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Una revolución que salió de Guayaquil

Una revolución que salió de Guayaquil
08 de marzo de 2013 - 00:00

Este 6 de marzo se cumplió un año más de la Revolución Marcista, gesta que confirmó el carácter rebelde del pueblo guayaquileño y sobre lo cual hay que reflexionar para entender la dimensión de ese histórico Guayaquil progresista, que siempre estuvo orientado a los procesos de cambio sociopolítico.

El pronunciamiento del 6 de marzo de 1845 debe entenderse como la reacción de Guayaquil y las élites regionales frente al autoritarismo de Juan José Flores, que hacía tabla rasa de las leyes y normas constitucionales, dilapidaba las rentas públicas y pretendía eternizarse en el poder. Los marcistas guayaquileños elevaron la bandera del antimilitarismo extranjero y promovieron una lucha ideológica que se dirigió no solo contra Flores, sino frente al grupo de poder que él representaba: colombianos y venezolanos veteranos de las guerras de independencia que habían saqueado el país, bajo la impronta de la bota militar.

La revolución de 1845 fue civilista, republicana y democrática porque rechazó los constantes abusos de poder de Flores, quien había trastocado el orden republicano, acercándose a oscuros juegos monárquicos. Es interesante observar que cuando los vecinos de Guayaquil se reunieron para redactar el “Pronunciamiento popular de Guayaquil”, lo hicieron a nombre de la “Soberanía del Pueblo”, el cual, decían, había recobrado sus derechos. Este acto resultó profundamente simbólico porque reivindicó las revoluciones independentistas del 10 de agosto de 1809 y el 9 de octubre de 1820, otorgándole al acto público un carácter no solo nacional, sino también fundacional.

Esto fue posible porque Guayaquil respondió con decisión a la voluntad de acabar, de una vez por todas, con los abusos de un régimen autocrático que se había extendido por 15 años. Por eso, la flama revolucionaria se esparció con gran alborozo en todo el territorio, enarbolando el símbolo de la transformación política hacia horizontes más democráticos.

Los marcistas promovieron cambios constitucionales a largo plazo pues, en la Constitución de 1861 –que debe considerarse más marcista que garciana-, alcanzaron verdaderas conquistas como la elección por vía democrática de los gobernadores de las provincias, “por sufragio directo y secreto”. Esto representó un avance en la consecución de un marco jurídico adecuado para la expedición de leyes más duraderas.

El gobierno marcista de 1845, encabezado por José Joaquín de Olmedo, Vicente Ramón Roca y Diego Noboa, reconstituyó el país y apeló al pacto departamental (regional) de 1830, movilizado por la conciencia de cimentar un nuevo orden político: luego del 6 de marzo, los años se contarían, a partir de 1845, como “primero, segundo, tercero de la libertad”. Y es que para reconstituir el nuevo orden político, jurídico y constitucional, había que volver al pacto fundacional de creación del Estado ecuatoriano como acto legitimador del poder público.

Seis años después de la Revolución Marcista y como consecuencia de ella, el general José María Urbina se erigió como el caudillo capaz de gobernar con visión patriótica y acabar con las aspiraciones monárquicas de Flores. En 1851 Urbina fue nombrado Jefe Supremo y cuando en 1852 se convocó una Asamblea Nacional en Guayaquil para reformar la Constitución de 1845, los marcistas le abrieron la puerta y lo situaron en la antesala de Carondelet, ante el retiro voluntario del candidato Francisco Javier Aguirre. Al tomársele el juramento, el presidente de la Asamblea le expresó a Urbina: “Se os ha elegido porque habéis conjurado la tempestad que amenazaba a la República bajo la bandera pirática del traidor americano”.

Urbina y Robles, su sucesor, concretaron reformas trascendentales como la manumisión de los esclavos y la abolición del tributo indígena. Ellos fueron, políticamente hablando, los herederos de una revolución que partió de Guayaquil y que incorporó los primeros cambios liberales que abrieron nuevos surcos revolucionarios para que, años después, otros visionarios como Eloy Alfaro Delgado –quien siempre se consideró admirador de Urbina-, tomaran la posta en la tarea de construir patria y soberanía.

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