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La asfixia

La asfixia
Carlitos Almeida
29 de noviembre de 2020 - 00:00 - Oswaldo Orcés

Cuando Darío sube al bus, una extraña sensación de pánico le sofoca, siente una especie de encierro, el aire le falta, se le amortigua cuello y sienes, sobre todo la garganta; parecería como sí un anestésico, que adormece los nervios, le insensibilizara la faringe. Los músculos no responden, la saliva se hace espesa y lastima, se atraganta con ella, igual a un trozo de pan seco que le impidiera el paso de oxígeno a los pulmones.

Se desespera, no le gustaría en lo mínimo morir así, de repente, sin tener tiempo para despedirse o meditar en bueno o no tan bueno, en lo malo y lo no tan malo, que ha sido su corta vida. Desaparecer de tal manera es tan estúpido: ahogado por su propia saliva, densa como puñal, que corta su aliento divino. La idea de la muerte le obsesiona, en esos pocos segundos que se hacen eternos. Sacando fuerzas, casi sobrehumanas, intenta vencer la ansiedad que le sobreviene e invade cual enfermedad letal; y, ese acto, le da un cierto orgullo: ser, entre los muchos en la historia de este mundo, de los pocos capaz de tal control en semejante prueba.

“Es tarea de valientes”, se dice. Intempestivamente, como le suele ocurrir siempre, se calma; siente una liberación, despierta de esa pesadilla y analiza que todo lo sucedido no es más que pura tontería.

“¿Cómo puede uno dominarse por aquello?”. Es, entonces, cuando hace uso de más valor, y concluye que es esta la última vez que semejante psicosis le haga pasar un mal rato. “Cuando me venga la muerte esta será más gloriosa, menos indigna y frustrante y, sobre todo, conseguiré de ella un rasguño de tiempo que dejará en algo ordenada mi existencia”, analiza fríamente. “Es el fin de un rutinario trabajo pasajero que termina para comenzar otro”. Divagaciones que son interrumpidas por el leve empujón que alguien dirige a su hombro derecho.

- Perdone, ¿este bus pasa por la Patria? – le pregunta el confundido pasajero.
- ¡Si!... sí creo… ¡sí, sí! –contesta aturdido. No escucha bien lo que dice. Está abochornado. Cree que todos saben ya sus pensamientos, todo lo que le pasa.

Voltea el rostro hacia la ventana; se arrima a ella como protegiéndose. Con rabia y temor se increpa: “¿Morirme?, ¡sí no he hecho nada aún! ¡Es mi compromiso con todos!, ¿no?”.

Una vez tranquilo, llama a Dios; ve lo grande que es. “¡Hipócrita!, ya cuando estoy bien, fuera de peligro, me acuerdo de Él”.

Qué extraño día, un bus le enfrenta al drama y a la tragedia que esperaría a un hombre en un frente de batalla o en el clímax de la aflicción; pero, a él, a Darío, la claustrofobia de ese pequeño lugar, ese, simple, miserable lugar, le impacta como a un Waterloo o a la conquista del pico sombrío del Everest. Un acontecimiento desapercibido para el resto de la gente, mas intenso y traumático para un solo hombre, para un hombre solo.

La gente sube y baja. Darío desciende; camina a paso veloz, luego lentamente y más tardo aún. Cree que nada pasó, es ideal; ríe de su locura. Juguetea con el diario del jueves. Se siente feliz al ver, a lo lejos, la herrumbre del costado posterior del balcón de su casa.

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