Padre Pablo: el cura indígena de la Catedral
Es extraño ver a un sacerdote con el cabello largo. “A la gente como que aún le sorprende y no se acostumbra a verme así”, dice el padre Pablo Pineda, quien posee una cabellera muy lacia y oscura que le llega hasta más abajo de sus hombros.
Y aunque el pelo largo podría interpretarse como rebeldía, según algunos códigos culturales, para él en cambio significa tradición y fidelidad a su casta. Por eso lo lleva recogido en una trenza, que nace desde la mitad de su cabeza y termina en un grueso moño negro.
La forma en la que dispone su cabello, las alpargatas y el pantalón blanco es parte del atuendo que usa a diario, junto con el “alzacuello” clásico de los religiosos, que los identifica públicamente como sacerdotes, en este caso, uno de los pocos clérigos indígenas que existen en el país.
El padre Pablo, como le dicen los fieles de El Sagrario -iglesia adjunta a la Catedral Metropolitana de Guayaquil, donde es el vicario parroquial- llegó a la ciudad hace aproximadamente dos años y es, según sus propios cálculos, uno de los 20 sacerdotes de las diferentes comunidades indígenas que existen en Ecuador. Él cree que en la ciudad no hay más allá de cinco o seis, entre esos, él.
“...Pero yo soy el único que mantiene parte del atuendo”, dice de forma casi inaudible y pausada, mirando sobre el marco de sus lentes con una gran serenidad.
Pablo Orlando Pineda Morales nació hace 32 años en el cantón Antonio Ante, en la provincia de Imbabura, en una pequeña comunidad llamada “La Esperanza”, donde -cuenta- la mitad de la población es indígena y la mitad es mestiza. Allí vivió desde siempre, fue al seminario mayor y sintió el “llamado”, como denomina a su inclinación por la vida sacerdotal.
“...llegó cuando estuve en el colegio y luego se hizo más fuerte cuando ingresé a la universidad. Avancé hasta segundo año de Administración de Empresas y luego entré al seminario a los 20 años. Es un don que el señor nos pone”.
Sus abuelos, descendientes de indígenas otavaleños, se dedicaban al comercio de ponchos. Sus padres, como casi todos en su comunidad, a la agricultura. Él, a estudiar desde siempre.
“Eso tiene mucho que ver con la falta de vocaciones en las comunidades indígenas. Cuando ingresamos al Seminario éramos 18. Entre ellos habíamos únicamente dos indígenas. Antes se priorizaba el trabajo, pero ahora también el estudio y la cercanía con la iglesia y la religión. Esto ayuda a fomentar la inclinación a la vida religiosa”, dice el sacerdote.
Este es uno de los propósitos de la Pastoral Indígena de la Arquidiócesis de Guayaquil, de la que estuvo al frente durante un tiempo, luego de tener a su cargo una parroquia en la Prosperina, un sector popular en el noroeste de la urbe. “Ha sido bastante fructífero, porque tenemos fieles que se han acogido a la religión protestante y luego han regresado a la Iglesia Católica”, explica.
El padre Pablo vive ahora en la Casa Arzobispal y su día comienza aproximadamente a las 05:00 con el rezo del Laudes (la oración de la mañana), la eucaristía y, posteriormente, la jornada de confesiones.
“Nosotros no tenemos descanso porque la gente nos busca siempre. Si no estamos en misa, necesitan confesiones o visitas a enfermos”, sostiene. No obstante, para lo que sí encuentra tiempo es para estudiar.
“La teología me gusta mucho. Leo sobre los tratados de Dios, la Teología Moral y los textos de Royo Marín, a quien tengo de referente”, explica. De hecho, la sobria oficina en la que atendió esta entrevista está llena de libros de entre los cuales destaca un grueso texto llamado “Diccionario de la Biblia”.
De estos seis años de vida sacerdotal, uno de sus mejores recuerdos es su primera misa, en su pueblo natal en el 2006. Hubo fiesta, ceremonias y algarabía pública, recuerda.
“Estaba profundamente alegre, aunque ahora no recuerdo mucho, pero ha de ser porque estaba nervioso. La misa se dio el mismo día de mi ordenación, fue muy bonito”, narra sonriendo.
Según dice, él pertenece a los “diocesanos”, lo que significa especializados en el trabajo en las parroquias para las que es designado.
“El señor nos pone diferentes carismas en el corazón. Algunos son profesores, otros trabajan con jóvenes y otros están orientados a las comunidades”, explica.
Llega la hora de atender a los fieles. Camina rápido con pasos cortos hasta la sacristía, donde lo espera el alba, el cíngulo y la estola penitencial: las prendas ceremoniales de las confesiones... Al pie del confesionario está la primera pecadora del día, que espera en una larga fila para obtener la absolución.