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Ecuador, 25 de Diciembre de 2024
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Un legado más allá de la música

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Guayaquil tiene personajes que están ligados a la configuración de una identidad porteña, marcada por su adaptación a las influencias culturales externas, como históricamente ha ocurrido en la recepción y consumo de la música popular. Los procesos sociales no son resultado del azar. Por ello, los actores concretos (individuales y colectivos) son quienes introducen su agencia particular para hacer que las cosas ocurran.

Así, en 1969, el recientemente fallecido futbolista Miguel Bustamante Tagle, figura de la selección nacional, regresaba de Nueva York imbuido del naciente movimiento salsero, cuando se unió al personal de Radio Mambo y, en medio de las cumbias, guarachas y merengues que entonces sonaban, se dedicó a difundir la música que más le seducía.

Al paso de los meses, su ímpetu iba en aumento, al punto que en 1970 abrió un bar de estilo diferente. Bustamante vivía en el Barrio Cuba, tradicional vecindario de obreros y artesanos que se establecieron al pie de la ría, en un terreno que se ubicó frente a la primera urbanización moderna que tuvo Guayaquil, en los años veinte: el Barrio del Centenario.

Una sola calle dividía la pobreza de la abundancia: la Avenida Cuba, donde Miguel Bustamante instaló el primer bar exclusivamente salsero que tuvo Guayaquil. En esos días, los visitantes nocturnos se asombraron al oír las endemoniadas descargas del pianista Richie Ray, del trompetista Ray Maldonado y del timbalero Mike Collazo, dueño este último de un excepcional sabor en sus interpretaciones de “Agúzate” y “Sonido Bestial”, ambos temas de Richie Ray y Bobby Cruz.

Con los años, el bar de Miguel “Cortijo” Bustamante –el sobrenombre lo adoptó en homenaje al timbalero boricua Rafael Cortijo, líder de la agrupación Cortijo y su Combo- constituyó el alfa y omega de la bohemia porteña de talante antillano. “Cortijo” Bustamante fue el culpable de popularizar mucha de la música sabrosa que se escuchó en el Guayaquil de los setenta. Por su consola pasó y se quedó en el gusto popular gente como Ismael Rivera, Joe Cuba, Eddie Palmieri, Ray Barretto, Willie Colón, Héctor Lavoe, Celia Cruz, Cheo Feliciano, Larry Harlow, Ismael Miranda, Willie Rosario, Tito Puente, La Lupe, El Gran Combo de Puerto Rico, La Sonora Ponceña, La Selecta de Raphy Leavitt y la Fania All Stars.

Durante más de cuarenta años, cientos de salseros militantes aprendimos de él. También lo hicimos cuando, en los ochenta, “Cortijo” Bustamante dirigió y animó en Telecentro, el programa “Salsa 10”. “¡Llegó la hora de la salsa…!”, era el grito que nos convocaba, las noches de los sábados, a la rumba y la sandunga existencial. Así crecimos y formamos nuestro gusto musical, en una década que rindió culto a la imagen, a través del video-clip.

En los años noventa conocí el bar de “Cortijo” que ya se había cambiado a la calle Estrada Coello, en el corazón del Barrio Cuba. Su decoración rememoraba la época de oro de la salsa dura, es decir, los años setenta, cuando en Guayaquil todavía existía prejuicio sobre esta música. Sólo a partir de 1979, la salsa llega a la clase media guayaquileña con letras de contenido urbano y social que introducen Willie Colón y Rubén Blades, a partir del álbum Siembra, cuyo principal éxito, “Pedro Navaja”, tuvo resonancia a nivel mundial.

La exigencia en la composición de letras “de contenido”, al parecer determinó el fin de esta línea de producción y el ascenso de la “salsa romántica” y la “salsa erótica”, en parte como respuesta a la diversificación del público y el crecimiento del mercado. En realidad, se trataba de baladas rítmicas con acento latino que escasamente aportaban a la riqueza del género musical. Sin embargo, a fines de los ochenta, estas derivas se impusieron en el gusto de muchos, aunque los salseros de vocación siguieron fieles al predominio de la clave y el tambor.

La historia de salsa y la música afroantillana en Guayaquil no estaría completa sin esos emblemáticos lugares donde se recreó el espíritu arrabalero y “jodedor” de los porteños: el bar de “Cortijo” Bustamante, el bar del “Cojo” Rigoberto Piedra -donde la clientela todavía degusta el buen pescado frito de las cinco de la tarde-, el Cabo Rojeño de los hermanos Pinoargote -“Yoyo” (barcelonista) y Galo (emelecista)-, los míticos “El Pez Que Fuma” y “Calle 7” de Iván Itúrburu, la salsoteca “Carlos Alberto” de Vicente Ayala (en Ismael Pérez Pazmiño y Febres Cordero), la primera “Cali Salsoteca” de Xavier Avilés, la salsoteca “Mi Nuevo Son” -la original, cuando quedaba a la entrada de Las Acacias- de Manolo Miranda, “La Maravilla”, del ex futbolista Mario Tenorio, en Los Sauces, y otros templos del placer mundano, referentes de la cultura salsera en nuestro medio.

Vale, por ello, reconocer el esfuerzo de estos gestores, no sólo porque propagaron los valores de una identidad musical, sino porque contribuyeron a afirmar las huellas de nuestro mulataje cultural, en una ciudad que minimiza y hasta olvida su ancestro africano. Quizá sin saberlo, este fue el mayor legado de Miguel “Cortijo” Bustamante, el guayaquileño, el futbolista, el sonero.

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