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Ecuador, 24 de Diciembre de 2024
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El loco de Chanlewy o el espectáculo más grande del mundo

El loco de Chanlewy o el espectáculo más grande del mundo
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Caminaba sereno por la calle vetusta, pocos eran los transeúntes, viéndolo bien, no había ninguno; pero, que mejor para él, nadie observaría su ensayo, el último para el gran debut. Cogió y acarició la madera, era suave y resbaladiza; las fibras respondían a la melancolía del arco; la melodía se repetía una y otra vez. Llegaron las cinco de la tarde. Tres horas practicando. Mañana saldrá temprano, y verán el espectáculo más grande del mundo.

Zarpó del puerto –así llamaba al cuartucho donde dormía, que solo le servía para eso, ya que el resto de las horas se las pasaba vagando–. Arribó a la calle Monasterios. De manera imprevista sacó de entre el bolsillo –amplio y rasguñado de tanto buscar un centavo, casi siempre inexistente– un rollo de papel grueso. El rostro, triste y sin afeitar, se ilumina ante el sucio y grasiento pergamino; lo desenrolla, se ve algo escrito en él; lo coloca, pegándolo con algo de cinta adhesiva, en el costado superior derecho de la pared de ladrillo de la casa abandonada de la esquina. Empiezan los primeros movimientos con el arco; “Todo está bien”, se dice animoso. “Llegó la hora”. A los dos minutos frena su andar un joven, es el primer oyente. La atención de este se dirige al pergamino, con esa rara leyenda: “Yo, y nadie más, sino yo, soy Chanlewy. Las notas del violín alimentan mi espíritu y olfateo la brisa del lugar abandonado. Yo soy Chanlewy, yo”.

Entonó, en la presencia de seis personas, que luego se convirtieron en ocho, doce y veinte, la melodía –siete minutos– más extraña y hermosa a la vez; una que nadie escuchó antes, que se las gravaría en la mente como parte integrante y cotidiana de su existir. Sería como el pan, de todos los días.

Este personaje vivió y murió entonando la dulce melodía, la única que siempre ejecutaría. Hoy, la Monasterios se la conoce más como la calle del “Loco de Chanlewy”. Ahí sigue una réplica en bronce del viejo pergamino. Alguien sugirió una placa que llevase escrita la singular leyenda. Otros, fueron más lejos, pidieron un monumento, pero no… Y así.

Su cuerpo descansa… nadie sabe dónde.

Ruy Boirras, un estudioso portugués, escudriña un par de tomos del siglo diecisiete. Los libros, autoría de un monje piamontés, se hallaban en la biblioteca de un intelectual amigo suyo. Se topa con una página que devela un detalle intrigante.

–¡Qué raro!”, ¿Chanlewy?, ¿qué quiere decir? –Boirrás piensa, mientras lee a entre dientes unos de los intrigantes párrafos del texto: “Más allá, al norte de la frontera, un lugar desconocido; no está en la carta geográfica de Italia o Francia. Lo más extraño es que actualmente se encuentra abandonado, entendiéndose que era un poblado medieval de cierta importancia; algún principado feudal. No hay datos históricos; el porqué de ello, aún no se establece. Descendientes: ninguno.

En la siguiente página observa una ilustración, que grafica las ruinas de un aparente palacete, el cual se oculta parcialmente debido a cierta hierba impenetrable. Mira, además, en la parte frontal de la imagen del palacete algo que parece un escudo de familia. Para verlo con más claridad se vale de una lupa. Es como de piedra tallada, y tiene un nombre: “Chanlewy Sono Io”, y unos signos, de algo que se asemeja… no lo podría definir con exactitud, tal vez ¿el extracto de la partitura de una melodía? 

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