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Ecuador, 23 de Diciembre de 2024
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El Telégrafo
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"El fin de la familia", un recuerdo que se moja

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“Escribir es la única justicia que puedo hacer por mi familia, por los que están, por los que se fueron y por los que llegarán”, de esta manera, el prolífico escritor guayaquileño Augusto Rodríguez declara por qué decidió escribir El fin de la familia.

Esta novela de paginaje breve, pero de intenso contenido, converge pequeñas historias vinculadas con la historia global de su núcleo familiar, y todas ellas portadoras de un conflicto específico.

La suma de estos conforman el gran fresco de una familia sui generis en el que pasiones y emociones intensas provocan un clima de sostenida tensión, el llamado a mantener en vilo el interés lector, desde la primera hasta la última página de esta obra.

Apelando a un “estratégico” punto de partida, Rodríguez inicia su novela revisando un viejo álbum de fotos pertenecientes a familiares “que ya no están en el mundo o de otros que lucen canosos e irreconocibles”.

El narrador protagonista, con trazos precisos, configura los retratos hablados de los seres que ha evocado a causa de contemplar sus fotografías, los que resultan ser los personajes que mayor incidencia ejercieron sobre él en su infancia y juventud. Ellos, pese al paso de los años, han seguido gravitando en su memoria corazonal.

El fin de la familia inicia con la muerte de un abuelo ilustrado, lector obsesivo compulsivo, quien creó en la mente del sujeto narrativo “un puente indestructible lleno de imágenes sólidas”.

Concluye con el deceso de una matriarca inolvidable, su abuela materna, que será victimada por “una hija víbora, una hija buitre y una hija cuervo”, según los epítetos lapidarios del narrador a la malvada de esta historia.

El universo referencial al que se remite el autor, está alimentado, según confiesa, “por diálogos, personajes, autores, libros, imágenes de películas que constantemente pasan por su mente”. Este material se hace ostensible en un discurso alejado de rebuscamientos retóricos y alardes lingüísticos, el que fluye sin interrupciones por el cauce semántico lógico, y por ello asimilable, por el que se desplaza este anecdotario.

Basada en hechos reales, esta biografía de una familia, que por su extrañeza escapa al común denominador que identifica a la familia de la mass media guayaquileña, acusa una marcada autenticidad, un nivel de verismo que convence y conmueve a un lector sensible. 

Cada mosaico narrativo que se inserta en la totalidad de esta amena noveleta (novela corta), posee autonomía propia. De cada uno de ellos, el narrador podría servirse como “embriones” para el desarrollo futuro de cuentos y novelas.

Árbol genealógico de cuyas ramas penden relatos de atrapante factura, en cada apartado de El fin de la familia, casi por lo general fungen como coprotagonistas dos presencias vinculadas entre sí por sentimientos de diversa índole: amor, amistad, temor, desamor e, incluso, hasta odio.

La dupla que acusa una mayor relevancia en el aspecto afectivo, es la conformada por el sujeto narrativo y su padre, quienes protagonizan escenas de intensa emotividad, como esta que traigo a colación: “La imagen más recurrente de mi familia, es en Halloween, cuando me disfracé de Spiderman. Esta imagen es importante para mí porque fue el año de la separación de mis progenitores. En la foto se lo ve muy triste. Recuerdo que me saqué la máscara y me puse a llorar. Él se acercó a mí y me dio un fuerte y largo abrazo. No sabía que era el fin de su matrimonio, pero recuerdo que lloraba, lloraba mucho”.

Evocada con una mezcla de admiración y tristeza, la figura paterna se erige en foco generador de párrafos funcionalmente “desgarradores”. 

Dúo de fuerte contraste es el integrado por dos hermanas de la madre del sujeto narrativo: la tía R y la tía “desquiciada”, la primera, “una buena mujer”; y la otra, tan malvada que al narrador le resulta inconcebible concebir que las dos hayan salido de un mismo útero.            

Y dueto de carácter incestuoso es el integrado por un tío pervertido y un sobrino, quien desde los ocho años se convirtió en el objeto sexual del pedófilo, a cambio de golosinas y dinero, hasta que, convertido en un hombre, el sobrino amenazará a su tío con denunciarlo a la policía si este sigue incitándolo a tener relaciones aberrantes. La desnuda crudeza de este relato, titulado “Mi amigo X”, hacen que este texto acceda a niveles cualitativos de plausible excelencia.

Todo parece envejecer dentro del tiempo-espacio que ocupa esta novela de Rodríguez, melancólica por donde se la aborde y se la mire.

Envejecen los personajes dentro de sus dramas particulares; envejece Urdesa, la ciudadela residencial en la que nació, se hizo joven y después adulto el narrador protagonista, testigo fidedigno del cambio que se operó entre un antes – “cuando en Urdesa no volaban ni las moscas”– y un después de este tradicional barrio guayaquileño, preso de un enloquecedor vértigo comercial y convertido, debido a la migración de las nuevas generaciones hacia urbanizaciones ultramodernas, en una zona habitada, en su mayoría, por abuelos olvidados.

En el poético “Epilogo” con el que Augusto cierra su novela, da cuenta del estado al que arriba finalmente su familia, después de que esta atraviesa por una cadena de conflictos; la que va quedando “como parte de un triste recuerdo. Un recuerdo que se moja como una fotografía bajo una lluvia de sangre mientras se escuchan a lo lejos los violines”.

No hay más vueltas que dar en torno a esta provocadora narración de Rodríguez, acabada metáfora de muerte – vida, como él la califica, apreciación que se corrobora con este devastador final: “la familia, como muralla, como árbol frondoso, como agua que genera vida, se ha secado”

¡Sí, se ha secado! es decir que ha llegado irremediablemente a su fin. (I)  

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