LA COMPAÑÍA DE TEATRO argentina Está EN QUITO desde el DÍA DE FIELES DIFUNTOS
La Cuarta Pared pone en escena un ritual de muerte contra la ‘Patria perra’ (Galería)
Quito.-
En su día, el recuerdo de los difuntos es un rito casi terapéutico. Al visitar las tumbas de sus muertos, los deudos se consuelan a la vez que le construyen una efigie a la memoria. Pero ¿qué ocurre cuando, en medio del ritual, las cenizas no están?, ¿existe mucha diferencia cuando, bajo la lápida, no hay más que un vacío?, ¿qué pasa cuando la certeza de una muerte, reflejada en el cuerpo presente, se oculta tras el velo de la incertidumbre?
Durante la última dictadura argentina (1976-1983), los desaparecidos, que se cuentan por decenas de miles, le dieron un giro al imaginario sobre los difuntos. Desde entonces, los símbolos mortuorios, los ritos de recordación, de reconstrucción de la memoria en América —un continente que llegó hasta a santificar la figura estentórea de la muerte— han incluido un conjunto de celebraciones alrededor de la ausencia, una búsqueda incansable que caricaturiza la fatalidad, en unos casos, o ciñe una causa justa sobre ellos, en otros.
‘Trilogía de la ferocidad’, obra dirigida por Horacio Rafart y que se presenta hasta el domingo 16 de noviembre, en la casa-teatro Malayerba, es una extensión trágica de un mito griego a través de un hecho histórico. La irreverencia de Antígona —mujer que atendió a la ley de la naturaleza más que a la de los hombres en la tragedia de Sófocles— consiste en el anhelo de una sepultura digna para su hermano.
Deseo que replicaron las Madres de Plaza de Mayo y cuyos sentidos, inadvertidos unas veces, dispersos tantas otras, se recogen en las obras ‘Patria perra’, ‘Bukenval’ y ‘Quijote fusilado’, de la compañía de teatro argentina La Cuarta Pared, en la que el dueto compuesto por Guillermo Ale y Nicolás Masciotro puebla las tablas dando cuerpo a una puesta en escena dicotómica en que la farsa y la tragedia se alternan.
En ‘Patria perra’ (2012), la función primera, Ale (Salieri) interpreta a una criatura transversal con muchos rostros. Una ánima que tiene la utilidad del pedestal sobre el que los tiranos dan sus discursos.
Imprescindible aunque pisoteado, Salieri es la voz que crepita tras el lóbulo del tirano con el rigor de su negra conciencia. También es un bufón y un vasallo, obsceno e incapaz de plantar cara frente al desarraigo que suscita las desapariciones que provoca.
“La democracia es un abuso de las matemáticas”, exhala Salieri con sorna y rabia en un eco que se propaga igual en las dictaduras militares que en la “vuelta a la democracia”. Todo en medio de una empresa que parece tener su cometido sobre la cuerda floja. No es fácil generar empatía en un hecho tan difícil de explicar como la nostalgia en torno a la sombra imaginaria y fría —acaso lo único que dejan— los desaparecidos.
En el diálogo a espaldas, ciego a veces, que es ‘Patria perra’ destaca la reflexión “A los muertos no se les puede refutar”, como una proyección que hace al poder revolcarse tras el velo que recubre sus crímenes.
Por su parte, ‘Bukenval’ es el relato sórdido de los gritos que despide un manicomio. Una sinfonía desesperada por transmitir las violaciones a derechos humanos previas a un encierro en el que los recuerdos solo son disipados por la locura.
Y ‘Quijote fusilado’, la última fusión de la trilogía, es un compendio de contradicciones entre dos seres que luchan por mejorar un mundo en una hazaña que no termina de ser tal por la pérdida del horizonte que los acecha disfrazado de ego, adornado con las florituras de la buena voluntad y los postra ante la historia como seres impotentes, personajes secundarios de una función que debe continuar, pese a las ausencias.
Sin perder la masculinidad de sus personajes durante su puesta en escena, Masciotro le da los últimos toques a un grabado cuyas proezas más visibles han sido perpetradas por mujeres, heroínas herederas de Antígona.
Un paseo por las grietas de la memoria, justamente el Día de los Fieles Difuntos, entre panes que fingen cuerpos femeninos —guaguas— y la bebida espesa que finge sangre ritual —colada morada—. Una celebración híbrida —europea y amerindia— en que la dicotomía de la vida y la muerte desaparece tras una causa que, hasta hace poco, les estuvo legada a un puñado de madres.