‘masificar’ ciertas prácticas puede caer en la pérdida de los patrimonios frente a un llano consumo turístico, y más allá de esto, en una consiguiente marginalidad de lo que no ha quedado seleccionado dentro de ‘lo cultural’.

¿Y qué es lo cultural? Todo aquello que está relacionado con la cultura, es decir, todo uso que permite identificarnos como miembros de una comunidad, frente a otros, distintos, pero iguales, en cuestión de derechos, cohabitantes de un mismo espacio. Lo es todo, que puede transmitirse de generación en generación y que sí nos une como género humano, más allá, incluso, de la misma ideología.

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