El corpus lingüístico del nobel colombiano nos universalizó y proveyó de una fuerza enunciativa para disputar un locus propio
Gabo, el perpetuo hechizo
Debía tener unos 15 años cuando cayó en mis manos un libro de lo más curioso: Todos los cuentos, de Gabriel García Márquez. Lo único que conocía entonces de aquel señor era que había recibido el Nobel de Literatura 3 años antes y que tenía una novela bíblica: Cien años de soledad.
Por eso de que vengo de una provincia culturalmente supersticiosa y heredera de una oralidad que arrastra miedos, credos y ritos populares tengo la seguridad de que el universo literario del Gabo me atrapó de un tajo, sin reparar siquiera –en esos años– en todo lo que encerraba aquella metáfora del tinglado latinoamericano.
Cuando se tiene esa edad no se saben muchas cosas; pero las lecturas ayudan a develar los secretos que la sociedad inmediata –familia, educación, ley– se encarga de oscurecer a través del atavismo de sus instituciones más precarias y ociosas.
García Márquez fue desmitificando (otros dirán que construyó una nueva mitificación) el mundo en el que habíamos nacido y, al hacerlo, rasgó el velo de unas gentes que eran –son– el prototipo de un continente violentamente desolado y moralmente reprimido.
El malestar de la cultura se expresa aquí sin máscara alguna, en el prurito social de malear el tiempo y la experiencia humana más allá de la prole, de la bastardía, del incesto, del nombre, es decir, de la ciencia, de la historia y de la sintaxis habitual.
Si por algo se llega a amar a García Márquez es porque a través de sus libros las taras son alimentadas por el ojo clínico de la hechicería y las virtudes se serenan en el trajín de lo cotidiano.
La totalidad de la literatura del Gabo confinó la queja, celebró las vicisitudes, refrigeró el dolor.Los cuentos aludidos de aquel libro primero para mí, por ejemplo, Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo, ya advertían el abarcador ámbito garciamarquino que aparecería luego en su tratado de la soledad. O el desconcertante relato urbano Solo vine a hablar por teléfono que pintaba las desdichas de 2 almas que no lograron conocerse ni en las buenas ni en las malas.
En cada línea iba surgiendo el doble fondo de las cosas y los seres, y al internarse en la lectura una iba descubriendo que el viaje no solo conducía por las rutas de un sofisticado mapa sino por el tronco parental de unas ánimas que a veces vivían la tregua de la vida y veces la tregua de la muerte.
Pero es el corpus lingüístico (general) del Gabo el que doblega desde el principio al lector. Un corpus permeado por la intuición y ataviado de voces que condensan la legión del tiempo. Un corpus recio y plural.
Una vez, muchísimo tiempo después, dando clases, me inventé una manera de interesar a los alumnos en la lectura del Gabo y en por qué pensaba yo que ese corpus había merecido el Premio Nobel de Literatura de una Europa hipnotizada por lo que entonces (1982) era un afán a ennoblecer: el realismo mágico.
Para decirlo de otro modo: parecía que el lenguaje del Gabo seducía estéticamente a los académicos suecos, y, que, por fin, su producto estaba en condiciones de rivalizar o competir con esos otros códigos lingüísticos que hasta esos momentos tenían la (casi) absoluta facultad de re-presentar al mundo –al de ellos y al nuestro– ya sea desde la religión o desde el mito (en Occidente).
Ergo, hubo en el otorgamiento de aquel Premio Nobel a Gabriel García Márquez la legitimación de un corpus lingüístico que re-nombraba toda una realidad –la latinoamericana– y la hacía digerible por medio de un atlas poético singular. ¡Y vaya qué atlas!
Así, el valor acabado que se concedía a un andamiaje literario como el erigido por el Gabo (en 1982), superaba al dado a Miguel Ángel Asturias en 1967 con el mismo galardón.
Es decir, el relicario de Asturias había sido novedoso pero difícil, experimental, reflejo de lo remoto y moderno, lo indígena y lo ladino, y narraba la complejidad y el discrimen del caos nativo y urbano. Acaso un lenguaje precursor pero no sistémico -el asturiano-.
En cambio, el lenguaje de García Márquez tenía un plus esencial: su plasticidad inducía un encantamiento colectivo, no escindía, no retraía, no excluía.
Por el contrario: conjuntaba embrujos, alegrías y mortajas; ganaba cada vez más lectores en el orbe. Su prosa suscitaba delirios en la imaginación de quienes la leían, y la misma violencia que nunca desaparece de la genealogía humana fue contenida en los diluvios macondianos o en el vientre de piedra de la Cándida Eréndira.
La totalidad de la literatura del Gabo confinó la queja, celebró las vicisitudes, refrigeró el dolor.
En definitiva: ese corpus lingüístico nos universalizó y proveyó de una fuerza enunciativa para disputar un locus propio, cabal y proyectivo.
El Gabo ha muerto dicen y, aún hoy, mucho tiempo después de haber leído sus libros, debo decir que no se puede salir nunca de semejante trance literario; porque las fiebres terciarias, los sueños dentro de otros sueños, los amores contrariados, las ferias del Caribe, las malas horas de patriarcas y de putas y hasta los funerales de la Mamá Grande y de Úrsula Iguarán nos acompañan como el gran cortejo de un adiós estrepitosamente cierto en la colérica amnesia de Macondo.