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El Telégrafo
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Roberto Bolaño reconstruido desde el yo/nosotros

Roberto Bolaño reconstruido desde el yo/nosotros
21 de diciembre de 2013 - 00:00

Roberto Bolaño decía que él no tenía patria, que su patria eran sus hijos, sus recuerdos y los libros leídos. Esa afirmación pretendía contextualizar la postura de la obra de Bolaño frente al canon literario occidental y su papel dentro de este. Sin embargo, no se debe caer en la trampa de creer que aquella irónica aseveración sobre la imposibilidad de un vínculo patriótico, es, en modo alguno, inocente o inofensiva. Bolaño deliberadamente trazó, tanto en sus obras narrativas, como en sus ensayos y entrevistas (como el Borges cuentista), un marco virtual y engañoso dentro del cual quería que se lo leyera. Así pues, que su figura continúe cubierta por un halo de misticismo es, en gran parte, un producto de la incapacidad crítica con la que lo han enfrentado sus lectores (nosotros), además de una estrategia de mercado de sus editores, que entendieron perfectamente la premisa de que lo místico vende.

No pretendo con esto reducir de manera alguna la importancia que la literatura de Bolaño pueda mantener con respecto a la literatura; no quiero restarle ningún mérito. Sí quiero, en cambio, sumarle culpas. Es una tarea fundamental para la crítica literaria reconstruir una imagen desmitificada y secular de la narrativa de Bolaño.

2666: la narración de lo anodino
Un lector crítico no debe confundir jamás el malestar literario con el malestar literal. Es en la confusión de estos dos donde han encallado muchas críticas de la novela final de Bolaño. De La parte de los crímenes (la cuarta parte de la novela) se ha dicho a menudo que es ilegible debido a la recurrencia del mismo tema (los feminicidios en Santa Teresa - reflejo literario de Ciudad Juárez) y la carencia de un hilo argumental (solo existen indicios, casi motivos recurrentes: las investigaciones y la brutalidad policiales, el devaneo del alemán Klaus Haas ante la justicia mexicana, una adivina pidiendo paz en un set de televisión, entre otros) la hacen ilegible. Esta idea pone el dedo en la llaga; sin embargo, el malestar literal que se siente durante la lectura de esta parte es un efecto, es decir, deseado por el autor para transmitir su ira ante el problema de los feminicidios. La aparente banalización de la violencia, el aparente caos y el desorden responden a la necesidad formal de otorgar a la inconmensurable violencia de Santa Teresa (que refleja la del resto de la humanidad) una forma que la ‘comprehenda’.

Esta forma, que representa lo inconmensurable, responde al hecho de que el objeto que representa escapa también de cualquier mesura. La parte de los crímenes es una llamada de atención a todas las metafísicas y filosofías, para recordarles que, a pesar de sus múltiples intentos, han fracasado en la creación de un hombre mejor. Esta novela, que relata 44 feminicidios en Santa Teresa, termina con un diálogo banal sobre la creación del helado Füsrt Puckler.

Sin embargo, esta estética de lo anodino debe entenderse como tal: una estética. Porque, en su afán de mostrar las fluctuaciones de la existencia entre lo fútil y lo trascendente, Bolaño nos recuerda que el ojo de la literatura decide qué es lo que muestra. Y es que una lectura ingenua podría creer que las novelas de Bolaño son tan reales como la vida misma; pero esto sería un error porque, en la literatura de Bolaño, todo está calculado, en un afán literario por separar la literatura de la realidad. El buen lector entiende que el velo que nos separa de los libros (¿tristemente?) es inamovible.

Nocturno de Chile y la fluctuación del yo
Y así como el ojo que desenfoca es precursor del ojo que todo lo mira; hay un narrador que es anterior (formal, no cronológicamente) a estos dos: la narración de un supuesto yo invariable. Sebastián Urrutia Lacroix, clérigo del Opus Dei, es el narrador protagonista de Nocturno de Chile. La novela, que relata la revisión del yo en sus contactos con la maldad y que aparenta proponer un yo absolutamente hermético (y por eso incapaz de sentir culpa ante su participación en hechos atroces, como las clases de Marxismo a Pinochet), parecería, desde un enfoque ingenuo, el simple registro de los acontecimientos de un yo: yo he visto, yo he dicho, yo he hecho, etc. Esta mirada ingenua podría deducir que cualquier experiencia, en una estética como la de Bolaño, es literariamente válida. La verdad es muy distinta. Todo el sistema narrativo que Bolaño despliega en esta novela está calculado para mantener la apariencia de un narrador solipsista. No es sino en la frase final: “Y después se desata la tormenta de mierda”, cuando el lector debería ver que el motor de la narración había sido siempre la culpa de Urrutia por ser simplemente un cobarde espectador y que cuando Urrutia dice “yo”, en realidad, quiere decir “nosotros”. Y con “nosotros” se refiere a aquel país que (parafraseando a Bolaño), cansado de ser paisaje, ha decidido convertirse también en patria.

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