Todos tienen un Guayasamín en casa
Un mural del pintor Oswaldo Guayasamín que está en el aeropuerto de Barajas, en Madrid,, hace que se crucen Europa y Latinoamérica, el antes y después de la conquista, las culturas y la lucha de dos territorios.
Guayasamín convierte su mural en un símbolo, en un lugar en el que transitan estos dos territorios el presente.
En uno de los paneles está lo que era América, con sus mitos, leyendas y personajes, antes de la llegada de los españoles, y en el segundo refleja lo que España llevó a América, “básicamente durante la conquista”.
En Ecuador, el pintor de padre indígena y madre mestiza hizo también un mural en el lugar en el que se deciden las leyes del país, en la actual Asamblea Nacional.
Cuando lo hizo dijo que era un trabajo para que durara 1.000 años, aunque no sabía cuánto durará la democracia.
En su construcción trabajaron 45 personas. Juntos construyeron unas planchas de acrílico con tela de vidrio. “Es acrílico sobre acrílico y se hace una sola masa al colocar el color. De esa misma forma está hecho el mural de Barajas, en Madrid. Es una duración casi eterna”, dijo cuando aún estaba en gestación.
Hoy se cumplen 100 años de su nacimiento y Guayasamín sigue siendo un referente del arte ecuatoriano y latinoamericano. Su propuesta indigenista definió una época que tuvo tal impacto social y mediático que gran parte de los ecuatorianos tiene una representación de Guayasamín en casa, aunque sea falsa.
La obra de Guayasamín arranca con una etapa inicial, en la que el autor indaga en temas sociales pero su estilo pictórico aún no se define como el que se conoce mediáticamente.
De esta fecha son trabajos como “Los niños muertos”, “La danza”, “Niños en la selva” o “Las Bañistas”.
Su obra aún no tiene el dolor de denuncia que tendría años más tarde. La estética se está configurando.
Emprende un viaje por América del Sur. Cruza la frontera hacia Perú, Bolivia, Chile, Argentina, Uruguay, Brasil y pinta la serie “Huacayñan”, según la crítica de arte Ana María Garzón, una de sus etapas más importantes, junto con la posterior “La edad de la ira”.
“Huacayñan” es una palabra kechwa que significa “Camino del Llanto”, o “el camino por donde caminan las lágrimas”.
Para el autor eran varias cosas a la vez, “los ojos que comienzan a humedecerse, antes de que salga el llanto, y la imposibilidad de llorar, cuando todo el cuerpo se lava de lágrimas y quedan los ojos secos”.
De esta serie se desprenden 103 cuadros fechados entre 1946 y 1952. Entre ellos está “Ataúd Blanco”, una obra en la que tres mujeres lloran la pequeña caja de un niño muerto o “La marimba”.
En esta etapa, Guayasamín empieza a configurar la cromática que definiría los matices tierra de su obra y el despliegue de su trazo.
Años más tarde surgen series como La edad de la ira, La ternura, los retratos y paisajes y flores.
Durante toda su trayectoria Guayasamín fue un representante del indigenismo. Su obra intenta representar una denuncia, una lucha demasiado grande para asumirla solo.
De allí que su trabajo fuera criticado, a veces, pues mientras su obra se hacía cada vez más cotizada por la representación del dolor de comunidades en la miseria, aquello no influía en nada a la hora de reivindicar la lucha contra las desigualdades.
El académico colombiano Carlos A. Jáuregui dijo que el mural “Huacayñan” “era el resultado de una relación institucional y personal entre Guayasamín y un burócrata cultural lector de Vasconcelos”. Jáuregui se refería a Benjamín Carrión, el fundador de la Casa de la Cultura.
Es indiscutible la destreza de Guayasamín y su manejo del color y el espacio en su obra. Fidel Castro dijo que nunca había visto a nadie pintar tan rápido como cuando le hizo un retrato.
Sin embargo, la idea del indigenismo y este tipo de arte que configura cierta denuncia, es un peso con el cual muchos buscan romper.
El artista Adrián Balseca, cuya obra indaga alrededor de prácticas del progreso, considera que “Yo soy indio… ¡carajo!” debe ser de las retóricas más manidas del arte del Siglo XX en Latinoamérica.
“Pienso que la célebre frase del pintor ecuatoriano guarda todas las respuestas para entender la complejidad y los vacíos en su discurso”.
Sostiene que se puede entender a esa suerte de “eslogan” que se acoplaba perfectamente a los requerimientos de las élites de izquierda de la época.
“Como un desenfadado discurso que distaba de brindar salidas al debate de clase e identidad en Ecuador, pensándose como un verdadero manifiesto hijo del realismo social que podría transformar significativamente los abusos estructurales y desigualdades en el país. Sin duda es difícil al día de hoy separar o tratar de ver su obra plástica aislada de su imagen mediática”, dice Balseca.
El indigenismo de Guayasamín, inequívocamente, se convirtió en un ícono estético más que reivindicativo. (I)