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El Telégrafo
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Alfaro después de Alfaro

Alfaro después de Alfaro
30 de enero de 2013 - 00:00

PUERTO ADENTRO

Cuando a esta hora de la recordación de los 101 años del crimen de Estado del “ecuatoriano más grande de todos los tiempos” y de sus compañeros de lucha se realizan homenajes y corre mucha tinta sobre el “Viejo Luchador”, creo pertinente destacar que Eloy Alfaro pervivió, de una u otra forma, en la memoria de los ecuatorianos y particularmente de los guayaquileños -Guayaquil siempre fue la plaza fuerte de la Revolución Alfarista-, aunque haya sido este gobierno el que se impuso la tarea de reivindicar y promover, con fuerza, su legado revolucionario.  

El primer evento y proceso que mantuvo viva la figura de Eloy Alfaro fue la reorganización de milicias radicales en la provincia de Esmeraldas, en 1913, cuando el hacendado Carlos Concha Torres, al mando de 30 hombres, tomó el cuartel de policía y le declaró la guerra al gobierno del general Leonidas Plaza Gutiérrez.

La “revolución conchista” fue el intento de un puñado de leales alfaristas por “hacer justicia” al crimen de El Ejido. La aventura duró tres años (1913-1916) y aunque el esfuerzo militar no fue suficiente para derrocar al régimen de Plaza, se sentó un precedente de valentía y desprendimiento que, aún hoy, despierta admiración y es motivo de canciones y leyendas heroicas.

Entre 1912 y 1925, gobernó el país un grupo oligárquico que se sucedió en la presidencia de la república: Leonidas Plaza Gutiérrez (1912-1916), Alfredo Baquerizo Moreno (1916-1920), José Luis Tamayo (1920-1924) y Gonzalo S. Córdova (1924-1925), bajo la vigencia de un régimen liberal plutocrático que abandonó la vena social de la Revolución Alfarista y se abocó a una negociación espuria con quienes habían sido sus enemigos: los conservadores.  

Sin embargo, la Revolución Alfarista permanecía viva, principalmente en las áreas rurales de Costa y Sierra, donde siempre se recordó su obra. La memoria de Alfaro persistió entre los sectores populares al punto que, en 1943, el escritor Alfredo Pareja Diezcanseco dijo que al entrevistar a algunas personas en Guayaquil para la escritura de su libro “La Hoguera Bárbara”, se asombró de encontrar todavía el “grito de ¡Viva Alfaro!, en las cantinas del suburbio”.

Interesante comprobar también que en el golpe de Estado del 9 de julio de 1925 y el movimiento social que allí se inició, con el nombre de Revolución Juliana, los militares que encabezaron la revuelta (Ildefonso Mendoza, Juan Ignacio Pareja, Luis Telmo Paz y Miño, Carlos Guerrero, entre otros), se autodenominaron seguidores del liberalismo radical de Eloy Alfaro y reivindicaron con sus actos públicos, su legado revolucionario.

La Revolución Juliana fue un proceso de tinte antioligárquico, democrático y reformista que persiguió un cambio institucional, social, económico y político, liderado por militares de oficialidad media con ideas progresistas que encabezaron el movimiento, que inmediatamente recibió el apoyo de importadores, industriales y terratenientes (algunos de la Costa, pero mayoritariamente de la Sierra), quienes enfrentaron a la elite plutocrática agroexportadora que había controlado el poder, desde 1912.  

Años después, el 28 de mayo de 1944, una revuelta popular de gran magnitud que se inició en Guayaquil, derrocó al impopular presidente Carlos Alberto Arroyo del Río. En estos momentos, el Partido Liberal estaba tan debilitado -consintió los impulsos autoritarios de Arroyo-, al punto que un sector dirigido por el político guayaquileño Francisco Arízaga Luque, rompió con el gobierno, se unió a la oposición y asistió a la formación de A.D.E. (Acción Democrática Ecuatoriana), frente multipartidista conformado por conservadores, socialistas, comunistas y liberales disidentes que planificaron su caída.  

Lo anterior se explica porque en la crisis política de los años treinta y cuarenta, el Partido Liberal Radical dejó de ser un referente democrático, hasta caer en un vacío ideológico que solo pudo subsanarse, ya entrada la década del cincuenta, con la aparición de un personaje que fue candidato a la Presidencia de la República por varias ocasiones: Raúl Clemente Huerta, abogado y político de gran honorabilidad. Huerta encarnó a una nueva generación de liberales radicales comprometidos con “levantar” a un partido desprestigiado, bajo el ideario inspirador del alfarismo.  

En las décadas siguientes se incrementaría la presencia de nuevos actores políticos, quienes retendrían en su memoria la huella constructora del “indio Alfaro”. La formación de células revolucionarias organizadas por el movimiento izquierdista U.R.J.E. (Unión Revolucionaria de Juventudes Ecuatorianas), especialmente en el área rural, ya era una realidad en los años sesenta, aunque nunca adquirió grandes proporciones, hasta que en 1981 se organizó un grupo armado de izquierda, procedente de círculos universitarios de Quito, Guayaquil y Cuenca.

Inspirados en el legado revolucionario de Eloy Alfaro y las experiencias cubana y nicaragüense, un puñado de jóvenes románticos desafió a los gobiernos de turno y realizaron acciones de enorme impacto como los dinamitazos al oleoducto petrolero ecuatoriano, “tomas” de radios, periódicos y canales de televisión, a la par que se organizaron ataques a entidades bancarias para financiar sus actividades.

Actos simbólicos como el robo de las espadas de Alfaro y Montero que custodiaba el Museo Municipal de Guayaquil, en 1983, nos hablan de la permanencia de Alfaro en la memoria social desde la insistente evocación de su rebeldía. Si bien el Partido Liberal Radical desapareció con la llegada del siglo XXI, muchos reconocieron a Alfaro como su patrono, desde el Frente Radical Alfarista (FRA), partido fundado por Abdón Calderón Muñoz, hasta los grupos guerrilleros Alfaro Vive Carajo y Montoneras Patria Libre.

Por eso, en el Ecuador de hoy, el Eloy Alfaro Delgado es, por excelencia, el símbolo del cambio revolucionario, expresado en su lucha por abolir el Estado clerical-terrateniente y recomponer el pacto social con la participación de sectores populares urbanos.

Y es que Alfaro no es solo un caudillo, un grito y un recuerdo. Representa, hoy como ayer, la esperanza de una patria nueva en su lucha por la libertad, la justicia y la igualdad. Por eso, su legado perdura, imborrable, en el tiempo.          

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