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El Telégrafo
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Un relato de Liset Lantigua

Muñecos de trapo, breve historia de la lectura (ESPECIAL)

Muñecos de trapo, breve historia de la lectura (ESPECIAL)
22 de abril de 2014 - 00:00 - Liset Lantigua, especial para El Telégrafo

Todo empezó en el comienzo, con la llegada de ellas a un mundo en el que ya todo estaba nombrado. Me pregunto a qué otra premisa podría responder la subversividad femenina más que a la de haber tenido que renombrar en secreto ese mundo en el que las manzanas trepidaban bajo el pecado de la palabra. ¿Cómo pudo encontrar un resquicio en esa madeja de conocimientos cuyo techo alcanzaba la estatura del hombre, el peso de una sabiduría que no le concernía porque la voz de nombrar no era suya siquiera?

Es simple, la mujer cargó con el orden y el caos primigenio, cuya suerte la aproximaba más al azar que a la providencia.  En una mano sostuvo la culpa y en la otra la marginalidad, la exclusión de lo extemporáneo pero útil, porque venía a completar un vacío y desde entonces se dedicó a remendar, a zurcir, mientras la historia crecía a bocanadas en su imaginación. (IR AL ESPECIAL POR EL DÍA DEL LIBRO)

DATOS

Liset Lantigua González es una poeta y escritora cubano-ecuatoriana.

Se ha dedicado a la docencia como profesora de Literatura y  trabajó para el Sistema Nacional de Bibliotecas (SINAB) con un proyecto para la reorganización de las bibliotecas públicas ecuatorianas, y para Grupo Editorial Norma como consultora de Plan Lector.

Actualmente es editora de las colecciones para niños y jóvenes de Zonacuario.

Es autora de varios poemarios para adultos. Su obra para niños incluye novela, cuento y poesía.

Su novela Me llamo Trece, publicada por Alfaguara Ecuador, recibió el premio nacional de Novela Darío Guevara Mayorga 2013.
Esta suerte de síntesis me lleva a mi abuela, cuya escolaridad alcanzó a duras penas a los primeros aprendizajes. Mi abuela tuvo la suerte de aprender a leer y a escribir y lo tenía muy claro. Decía: “Mis vecinas eran muy talentosas porque hacían muñecas de trapo con sus hijos y sus espumaderas y sus animales de granja; pero nunca aprendieron a leer”. Lo decía con pena. Mi abuela probó la manzana, la saboreó y cerró los ojos segura de que la vida no le debía nada. Fue una mujer peligrosa como lo fueron otras cuya peligrosidad creó nombres, máscaras, voces…

Se atrincheraron en los roperos, en el silencio conventual de sus tardes, en la peste y en la locura para dejar su obra sobre capas de polvo femenino, de generaciones analfabetas, mutiladas.

Mi abuela hablaba de la infertilidad y del divorcio y del racismo como si renombrara las cosas, enardecida por ese tiempo que le daba los libros en una vida que no dejó de ser doméstica. Y tras cada lectura volvía transfigurada, como más joven aunque estuviera muriendo, y yo pensaba que era una pena que aquella juventud no fuera cierta con lo mucho que la necesitábamos. Con ella aprendí que la lectura no libera a la gente, pero le hace entrever los balaustres, los cerrojos, los muros de cal y canto y eso es bastante si se piensa que la libertad es un sabor que imaginamos mucho antes de poner la mesa o el cuerpo: antes de amamantar. Es eso o es nada.

Con cada libro que leo le hago homenaje a su peligrosidad. Y a diferencia de ella, tengo miedo; miedo a la censura, a la inequidad, a la indiferencia, a los retazos con los que nos rellena la publicidad, a la contaminación de los pasajes hacia los libros en este tiempo de aprendizajes aglutinantes y certificados, a la ingratitud que nos hace olvidar que lo más importante lo aprendimos a los 7 años. Porque la lectura -como decía ella- nos proporciona al menos algunos recursos para defendernos. Solo por lo indefensos que estamos es que temo.

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