Severo Sarduy, el lenguaje del ahogado
Un 8 de junio de 1993, a las 07:40 de la noche, muere en París el cubano Severo Sarduy.
El escritor, quien llevaba varios años padeciendo las secuelas del sida, fallece finalmente a causa de una pleuresía o inflamación del revestimiento de los pulmones y el tórax.
“Nacer ahogado. Morir ahogado. Toda muerte, como quiera que se presente, ¿no será una forma disfrazada de ahogo?”, se pregunta Severo Sarduy en su diario de esos años.
A partir de 1991, Sarduy pasa largos períodos internado en un hospital parisino observando cómo varias veces al día se le drenaba de los pulmones un líquido amarillento, de “matices dorados que miden el grado de morbidez, el oro -así se califica el virus, estafilococo dorado- que se adhiere a las paredes de la pleura”.
Desde ese catre hospitalario, a la vista de su propio pus, Sarduy escribe paralelamente a Diario de la peste, lo que será su última novela, Cocuyo.
La publicación de Cocuyo en 1991 culmina la trilogía compuesta por Cobra (1972) y Colibrí (1984). Aunque en general puede afirmarse que la obra de Severo Sarduy está atravesada por muchos elementos biográficos, en Cocuyo este acto de autoficcionalización encuentra su mayor auge.
Al estilo del bildungsroman, la novela sigue la historia -desde el nacimiento hasta la muerte- de un niño chino-mulato cabezón quien se pasa la vida tratando de descifrar un lenguaje y así descubrir la verdad de los signos que se le presentan. Al final de la novela, cuando Cocuyo por fin logra interpretar los jeroglíficos y los mensajes escritos en la arquitectura de Cuba, se da cuenta de que la enfermedad que parece intoxicar a la ciudad y a los habitantes viene de dentro de él mismo.
Entreverado, lleno de rincones, cornisas y arabescos, así es el lenguaje de Severo Sarduy, quien nace en Camagüey el 25 de febrero de 1937.
Gracias a su innovadora calidad poética, la obra de Sarduy es considerada -junto con la de José Lezama Lima, Guillermo Cabrera Infante y Reinaldo Arenas- como una de las más influyentes de la tradición literaria cubana moderna.
En 1960, después de terminar sus estudios de medicina en La Habana, Sarduy se traslada a Madrid por motivo de una beca para estudiar arte.
Pero tan solo unos meses después de su llegada a la capital española, Sarduy se ve obligado a migrar de nuevo debido a la tensión política que se desata entre el gobierno español y los refugiados cubanos.
Es así como Sarduy llega a París, ciudad que abandonará solo durante cierto tiempo para realizar viajes por Europa, China e India, y donde encontrará gracias a sus amigos de la revista Tel Quel, su centro artístico y personal.
Aunque ya en Cuba Sarduy había publicado poemas y cuentos cortos en las revistas Ciclón y Carteles, será en París donde la obra literaria del escritor tomará voz y forma.
Uno de los eventos de mayor impacto para la formación artística de Sarduy fue sin lugar a dudas su relación con los escritores franceses Phillipe Sollers y Nathalie Sarraute, y con figuras del estructuralismo francés Roland Barthes y Julia Kristeva.
Otro aspecto relevante además de sus repetidos viajes a Asia, donde Sarduy aprendió sobre el budismo, otra importante influencia en la construcción de su universo literario, fueron sus estudios sobre la cosmología barroca de Kepler.
Toda esta pluralidad cultural y social que se le abre a Severo Sarduy gracias a su entrada a Francia, lo inspira a desarrollar un lenguaje poético que fuese al mismo tiempo barroco -es decir, lleno de reverses lingüísticos- y tan superficial y extenso como la piel misma del cuerpo.
La obra de Severo Sarduy busca, entonces, traer a dialogar en un mismo plano las más finas ideas del psicoanálisis y el estructuralismo francés con sonidos, expresiones, situaciones y, más que nada, corporalidades meramente cubanas.
Este interés del escritor por desarrollar un trabajo poético que cruzara y complicara las líneas que separan la literatura latinoamericana y el pensamiento filosófico hace que nos sea imposible posicionar su obra en una sola región del lenguaje. En la poética de Severo Sarduy es evidente que todo en el universo está conectado, y que cada forma, idea y sonido encuentra en otro objeto una reverberación y un eco deforme de sí mismo.
Es por tanto que al leer sus textos vemos cómo la poesía, la ficción y la autobiografía se mezclan con la crítica, la astronomía, la física y la arquitectura, pues para él, la palabra es el gesto unificador por excelencia; deseo y pulsión de muerte.
Nacer y morir ahogado
Hasta el final de sus días, Sarduy entendió la escritura como un travestismo, como un ejercicio de falsificación y mimetismo. Sin embargo, su experiencia con el sida (la cual quizás trae de regreso a la memoria de Sarduy sus años de formación médica) hace que el escritor empiece a pensar en el lenguaje como en un síntoma y en la escritura como la práctica de desciframiento de la enfermedad ignota.
Como en ningún otro texto de su vasta producción literaria, la novela Cocuyo nos permite entrever de qué se trata ese pensamiento tardío de Severo Sarduy, embarazado de una fuerza negatividad, y en el cual el lenguaje aparece como aquello que devela el vacío.
En su diario privado Sarduy escribe: “Nací ahogado. En el estado intrauterino las paredes de la pleura se tocan, están cerradas; el aire del nacimiento las abre. En las secuelas, que padezco, de la enfermedad, está escrita mi pulsión de regreso al estado prenatal, el único feliz, que no sé por qué identifico con el estado póstumo, como si yo tuviera que terminar como empecé”.
Igual que el escritor, Cocuyo, el personaje homónimo de su última novela, nace ahogado entre el excremento, bajo la mirada punzante de sus tías y que después de una larga travesía, de un enmarañado viaje hacia la verdad, termina sus días ahogado en el fango, bajo la mirada punzante de millones de estrellas.
Más allá de ser uno de los reflejos del escritor cubano, Cocuyo es una alegoría del lenguaje. El niño mulato-chino afeminado que viaja por toda Cuba buscando la verdad que se le esconde detrás de la superficie de las cosas, de la piel de su vida, es también la encarnación del poder de invocación de la palabra. Sin embargo, aquello que Cocuyo invoca no es un objeto lleno de significado, sino por el contrario, es algo anodino y fatuo. Al comienzo de la novela, Cocuyo balbucea con esfuerzo, casi que regurgitando, gimiendo mecánicamente una profecía.
Este intento mudo de Cocuyo por hablar, por comunicar, más allá de vaticinar los eventos de su vida, augura su propia muerte. “Milímetro, decímetro, y centímetro”, es el primer lenguaje que tose.
Y así, como si llamara su muerte a la vida con esas palabras, en la última escena vemos a Cocuyo entre el fango, recorriendo con sus dedos la longitud de sus cicatrices.
Cocuyo jura al mundo no curar las heridas pues “son las marcas de la mentira, las firmas en mi cuerpo de la indignidad”. El nuevo lenguaje que ha adquirido y que le ha permitido desvelar la realidad le ha mostrado que detrás de las cosas no se esconde sino su desecho.
En este último período de la obra de Severo Sarduy, el ser y el lenguaje son vistos como un largo viaje de regreso hacia el vacío oscuro del origen, algo que Sigmund Freud explica con su máxima “donde Ello era, Yo debo devenir”.
El ser, como el lenguaje, parten en su poética de un ahogo primordial, la paradójica imposibilidad de ser y expresar, y así, de manera inevitable, se dirigen a otro fatal ahogo.
Pero el regreso del que Sarduy nos habla no representa un movimiento cíclico en dirección a un centro único, sino más bien un viaje hacia un origen transformado, hacia lo que podría llamarse un centro mutado. Es así como la metáfora que acompaña la cosmología de Sarduy no es la del círculo sino la de la elipse; figura que a diferencia del círculo no posee un punto central sino dos.
En su ensayo titulado La cosmología barroca, Sarduy escribe: “La figura maestra no es el círculo de centro único, irradiante, luminoso y paternal sino la elipse, que opone a ese foco visible otro igualmente operante, igualmente real, pero obturado, muerto, nocturno, el centro ciego, reverso del Yang germinador del Sol, el ausente”.
“Nacer ahogado. Morir ahogado”, declara Sarduy en su lecho de muerte refiriéndose a él mismo, pero hablando también de Cocuyo: de la palabra como un gesto imposible, que siempre intenta decir, pero nunca alcanza del todo a comunicar.
“Nacer ahogado. Morir ahogado”, declara Sarduy refiriéndose también a su cocuyo, a su palabra que es como una luciérnaga, cuya luz y cuyo sentido solo es visto y oído en el ocaso del mundo, en la noche, en la muerte. En el absoluto silencio. (O)