Cultura y patrimonio pelean desde trincheras divididas
La gestión de la política cultural en el Estado ecuatoriano nace en el siglo XX con la fundación del Banco Central del Ecuador y la creación de la Casa de la Cultura Ecuatoriana.
Al fundarse el Banco Central del Ecuador (en 1927) se le encargó garantizar la circulación de la moneda nacional, una medida que lo convirtió en el organismo oficial para la formación de una reserva de oro. Este proceso llevó a que adquiriera piezas arqueológicas creadas con ese metal.
En esta lógica, en que se asimilaba la arqueología al atesoramiento del metal precioso, la institución estatal estimulaba la exploración de yacimientos arqueológicos por agentes privados.
Diecisiete años más tarde, al crearse la Casa de la Cultura Ecuatoriana en 1944 por parte del delegado presidencial de la Revolución Gloriosa, José María Velasco Ibarra, se estableció que el sentido de dicha institución sería: “...dirigir la cultura con espíritu esencialmente nacional, en todos los aspectos posibles a fin de crear y robustecer el pensamiento científico, económico, jurídico y la sensibilidad artística de la colectividad ecuatoriana”.
La Casa de la Cultura Ecuatoriana fue así encargada de la gestión pública para la creación y las artes, encargo que se ejecutó desde la mirada de las élites, con una exitosa folklorización de la producción simbólica y un discurso crítico, aunque también melancólico, con respecto a las dificultades de su comunicación con el pueblo.
De esta forma, la derecha política construyó su trinchera simbólica en el control de las reservas patrimoniales desde el Banco Central, mientras que la izquierda -en el marco de los gobiernos de la Guerra Fría- encontraba en la Casa de la Cultura su trinchera de supervivencia corporativista.
Tendrían que pasar ochenta años para que se dé un giro. La Constitución de Montecristi abandona el paradigma del patrimonio como un tesoro rescatado del pasado remoto y devenido en mercancía, así como deja de lado la noción de cultura como un signo de distinción artística de las vanguardias intelectuales de la partidocracia.
En su lugar, la Constitución concibe al patrimonio como una memoria activada en las relaciones sociales contemporáneas y reconoce a la creación como uno de los derechos culturales de toda la ciudadanía y las colectividades sociales.
El Ministerio de Cultura, desde su creación, ha tenido limitadas funciones frente al patrimonio y se dedicó a articular políticas para fortalecer la creación cultural, mientras que su Ministerio Coordinador, el de Patrimonio, lejos de coordinar la gestión del patrimonio dedicó su gestión a la ejecución del Decreto de Emergencia Patrimonial.
Los esfuerzos de la Revolución Ciudadana se han ejecutado, también, desde trincheras divididas. Hace unos pocos días, el presidente anunció la futura desaparición del Ministerio Coordinador de Patrimonio, presentándose así una oportunidad histórica: Consolidar bajo un mismo paraguas la gestión del patrimonio y de los derechos culturales.
Esta decisión no solo será consistente con la Constitución, sino con la necesidad, en exceso postergada, de entender a la memoria y a la creación como sectores inseparables y estratégicos para la construcción del país imaginado.
En el siglo XXI, cultura y patrimonio no son problemas de desarrollo social sino, fundamentalmente, sectores estratégicos para la soberanía nacional.