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El Telégrafo
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La lectura, esa institución

La lectura, esa institución
23 de abril de 2013 - 00:00

A Pao de la Vega
Vivo en conversación con los difuntos, y escucho con mis ojos a los muertos.
Quevedo


Solo hasta hace poco, después de haber pasado gran parte de mi vida en las aulas universitarias, me he puesto a dudar sobre la soberanía del objeto libro. Me parecía tan natural el ejercicio de la lectura vinculado al ámbito académico que jamás consideré el hecho de que dicha soberanía pudiera estar en tela de juicio. Aprendí a leer tempranamente, pero solo me convertí en un lector hasta la adolescencia. O sea que hay una gran diferencia entre saber leer y ser un lector. La mayoría de las personas no pasa de ser un alfabeto funcional.  

Mis padres son la primera generación de sus respectivas familias con formación universitaria. O sea que éramos pobres, quizá más que pobres porque en casa no había libros, menos libros para niños. Los primeros libros que tuve fueron regalados o robados, porque para mí era la única forma de acceder a ellos, una vez que otro pobre como yo se llevaba el único ejemplar de la biblioteca. Cierto bibliotecario, además, me permitía sustraerme esos objetos deseados de la sección «dados de baja», como si los libros pudieran darse de baja; pero sí, cuando nadie los lee. Así, fui armando mi pequeña biblioteca, que no heredé, y que alguien seguramente la venderá después de algunos años a una librería de viejo. Toda biblioteca es una empresa.

Por ello, es decir por su ausencia, los libros se convirtieron en un objeto deseado. Y cuanto más deseado, más valioso. Ahora los compro, y no solo los compro, los edito. No me hace falta robarlos, pero de vez en cuando lo hago para no perder la práctica. Hay quienes llegan a leer como costumbre porque se les inculcó a temprana edad en su casa o tuvieron un excelente profesor de Lengua y Literatura. Hay quienes llegamos por desesperación, que es la forma más espantosa de caer en el vicio: se lee en el bus, se lee en la cola del banco, se lee en el gimnasio, se lee en el baño y se lee mientras se come. O sea, todo el día se lee, ya hasta se cae mal.

Decía Jorge Luis Borges, ese lector insuperable: «De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono, de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: es una extensión de la memoria y de la imaginación». Los libros han sido quizá el instrumento de comunicación más perdurable. Los sumerios y los babilonios ya utilizaban unas planchas de barro con dibujos y caracteres incididos con un punzón. Es decir que son resultado de la necesidad humana por trascender.

Ahora bien, el libro es eso, pero también es poder. Los lectores de libros son privilegiados. El resto del vulgo tiene otras formas de comunicación. Es más, no necesita libros. La peor arrogancia del lector es creer que el pueblo necesita libros. Libros en masa, libros baratos. Ese vulgo, es decir el común de la gente popular, que no accede al libro y que seguramente no quiere acceder, tiene una memoria y una imaginación que se reconoce en las prácticas cotidianas, en los oficios y saberes populares. El libro no es utilitario, el libro es un objeto de culto. Y mientras más caro más culto.

Por ello ha estado vinculado siempre con la vida aristocrática. En suma, es el intelectual el que desciende de su nube a pensar por los mortales. El monte Parnaso, justamente, deviene de esa idea. Es el lugar donde habitan las musas, la patria simbólica de los poetas. La lectura es una institución en un sentido en desuso: instrucción, educación, enseñanza. De allí, las institutrices. Y, como institución, debe salvaguardar e imponer un conjunto de principios y elementos, resultado de ese largo proceso de poder. No todo el que tiene poder lee, pero sí todo el que lee tiene poder. Todos abusamos de ese poder, sin querer queriendo. Porque deviene del uso que le damos al lenguaje.

Desde luego, hablo yo de los lectores de literatura, esa especie huraña y bibliófaga que se empeña en vivir en y por la ficción. Daniel Pennac establece, a falta de mejor verbo, diez derechos imprescindibles de ese lector: 1) El derecho a no leer; 2) El derecho a saltarse páginas; 3) El derecho a no terminar un libro; 4) El derecho a releer; 5) El derecho a leer cualquier cosa; 6) El derecho al bovarismo; 7) El derecho a leer en cualquier parte; 8) El derecho a picotear; 9) El derecho a leer en voz alta; 10) El derecho a callarnos. Pero lo primero es ser lector, para adquirir esos derechos, como una suerte de ciudadanía.

Detengámonos en el sexto: el derecho al bovarismo «(enfermedad textualmente transmisible)»: Jules de Gaultier (Le bovarysme, 1902) designó al bovarismo como «el poder que tiene el hombre para concebirse otro del que es». Por supuesto, tomó el término de la trágica imagen de Emma Bovary. Ya ha dicho Vargas Llosa (La orgía perpetua) también que Emma es la versión femenina de El Quijote. Y el mismo Flaubert decía: «Madame Bovary soy yo». Lo cierto es que el bovarismo, entiende Pennac, es la capacidad (enfermedad) que permite vivir la ilusión momentánea de la ficción. El bovarismo es la identificación —compenetración— con el sufrimiento o la alegría del personaje ficticio. Emma, en el caso de Flaubert, representa el espíritu de una época, el velo tras el cual la clase burguesa mantenía su statu quo. Es decir que, en el fondo, Emma es la metáfora de la ilusión y, por tanto, de la ficción necesaria. El bovarismo, entonces, se aplica tanto para el escritor como para el lector, que sufren la misma enfermedad, de transmisión textual. El virus se transmite, por otra parte, a través del texto, concebido como un cuerpo, pero también como un fluido. Pennac, obvio, lo ve de modo positivo, como un derecho, una opción del lector, que puede creerse el personaje e identificarse con la historia o no. Es, para él, una elección.

Dice, por su parte, Alberto Manguel: «[...] hay lectores para quienes la experiencia compartida prolonga y profundiza el placer de la intimidad. Acabo de leer un párrafo que me encanta y, antes de cerrar el libro o pasar a otra página, quiero leérselo a otros, regalar a un amigo el nuevo placer descubierto, formar un pequeño ruedo de admiradores de ese texto». De forma general, siguiendo al mismo Manguel, hay dos tipos de lectores: por un lado, aquellos cuya experiencia de lectura es secreta e íntima, un reducto onanista de separación del mundo, y, por otro, aquellos lectores que, superada la fase orgásmica individual, no pueden dejar de compartir la experiencia.

En el primer caso, la represión o el «autismo» no permiten la prolongación de ese placer hacia lo que llamamos exterior. En el segundo, la apertura es descarada, el sentimiento de extraversión como un impulso no soporta el egoísmo trágico del lector solitario. Por eso, cuando estamos a solas, subrayamos los libros, doblamos las esquinas, señalamos con separadores, porque de algún modo queremos compartir la experiencia, aunque esta no se llegue a producir. Somos animales sociales. Incluso quien se encierra en sus lecturas y no se abre al departir, en el fondo ejecuta un diálogo, establece una comunicación, provoca un desdoblamiento. En los dos casos el lenguaje permite la interacción, ya sea con el exterior o con la ficción pura, o con las dos. Ahora, por ejemplo, las redes sociales permiten que ese compartir inunde el espacio virtual: miles de lectores que mientras leen y están conectados a la Internet empiezan a subir frases, párrafos o artículos enteros que les han causado ese placer momentáneo.

Muchas veces me ha pasado el hecho de ir a casa de un amigo y conversar en torno a su biblioteca. Es común que él empiece a sacar libros, a mostrarme sus adquisiciones, pero sobre todo a darme a leer sus subrayados: «lee esto», me dice, o «mira cómo empieza esta novela». Y uno hace lo mismo. Las reuniones entre amigos lectores terminan en recitales improvisados de lo propio o de autores que nos han marcado. Es una experiencia casi religiosa, mística, y también y desde luego profundamente sexual. No creo que sea posible el fenómeno de la lectura sin ese compartir.

La literatura, como la lengua, es una convención. Existe una tradición con la que tenemos que cargar, incluso a regañadientes. Como lectores de literatura, asumimos que el monumental acervo literario es una herencia de clase que se ha ido transformando a través, precisamente, de la lectura. Es absolutamente clasista. Yo, ciudadano de clase media de un país «tercermundista», reconozco que mi única forma de conocer el mundo es la literatura, entendida como ese movimiento y ejercicio de la lengua que hace que un texto no sea igual que otro, que no tenga fin. Y es absolutamente pretencioso.

Se impone la lectura como un castigo precisamente para no transmitirla. Nuestros profesores en general no son lectores y no pueden animar a un acto que ellos mismos detestan. ¿Habrá otra forma de transmitir esa convención que no sea a través de la lectura? Pues no. Hay otros saberes, otras prácticas cotidianas que no requieren de la lectura. Pero si asumimos una tradición, pues nos condenamos a transmitirla. Dejaremos de transmitirla cuando desaparezca el último lector.

Reconocer la endogamia clasista de la literatura es un primer paso. El libro es producto de ello, por supuesto. Volvamos al buen Borges: «A Bernard Shaw le preguntaron si creía que el Espíritu Santo había escrito la Biblia. Y contestó: “Todo libro que vale la pena de ser releído ha sido escrito por el Espíritu”. Es decir, un libro tiene que ir más allá de la intención de su autor. La intención del autor es una pobre cosa humana, falible, pero en el libro tiene que haber más».

El libro es un objeto de culto, resultado de la «colonialidad» del poder. No siempre ha sido así, desde luego, pero si  entendemos la literatura como Borges, es decir, como una forma de alegría, no como una imposición, entonces cargamos con el peso de una formación que es producto de la cultura humana. No veo otra manera de entender el poder sino a través de su forma más particular de transmisión.

No hay aquí una necesidad oculta de defender al libro, puede defenderse solo. Mucho más ahora en que se pone en discusión su permanencia. Quizá en unas décadas no hablaremos de libros, es un formato hasta hace poco funcional. Los que no han de desaparecer son los lectores, que se acomodarán a los nuevos mecanismos de transmisión de la comunicación escrita.

Decía Walter Benjamin: «A saber, en los tiempos primitivos, y a causa de la preponderancia absoluta de su valor de culto, la obra de arte fue antes que nada un instrumento de magia que solo más tarde fue reconocido hasta un cierto punto como obra de arte; de manera parecida, hoy la preponderancia absoluta de su valor de exposición le asigna funciones  enteramente nuevas, entre las cuales bien podría ocurrir que aquella que es para nosotros la más vigente —la función artística— llegue a ser accesoria. Por lo menos es seguro que actualmente la fotografía y, además, el cine son claros ejemplos de que las cosas van en ese sentido».

Es posible que en el futuro no hablemos de literatura como una forma de arte. Un término, por lo demás, que nace en el siglo XVIII, antes era poesía o elocuencia. Sea como fuere, ese discurso particular no tiende a desaparecer. Ha estado en todas las culturas de la humanidad, solo que sus mecanismos de transmisión han sido distintos. El libro es uno de ellos. Como lo es ahora la Internet. Esa red que será, como quería Borges, la biblioteca circular, el gran libro que contiene todos los libros.

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