Cinco horas de suspenso en el interior de ex penal
Un olor penetrante, mezcla de comida, sudor, suciedad y vejez es lo primero que se siente al entrar, más el caminar de la gente con la mirada ansiosa, pendiente de la puerta. Afuera, en una larga fila, mujeres y niños en su mayoría aguardan a ser revisados para ingresar. Cuando lo hacen saben bien por dónde ir, traspasan una, dos y tres puertas hasta llegar y encontrarse con esposos, hijos, primos, familiares o amigos. Inmediatamente buscan un lugar en donde sentarse o acomodarse para una pequeña reunión familiar que dura un par de horas.
Tristes vallenatos de Jorge Celedón inundan el patio y los pasillos, su eco llega hasta el último rincón creando cierta atmósfera inusual. Algunos hombres se reúnen frente a dos desgastadas mesas de billar y, mientras cantan, se turnan para dar su mejor tiro a la bola. En las esquinas, puestos de comida ofrecen varias alternativas para quienes tienen dinero. Y para los que no, al mediodía, una fila se forma en el patio para repartir el almuerzo.
Gradas transitadas de aquellos que suben y bajan, algunos con prisa, otros con desgano, los más hábiles aprovechan y muestran a la gente sus barcos de madera y adornos hechos con papel. Son algunas de las manualidades que realizan y que en días agitados como estos esperan vender. Tenues luces alumbran imágenes de vírgenes y santos, colocadas en altares, que ayudan a mantener viva algún tipo de fe entre las oscuras paredes, con angostos pasillos en donde las ropas cuelgan.
La imagen de infinitos corredores cada vez se hace más corta y angustiante, todo se estrecha mientras se avanza. El ruido que sale de viejos televisores se confunde con el murmullo de las conversaciones. Mientras un joven de piel oscura camina repitiendo en voz baja un verso aprendido, al mismo tiempo coloca pequeños cuadros en la pared tratando de animar en algo el vaivén de las mismas personas que caminan por los mismos lugares, flores que no ven el sol de las mañanas y plantas que no reciben aire puro. Cabinas de teléfono dañadas adornan en algo las desnudas paredes, único paisaje que se ve a diario.
Tres corredores que terminan después de caminar algunos metros nos representa que la vida de quienes viven aquí también se ha terminado. La celda número 26, con apenas 5 metros, alberga una litera, una pequeña mesa improvisada y un viejo taburete de plástico.
El espacio para el baño y la cocina es el mismo; sobre el inodoro, una repisa contiene frutas y vegetales. Dos sartenes, un cernidor y una cocineta a gas con dos hornillas, son las herramientas de un hombre de 45 años que padece diabetes y tiene dos hernias. Los alimentos le llegan crudos desde la cocina y diariamente se prepara la comida de la manera que mejor puede.
Un pacífico orden se puede sentir por minutos, mientras ofrecen una bebida caliente. Una pequeña ventana con 16 barrotes le da un tenue reflejo de luz a la celda.
Muros del tiempo envuelven a jóvenes, ancianos, hombres fuertes y débiles, que caminan sobre sus mismos pasos. Arriba y abajo, al norte y al sur, el mismo olor, los mismos rostros parecidos que se confunden mientras tratan de pasar el tiempo, entre libros, cartas, música, conversaciones y algunos partidos de fútbol, en improvisadas canchas instaladas en medio de las visitas.
Como si estuvieran en un hermoso parque o alguna calle en primavera, una pareja de jóvenes camina de la mano. David y su novia se acercan sonrientes, saben bien en dónde están, sin embargo, en estos días de visita prefieren pensar en otras cosas y aprovechar el tiempo juntos, entre abrazos y besos. David deja ver en sus ojos ese brillo parpadeante dentro de un mundo terriblemente oscuro. Tan solo espera el día que recobre su libertad.
Hasta los perros purgan condena en el ex penal García Moreno y, al igual que sus dueños, caminan buscando algo que comer o un lugar para dormir. La alimentación que tienen, mejor conocida como el “rancho”, consiste en tres comidas diarias, la última es servida a las 3 de la tarde, por eso algunos internos guardan una porción de su almuerzo para juntarlo con la merienda y no pasar hambre en las siguientes horas.
El trabajo que hacen los internos al cocinar diariamente ayuda en las rebajas de pena por buen comportamiento. Vestidos de blanco y con grandes ollas a las que llaman “marmitas”, ayudados de extensas cucharas de madera, mezclan el contenido que van cocinando. En un lugar donde se oprimen las ideas y se doblegan las virtudes, la comida es el bien más preciado.
Una pequeña torre de Babel se vive aquí. Rumanos, mexicanos, estadounidenses y españoles han dejado de lado sus idiomas para aprender a hablar el lenguaje de la cárcel. Muchos leen una y otra vez a José Saramago y su “Ensayo sobre la ceguera”; lo comparan con la venda que la sociedad se pone en los ojos para anularlos, aniquilarlos en las prisiones del olvido. Mientras el sol se esconde, lo último que se escucha al salir son las palabras de una madre que le dice a su hijo: “Es la hora, pero estés donde estés, aún te espero”.