“La revolución habrá que pensarla en clave barroca”
El único contacto que tuve con Bolívar Echeverría fue en enero de 2010, cuando me propuso gestionar la publicación en México de un ensayo sobre el Neobarroco, que tomaba en consideración, entre otras, algunas de sus ideas, y que me había animado a compartir con él. El hecho de que alguien de semejante estatura se tomara la molestia de responder, con tanto interés, a un joven desconocido, de esbozar tan afectuoso y cálido comentario y un pedido a un diletante, me da hasta hoy una idea de qué persona fue.
Pero además de dar cuenta de esa intuida sencillez humana (en contraste con una complejidad intelectual arborescente), y a pesar del desagradable regusto a “autobombo” (eso de “sí, yo conocí al filósofo, bla, bla, bla”; barata jactancia común entre la “intelectualidad” local), empezar diciendo lo anterior intenta más bien delimitar qué variables de su teorización -que fueron las trabajadas con denuedo en dicho ensayo- podría rescatar, de un “corpus” extenso, como fundamentales. Sobre todo en relación con ideas apuntaladas por otras voces de la izquierda contemporánea mundial, también críticas, desde luego, como la de Echeverría, con la modernidad capitalista.
Me refiero con esto último a pensadores que han ofrecido, por ejemplo, una relectura luminosa no solo de Marx (el caso de Zizek o, de un modo distinto, Laclau) sino del entero “asunto” de la izquierda actual, o más bien de las posibilidades de la izquierda actual (Stavrakakis o Badiou). Quepa decir, de todas formas, que de entre aquellos que conocen el trabajo de Echeverría a fondo en Ecuador, Iván Carvajal y Fernando Tinajero –autor del prólogo además de compilador de la reciente edición de ensayos políticos del filósofo- se han expresado ya de manera sentida y pertinente acerca del legado que nos deja quien, en palabras de su colega mexicano Andrés Barreda Marín, “fue el pensador crítico latinoamericano que más lejos llegó en la comprensión del capitalismo contemporáneo”.
En coincidencia con lo adelantado por Javier Ponce, resulta relevante decir que, sin duda, una de sus contribuciones más importantes es la noción del ethos barroco como posibilidad de una modernidad latinoamericana alternativa. Se trata de una articulación teórica (heideggeriano, sartreano e hijo de la matriz académica alemana, Echeverría deseaba, a su manera, la hilvanación de un sistema) que plantea que la demasía de lo barroco, en tanto “puesta en escena absoluta” -expresión que el autor toma de Adorno- es el signo natural de una posible Modernidad Otra para Latinoamérica, desmarcada del capitalismo rampante. Todo esto tomando en cuenta, entre otros aspectos pero muy enfáticamente -como también apunta Ponce-, el recurso del mestizaje, que permea los rasgos identitarios fundacionales de nuestro espectro cultural común como lo conocemos, gozamos y padecemos hasta hoy. Es en el mestizaje, a todo nivel, en donde tiene lugar esa puesta en escena continua; es en su condición de expresión barroca que debe generarse el regreso a aquello que Echeverría llama “el mundo de valores de la vida”, en referencia a esas formas de ser -biológica, social, estética y espiritualmente- no determinadas, no intervenidas por la lógica de la mercancía y la acumulación.
Quisiera entonces, a partir de allí, hacer referencia al tratamiento que el filósofo ha dado a un concepto históricamente tutelar para la izquierda: el de revolución. Para acercarse a la utopía de una Modernidad Barroca, Echeverría sugiere, cómo no, una “Revolución en clave barroca”... Revisar este último término permitirá que quede más claro, en el sentido de la presente argumentación, hasta qué punto su obra dialoga con la de los autores antes mencionados, aquellos que han conformado el panorama de la intelligentzia de izquierda de los últimos años a nivel mundial. Pero primero es necesario repasar el trayecto teórico de la noción de revolución en la ensayística del riobambeño.
En su texto Modernidad y revolución, asegura que esta última es, en cierta medida, un mito burgués puesto que “como una acción que es capaz de re-fundar la socialidad, de borrar la historia pasada y comenzar a escribirla sobre una página en blanco, (la revolución) corresponde a este antropocentrismo idolátrico de la edad moderna”. Agrega que “esta hibrys, esta pretensión exagerada, que va más allá de toda medida, es propia de la modernidad capitalista”. En ese sentido, refiere Echeverría, en el concepto de revolución luego acuñado por el comunismo o el socialismo “ha prevalecido siempre una ambigüedad”: en primera instancia, apunta a una acción que pretende eliminar de las relaciones de producción su “consistencia explotativa, la peculiar sintetización que ellas hacen del cuerpo social mediante el sacrificio sistémico de una parte del mismo (clase) en beneficio de otra”. Es así que se consolida la idea de “revolución como emancipación”.
En segunda instancia, el socialismo pone a circular una idea de revolución que plantea la sustitución de la sociedad humana tradicional por una nueva, completamente moderna, “es decir, diseñada de acuerdo al progreso de las fuerzas productivas, con un ser humano modelado por los nuevos medios de producción, para la sucesión de revoluciones industriales, la marcha indetenible del progreso¨. De tal suerte que el socialismo ‘real’, supuestamente rupturista en relación con una linealidad histórica, no pretende otra cosa, paradójicamente, que terminar o completar el proyecto iniciado por la modernidad industrial capitalista. La revolución socialista sustituye, entonces, totalmente, "unas formas naturales tradicionales por otras creadas en la mesa de planificación de los comités centrales y sus ingenieros sociales".
El autor concluye que, a finales del siglo pasado, se instaló, pues, un desencanto, una desilusión profunda con la apuesta romántica del mito revolucionario. Es por eso que en su ensayo La clave barroca de América Latina, expresa lo siguiente: “Tal vez lo que es revolución habrá que pensarlo ya no en clave romántica sino, por ejemplo, en clave barroca. No como la toma apoteósica del Palacio de Invierno, sino como la invasión rizomática, de violencia no militar, oculta y lenta pero omnipresente e imparable, de aquellos otros lugares, lejanos a veces del pretencioso escenario de la Política, en donde lo político -lo re-fundador de las formas de la socialidad- se prolonga también y está presente dentro de la vida cotidiana”.
Es a partir de allí –desde esa noción de revolución barroca- que el trabajo de Echeverría encaja bien en el debate extendido, reciente, sobre cómo la izquierda ha debido redefinirse y despojarse de los dogmatismos autoritarios que la encorsetaron hasta asfixiarla. Me atrevería a decir que a la utópica puesta en marcha de esa revolución barroca –tal como ha sido definida en el párrafo anterior, sin tomarla como ¨privativa¨ de los latinoamericanos- podría contribuir el trabajo de Zizek, por decir algo, quien concilia el pensamiento de izquierda con la teoría psicoanalítica y una hermenéutica de la cultura popular; así como Badiou y su teoría de la sutura… Sugiero que nos fijemos, apenas como ejemplo de esa clara sintonía intelectual, en que el ensayo Cultura y barbarie, del ecuatoriano, sobre la invasión norteamericana a Irak, bien podría ser la segunda cara de un díptico conformado también por Lo que Rumsfeld no sabe que sabe sobre Abu Grahib, texto de Zizek sobre el mismo tema, en la medida en que existe una suerte de sensibilidad compartida para poner en juego una lectura compleja de la guerra imperial… Echeverría se transforma, con su articulación teórica, en alto interlocutor de este debate re-fundador del pensamiento de izquierda, y ponderando, valga repetirlo, algo que no es poca cosa: las condiciones para una modernidad latinoamericana particular, nutrida por la demasía del barroco; aquella demasía, aquella potencia pura que va descascarando la idea romántica, muy al uso, de revolución.