Bolívar Echeverría y sus metáforas "promisorias"
Sería muy pretencioso sostener que conocí a Bolívar Echeverría desde hace mucho tiempo. No. Lo conocí en los últimos años a través de algunas conversaciones entre cotidianas y luminosas. Tampoco que conozco a fondo y metódicamente su obra. No. Soy constructor de metáforas y lo que recibí de sus libros son inmensas metáforas que hablan, a mi entender, más que un discurso bien estructurado. Y en respaldo de aquello podría citar las iluminadoras reflexiones de María Zambrano sobre la relación, las confluencias y desencuentros entre poesía y filosofía.
Recuerdo de él sus ojos marcadamente redondos, circulares, profundamente abiertos y mirando intensa y fijamente al fondo de nosotros y a todo su alrededor. Capaces por tanto de mirar al mundo en su totalidad. Una mirada generosa que creaba la impresión de que estaba poniendo una gran atención a lo que yo simplemente balbuceaba. Y todo aquello acompañado de una sonrisa abierta o una risa secreta que daba a la conversación un calor de habitación abrigada por el fuego de una estufa.
Lo primero que compartí con él fue el amor por el pensamiento de Walter Benjamín, ese escritor, uno de los mayores de su siglo, que paradójicamente no consiguió aquella cátedra de filosofía que ansiaba, tal vez porque su poética iba más allá del discurso filosófico. Aquel Benjamín que asediado por el fascismo acabó con su vida en una pensión pobre de Port Bou, en la frontera entre Francia y España. Tal vez por esa poética más allá de la filosofía me atrajo y le atrajo a Bolívar Echeverría.
Los diálogos con él eran pausados y en un tono de voz casi íntimo. Con frecuencia escuchaba más que hablar y para mí fue siempre un enigma qué podía encontrar de interesante en cuanto a todo lo que yo le decía. Había silencios. Largos silencios, porque yo tampoco soy alguien que hablé profusamente. Solo consigo expresarme a través de la palabra escrita.
La última conversación ocurrió en México, desde un mediodía hasta que declinaba la tarde. Hablamos del proyecto político del actual gobierno en el Ecuador. Enigmático como era, nunca supe cuánto pudo interesarle aquello, solamente que al final de la conversación se declaró interesado por asistir al primer congreso de nuestro movimiento PAIS que estaba en preparación. No fue posible. Su muerte ocurrió poco antes de la cita de Guayaquil, realizada e 15 de noviembre de 2010.
Como dije, yo entiendo de metáforas, Por tanto, recogeré de la obra de Echeverría algunas de las imágenes que he llevado como buena compañía en estos últimos años. La primera, aquella tomada de las Tesis de filosofía de la historia, de Walter Benjamín, que Echeverría recoge: mirar a contrapelo.
Parto para el efecto de la aproximación a la historia que nos propone Walter Benjamín en sus iluminadoras tesis al respecto. Afirma Benjamín que para estudiar la historia con un espíritu de transformación debemos mirarla a contrapelo. Buscar en ella los intersticios -agrega Bolívar Echeverría-, aquello que no fluye fácilmente o que no es materia de los análisis tradicionales de la historia, esa mirada que se pretende única y alimenta la verdad única con toda su parafernalia arrogante. Lo que está oculto o escapa a la observación tradicional y que, sin embargo, como nos recuerda Echeverría, le permitió a Carlos Marx desmitificar teóricamente las pretensiones de naturalidad con que se presenta el modo privado de la reproducción social y que aplicado al sujeto social hace que, a pesar de que su vida sea mejor o peor, nunca sea efectivamente suya.
Enajenación de la vida y enajenación de lo político, dice Echeverría, que a la luz del marxismo convierte a lo político revolucionario en la actitud colectiva organizada para despertar, fomentar o convertir en ofensiva la resistencia del sujeto social.
No he encontrado otra metáfora mayor para aproximarnos a la historia que aquella de proceder a contrapelo.
Una segunda metáfora sorprendente de Echeverría es la de la modernidad del barroco. Aquella postura que parte del arte y la literatura y que Echeverría la traslada al análisis del conjunto de la cultura. Y, al plantearse el enorme concepto del barroco, Echeverría nos entrega el más conmovedor de los retratos de la Malinche mexicana. Aquella mujer que, en un acto insólito y barroco se encontró en la encrucijada de dos concepciones, dos universos, dos temporalidades, dos simbolizaciones del Otro y la resolvió creando una tercera versión de los diálogos entre conquistador y conquistado que no fuera ni aquello que decía el uno ni lo que decía el otro. Y junto a la historia de la Malinche están los párrafos inolvidables de Echeverría hablándonos de aquellos indígenas que, no pudiendo retornar a su mundo de origen y abandonados por los españoles que, una vez explotado el oro de los pueblos originales se desinteresaron por el desarrollo de América, debieron volver a inventar Europa en América, creando una Europa diferente. Esa situación de ambivalencia, de incapacidad del hombre americano para resolver la disyuntiva, que le obliga a escapar y generar otro universo, el barroco, entre modernidad y la no modernidad. Esa modernidad contemporánea que finalmente las mayorías marginales latinoamericanas echan al traste. De la que se mofan y soslayan todos los días. Esa resistencia que se inicia en lo que Echeverría llama la trans-conquista y que continúa en la actualidad. La que a su vez permite aquella identidad que se afirma en el mundo latinoamericano, una identidad que reivindica el mestizaje como el modo de ser de la humanidad universalista y concreta, que recoge y multiplica toda identidad, siempre y cuando ésta, en su defensa de un compromiso de autoafirmación, no ponga como condición de su propia cultura de cerrazón ante otros compromisos ajenos, el rechazo -sea éste hostil o solo desconocedor – de otras identidades diferentes.
La sabiduría barroca -concluye nuestro autor- es una sabiduría difícil, de tiempos furiosos, de espacios de catástrofe. Tal vez ésta sea la razón de que quienes la practican hoy sean precisamente quienes insisten, pese a todo, en que la vida civilizada puede seguir siendo moderna y ser sin embargo completamente diferente.
El desarrollo del concepto de lo barroco en relación con la modernidad va a ser una de las mayores claves y a aporte de Echeverría al pensamiento latinoamericano.
Una tercera metáfora que retengo de Bolívar Echeverría es la de la blanquitud para interpretar la historia de las hegemonías y particularmente de la hegemonía nacida en un mundo puritano y calvinista, la norteamericana, una blanquitud, dice Echeverría evocando a Max Weber, de orden ético o civilizatorio, como condición de la humanidad moderna, un tipo de ser humano impuesto a nivel planetario que se ha construido para satisfacer el espíritu del capitalismo e interiorizar plenamente la solicitud de comportamiento que viene con él. La blancura étnica como prueba indispensable de la obediencia al espíritu del capitalismo, como señal de humanidad y modernidad.
Y así, puedo seguir recorriendo las páginas de sus libros. En cada nueva lectura, nuevas metáforas saltarán al aire, brotarán para hacer de la palabra aquél ser vivo que nos aproxima a la poesía.
Las palabras saltan juntas organizando en el espacio imágenes como si fuesen liebres que brotan de la maleza de tanto libro que convoca al tedio, para anunciarnos una cacería promisoria.