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El Telégrafo
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Pérez-Reverte: “A mí no me gusta escribir”

17-05-13-cultura-escitor-arturo-perez-reperteLa tarde cae con suavidad en este otoño primaveral que abriga a Buenos Aires con temperaturas inusuales. Frente a la sala de conferencias “Jorge Luis Borges”, en la Feria del Libro de esta ciudad, una fila variopinta de personas aguarda con ansiedad para ver y escuchar al autor español Arturo Pérez-Reverte, quien presentará su más reciente novela, titulada “El tango de la guardia vieja”.

Una vez dentro del lugar, tras una presentación del periodista y escritor argentino Jorge Fernández Díaz, la figura espigada, sobria y aplomada del creador del capitán Alatriste toma el centro de la escena. Y lo mantendrá durante más de una hora de análisis de su obra, su vida y el mundo que las rodea y envuelve.

Historia de una pasión
A fines de 2012, cuando presentó este mismo libro en su país, el escritor lo definió como una historia de amor. Pero ahora prefiere inclinarse por la pasión. “El amor es un sentimiento complejo -sostiene-. Y si hay una cosa que he aprendido de la vida, con los protagonistas de esta novela, es que a medida que uno envejece no tiene más certezas sino más incertidumbres. Y muchas de esas incertidumbres tienen que ver con el amor”.

El detalle curioso es que el proyecto para escribir “El tango de la guardia vieja” surgió en Buenos Aires, veinte años antes de su edición. Pérez-Reverte lo inició entonces, pero lo dejó inconcluso porque sentía que la historia no avanzaba del modo adecuado. A pesar de su experiencia de dos décadas como corresponsal de guerra, y de haber observado en ellas casi todo el arco que va de la dignidad a la miseria humanas, no se consideraba listo para esa narración. “Me faltaba lo que tienen los protagonistas: estragos, canas en la barba, marcas en la cara, manchas en la piel y arrugas en el alma, esas cosas que hacen que un ser humano mire hacia atrás y vea su vida y se entienda a sí mismo”, dice ahora.

La estupidez y la guerra
No transcurrieron más de veinticinco minutos de charla y Pérez-Reverte ya cruzó su novela con la dignidad, la muerte, el amor y las pasiones. Con la vida, en definitiva. Se apasiona al hablar, y a menudo las palabras se agolpan en sus labios y salen a borbotones, un tanto difusas. Como si no fuese a tener otra oportunidad de decir lo que acaba de pensar. Es, tal vez, una marca de urgencia torrencial que le dejaron las guerras presenciadas. “He visto tantas veces frustrarse proyectos de vida que tampoco quiero hacer proyectos con la mía”, comenta, a media agua entre la ironía y el desánimo.

Detrás de toda contienda bélica, afirma, se oculta la política. Es ella la que prepara “el camino que lleva hacia las cruces de madera”. Y en un escalón superior y casi exclusivo de las responsabilidades, acecha algo todavía más atroz: “He dicho alguna vez que el peor mal de la humanidad no es la maldad, sino la estupidez. La ilimitada capacidad de estupidez que tenemos los seres humanos. Un malvado, sobre todo si es inteligente, es alguien de quien se puede aprender. Se puede negociar con él, se puede llegar a un acuerdo, se puede hacerle entender que ser bueno es hasta rentable. Pero un estúpido solo es un estúpido. Ni aprendes, ni él aprende”, subraya, con el desprecio endureciéndole la voz.

“Yo he visto gente, en lugares extremos, hacer atrocidades y heroicidades en el mismo día, con pocos minutos o pocas horas de diferencia”, reflexiona, otra vez, sobre la guerra e indirectamente sobre la vida. “Y al final te das cuenta de que lo que te queda es un profundo desprecio por la humanidad en general, como colectivo, y un gran respeto por los seres humanos uno por uno. Porque sabes que son capaces de ser ese velero pequeño que va navegando en mitad de la tormenta. Y eso es lo que me reconcilia con el ser humano, lo que me impide a veces salir a la calle a disparar contra la gente que pasa por alrededor y matar a quien no debería”, bromea oscuramente.

De bibliotecas, clásicos y literatura
El refugio, la “última trinchera” del escritor ante las atrocidades de esa humanidad que lo rodea de desasosiego, son los libros y las historias que ellos encierran. De las que puede aprovechar recursos y herramientas literarias. A las que puede ir y volver siempre distinto. Igual que va y viene sobre la silla, hacia adelante y atrás, mientras habla. “Sin biblioteca, yo no sería yo”, argumenta.

“A mí no me gusta escribir”, sorprende de inmediato el escritor, mientras un murmullo angustiado crece entre sus admiradores presentes. “Me encanta mi trabajo, pero lo que pasa es que la parte mecánica de luchar con el adverbio terminado en -mente, con la sintaxis, con el subjuntivo, con el verbo que termina siempre en -ía, con las herramientas que permiten que esa historia que está en tu cabeza pase por un papel a ser parte de la cabeza y de la vida del lector, esa parte, es muy dura y a veces desagradable”, explica enseguida. Y los que un segundo antes temieron por su retiro suspiran aliviados.

Pero, al parecer, la incertidumbre por su futuro como novelista es concreta. Tiene 61 años y cree que, con algo de suerte y viento a favor, le quedarán unos 15 más para escribir en buen nivel. “Eso significa, al ritmo mío de trabajo y en el mejor de los casos, siete novelas normales. Y tengo una docena de historias que quisiera contar antes de desaparecer”, anticipa. Eso le deja apenas una hendija al capitán Alatriste, su personaje más célebre, para aumentar su leyenda y su saga de siete novelas ya editadas. El héroe de aventuras conserva intacto el filo de su acero, pero es el autor quien decidió mantenerlo envainado para priorizar otras narraciones.

“Yo he dicho alguna vez que escribir una novela, al final, es como una mujer a la que has amado mucho, y te ha hecho muy feliz. Pero ya estás deseando que se vaya y haga feliz a otro, porque quieres terminar esa novela”, ríe con ganas y, con su última carcajada, concluye también la charla. Lo esperan otros compromisos y una extensa hilera de lectores con sus libros, ávidos de una dedicatoria de su escritor favorito. El que odia escribir.

Un lado poco conocido

Pérez-Reverte:  “El mar es el mejor espejo de la vida”

Personalidad de aristas múltiples, Arturo Pérez-Reverte no solo ha sido periodista y escritor sino también marino. El mandato tácito para los hombres de su familia era embarcarse, y por un tiempo lo hizo, hasta que tomó la decisión de cambiar barómetros y drizas por metáforas y comparaciones. Pero su vocación de navegante no desapareció por completo: es capitán de yate con licencia oficial y sale con su propio navío en busca de buenos vientos cada vez que puede. A menudo en solitario.

“El mar es el mejor espejo de la vida”, observa convencido. “Otra cosa del mar que también me gusta mucho, es que mata a todo el mundo pero mata primero a los imbéciles (risas). Cuando el mar decide matar, el primero que se va es el prepotente, el arrogante, el estúpido, el irresponsable. Y después queda el otro: el que pelea, el que vende cara su piel”, concluye. Y es difícil dudar en qué vereda eligió pararse el protagonista.

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