La avenida 9 de Octubre, en el centro de Guayaquil, no es la misma en diciembre. Hay dos elementos, codependientes, que cambian el panorama: los cientos de compradores, entre los cuales hay que abrirse paso en las aceras, y, principalmente,  las decenas de comerciantes ‘autónomos’ (conocidos como informales), que venden todo tipo de productos.

En el último mes en la arteria principal del casco comercial se puede presenciar una clase magistral de ventas, pero al aire libre.    

Julio Almeida, de 39 años de edad, es uno de sus exponentes.  Antes de que empiece a disertar capta la atención de los transeúntes de 9 de Octubre y Pedro Carbo. Lo hace con un micrófono, manos libre, un parlante que lleva en el cinto y un trípode, sobre el que monta un pequeño plasma a colores.  

Con un dejo, parecido al de los colombianos, promete que su producto es la solución a los problemas en muchos hogares: “Olvídese de arriesgar su integridad para poner tapas de ollas en los techos de las casas o de comprar antenas costosas para su plasma. Las rayas que no dejan ver su programa favorito son por la antena, no por el televisor nuevo. Hoy, por promoción, les traigo una parabólica que elimina interferencias, fácil de poner, y de acero inoxidable, por tan solo $5. Si no le gusta o tiene algún desperfecto puede buscarme por aquí y se la cambio”, seduce Almeida a casi una decena de oyentes.

Almeida, que puede disertar un cuarto de hora sin pausa (como grabación), vende hasta 3 piezas en ese lapso. Él remata su discurso argumentando que su producto es el mismo que se expende en la televisión. Y es mejor comprarle a él. “Hoy, solo por hoy, se llevan gratis dos metros de cable ‘coaxial’ para ponerlos en el techo. Ellos (ventas en la tv) no les dan nada y es más caro, yo les doy un obsequio”.

Pero, instintivamente, al ver una camioneta de los Policías Metropolitanos, Almeida toma su maleta de antenas, su televisor, y corre. Su público, al que le costó cautivar, se dispersa. Más tarde, agitado, reaparece, pero se ha quedado solo. “¡Ya perdí el hilo (del discurso)!”.

¿Ejercer el oficio de informal es difícil en Guayaquil? Almeida, aún agitado,  dice que no. Tras 20 años de experiencia en las calles asegura que en el puerto principal hay compradores y ventas. “Fácilmente puedo vender 40 antenas en un día. El problema es que (los municipales) no dejan trabajar”, confiesa ya sin dejo ‘paisa’. Él es guayaquileño, pero trabajó en Colombia y Perú.

Almeida, quien ha recorrido el país como ambulante, identifica al Municipio de Guayaquil como el culpable de que no pueda trabajar. Prueba de ello, añade, es que el lunes le quitaron una maleta con antenas, pero no las reclama porque la multa y el papeleo le costarían  alrededor de $70. “El castigo es el valor de la mercadería. No ganaría. Lo que me preocupa es que me quiten mi televisor, este modelo no lo venden acá”, expresa mirando a todas partes y con el aparato en brazos.

Por ese motivo tiene que armar estrategias para sobrevivir. “Lo ideal sería que trabajemos cinco: dos vendamos y tres se ocupen de avisarnos cuándo llegan los metropolitanos. Nosotros también generamos empleo porque les pagamos un sueldo mensual”, detalla, y luego confiesa que no mete carpeta en un trabajo fijo porque por su formación académica, de segundo nivel, solo le pagarían un sueldo básico.

Con los mismos problemas en su oficio, aunque con otro estilo, Rosa Elena González, de 50 años, convierte en vitrina cualquier esquina. Su punto de venta es una zona de protección para peatones, donde se hace una construcción, cerca de Boyacá. En uno de los pasamanos de madera, sin molestar ni ocupar la acera, cuelga todos los días portadocumentos y billeteras que cuestan entre $1 y $3.  

Su mirada inquieta es un indicio de que también le preocupa el decomiso de la mercadería. González estima que desde el 15 de diciembre mejoran las ventas por los pagos a los empleados. Sin embargo, para ella “Guayaquil es un sitio donde se puede vender hasta piedras pintadas”.

Samborondón, Durán, Huaquillas... En ninguna otra ciudad donde ha trabajado, dice, hay tantos consumidores como en el puerto principal.  Promocionando con un tono de voz bajo: “¡Billeteras¡ ¡Portadocumentos!” consigue siempre clientela en la 9 de Octubre. 

La mujer, originaria de Piura, cree que empleo existe y que nadie debe tener vergüenza de salir a trabajar a las calles.

A pocos metros de ella también trabaja Johnny Solórzano. Él pasa desapercibido como cualquier transeúnte que espera a otra persona. La única diferencia está en que lleva en las manos decenas de audífonos y cargadores para celulares.

Como sus colegas, Solórzano no se queda en un solo sitio, sino que busca a la clientela. Aunque no desconoce que la 9 de Octubre es un buen sitio. El producto que impulsa depende de la temporada. En fin de año, explica, todos necesitan hablar por teléfono y requieren cargadores. “Y para evitarles que busquen uno de una marca específica yo les vendo, a $5, un ‘pulpo’ con 5 entradas distintas y que permite conectar a igual número de modelos”.

En cambio, los audífonos son para los jóvenes, pues ha notado que ahora “todos andan escuchando música”. Para él hay días buenos y malos, comercialmente hablando. Aquello depende de los metropolitanos. “A veces dejan trabajar y otras no”, resume.
Una vez que culmine diciembre, adelanta, cambiará de mercadería, pues con las lluvias todos empiezan a comprar paraguas y zapatillas. “Siempre hay gente a la que se le dañan los zapatos”.