José Toaquiza perfecciona el realismo mágico
Un realismo extremo que raya en lo fantástico, en lo onírico, es lo que propone el artista plástico José Luis Toaquiza (Cotopaxi, 1986), originario de Tigua, cuyos paisajes de los Andes ecuatorianos son tan vívidos que el espectador puede sentir cómo el recio viento del páramo traspasa sus cuadros.
En la muestra colectiva Al margen, que se exhibe en la galería Ileana Viteri, este artista presenta una serie de cuadros de los Andes, pero también de la Costa, la Amazonía y las islas Galápagos. Sus piezas son trabajadas bajo la técnica de Tigua (pinturas sobre cuero tratado), una que Toaquiza ha perfeccionado a tal punto que sus obras son demandadas por coleccionistas de diversos lugares.
José Luis, un autodidacta en el mundo del arte, vive actualmente en la provincia de Los Ríos desde que se casó con su esposa, quien no resistía el frío de los Andes, por lo que tuvieron que mudarse a la Costa hace seis años.
Nacido en un pueblo indígena rodeado de páramos andinos y con una rica herencia familiar en la técnica de Tigua, la obra de Toaquiza se caracteriza por la gran cantidad y profundidad de detalles que añade a sus paisajes, en los cuales recrean situaciones cotidianas de la naturaleza –como el nacimiento de un animal o la emanación de ceniza de un volcán–, pero desde una mirada íntima-.
“Reproduzco los mínimos detalles, lo que me impacta. Mi padre es uno de los primeros maestros que empezó con la pintura de Tigua, con su hermano mayor. Él se volcó más al tema costumbrista, la vida en el campo. Yo, en cambio, quise plasmar lo que veía y sentía, algo más personal”.
“Mis mejores maestros han sido mi Dios, mi padre y la madre naturaleza. Perfecciono el realismo mágico”, cuenta el artista durante una visita guiada por sus obras.
José Luis Toaquiza vino desde Los Ríos, donde actualmente vive con su esposa, hacia Quito para la inauguración de la muestra. Su formación es autodidacta. Foto: Marco Salgado / El Telégrafo
Desde que tiene memoria, José Luis recuerda que era un niño muy travieso. Cuando veía los cuadros de su padre, los manchaba como si quisiera terminarlos. De pequeño solía dibujar con el dedo en el suelo, a veces usando palito. A los seis años, en la escuela, su profesora no creía que él era el autor de sus propios dibujos.
A los ocho años ya hacía piezas pequeñas, siempre con la intención de expresar lo que sentía, y ya más alejado de la línea costumbrista de su padre. “Cada día trato de descubrir algo nuevo, compartir lo que vivo a través de una pincelada. Yo creo en un Dios y todo lo que hago es para él”, reflexiona.
Esa profunda devoción religiosa queda en evidencia en la energía que transmiten sus pinturas, las cuales representan una suerte de paraíso utópico, tal y como se describen pasajes de la Biblia.
En la mayoría de sus cuadros escasea la presencia humana y resalta la flora y la fauna. “Si es que pusiera un hombre en el cuadro los animales huirían, se perdería el equilibrio”, reconoce José Luis, quien ahora está pintando el Arca de Noé. (I)