Entrevista
Tania Hermida: Pensamos en el cine ecuatoriano como si hubiera empezado hace diez años
En septiembre se cumplieron diez años del estreno de Qué tan lejos en salas de cine de Ecuador. Los pasos de su directora, Tania Hermida (Cuenca, 1968), desde entonces han dejado estela. Su ópera prima ganó un premio en un festival de cine de Canadá, mientras que su segunda película, En el nombre de la hija (estrenada en 2011), tuvo otros galardones en Italia, Brasil, República Dominicana, Francia y Argentina.
Estas dos cintas no solo comparten ADN, como ha dicho su autora, sino que sirven para pensar el proceso que ha atravesado el cine ecuatoriano desde que en 2005 se creara el Consejo Nacional de Cine y en 2007 se aprobara la Ley de Fomento del Cine Nacional, que inauguró una etapa de producción cinematográfica que nunca antes se había vivido en el país. Qué tan lejos es anterior a esta ola, y llegó a tener 220 mil espectadores en salas de cine, convirtiéndose en una de las tres películas nacionales más taquilleras de la historia, una cifra difícil de repetir.
Pero si la miramos en el tiempo, además, se trata de una película «bisagra» —como la llama Hermida—, en la que se mostraba un país que tenía todo el aspecto de estar abandonado, de que su gente se había ido luego del feriado bancario y la dolarización. En fin, que era un país inviable.
«Esta no ha sido cualquier década», apunta Hermida, que entre 2007 y 2008, fue parte de la Asamblea Constituyente que elaboró la Constitución de 2008. Actualmente, la cineasta es la directora de la escuela de Cine de la Universidad de las Artes, en Guayaquil. En noviembre, con el inicio del nuevo ciclo, serán doscientos los estudiantes que lleguen de todo el país a estudiar cine en esta institución que busca que no solo se haga películas, sino que se cree pensamiento a través de ellas, y que entren en diálogo con lo que se ha hecho anteriormente en el país y en el continente.
Ahora, la cineasta conversa sobre Qué tan lejos y la década que ha transcurrido desde el estreno de esta historia que se la pasa en búsqueda de sentidos, y nos cuenta acerca de su postura al frente de la escuela de Cine de la Universidad de las Artes, un sitial desde el que promueve la idea —muy política— de seguir dando la batalla por las salas de cine, tan copadas en nuestro país —y más aún en Guayaquil— por el mercado.
Han pasado diez años del estreno de Qué tan lejos, una película que cierra una etapa. ¿Cómo lo siente?
A veces siento que no ha pasado ni un día, y otras me parece que no son diez años, sino diez vidas. En cierta forma, sin pensarlo, se convirtió en una película bisagra, entre la época de hacer cine sin una ley, sin un consejo de cine, sin un fondo de fomento, sin Ibermedia porque no estábamos suscritos al convenio..., sin toda esa plataforma de producción que hubo después. Se estrenó en salas de cine antes de que empezara el primer gobierno de Rafael Correa, y de que empezara todo este período político del país. Es otro país, otro momento, otra Tania, otro cine, otro Ecuador.
¿Qué ha cambiado, en especial?
En la película, cuando están en el kiosco de la playa, llega Jesús y dice: «Ha caído el presidente». Yo escribí eso en el guion porque estaban frescas las caídas de Bucaram y de Mahuad. Pero en abril de 2005, estábamos en Alausí buscando locaciones con Paula Parrini, la productora, y teníamos una cita con el alcalde que, de pronto, tuvo que irse a Quito, y no sabíamos bien por qué. Fue un desconcierto muy grande. Cuando salimos, Quito ya estaba movilizado en contra del gobierno, pero nada más. Durante el viaje no nos dimos cuenta de que ese había sido el día de la caída de Lucio Gutiérrez.
Y se ven muchas cosas: un país abandonado, del que, aparentemente, todos se han ido; en el que hay una huelga, pero nadie sabe bien por qué; en el que hay varias versiones de la realidad, pero ninguna coincide con la realidad. Es un país que no parece viable. Qué tan lejos se escribió en un Ecuador que acababa de dolarizarse. Nos habíamos quedado sin fe en el modelo económico liberal de toda la década anterior, de ahorrar dinero. Ese sueño se convirtió en pesadilla cuando reveló sus entrañas. Con el feriado bancario quedó al descubierto que no tenía asidero. Habían caído dos presidentes, y mientras filmábamos cayó el tercero. Se estrenó un año después, poco antes de que iniciara la presidencia de Rafael Correa. Han pasado diez años, y ahora, mira, sigue Correa. Mientras lo digo me voy dando cuenta, porque esta década no ha sido cualquier década.
¿Es por eso que le parece otra vida?
Se le nota el paso del tiempo. Pasamos de ese país que parecía inviable a un país con un proyecto de futuro, sin paros, con una presidencia estable. Desde Sixto no habíamos visto a un presidente terminar su mandato. Cinco años después de estrenada la película, se sentía el tiempo mucho más que ahora, cuando volvemos a ver un país inquieto, más polarizado.
Eso, desde una perspectiva política. Pero también cierra una era del cine nacional.
Sí. Pasamos de estrenar una o dos películas en 2006, a doce o trece desde 2011, y hoy ya no sabemos cuántas son: cada año, catorce o quince se hacen con apoyo del CNCine, además hay otras que se hacen con otros modelos de producción y también han llegado a las salas.
Qué tan lejos es una de las películas ecuatorianas más taquilleras. ¿Cómo evalúa la respuesta del público en el cine de ahora?
Estamos en un momento complejo. Qué tan lejos tuvo 220 mil espectadores. Ahora, hay más películas, pero tienen menos promedio. Pero hubo un momento importante: a Yambo, Pescador, La muerte de Jaime Roldós y Mejor no hablar les fue muy bien. Tuvieron cifras importantes de público, algunas de 60 mil o más.
Pero ya sin llegar a 220 mil. En 2013 hubo una semana en que había cuatro películas en cartelera, ¿eso influye?
Es una experiencia difícil de repetir. En el nombre de la hija tuvo 90 mil, y estábamos muy contentos, porque empezábamos a vivir más estrenos simultáneos, y eso definitivamente le resta público a cada película. Después vino una etapa más compleja, y ahora lo está mucho más.
Otra cosa que pasó fue que muchas películas se parecían. Algunos críticos han escrito sobre eso, señalaron que todas eran películas sobre jóvenes citadinos...
...porque esta generación de cineastas habla de su identidad. Pero esto de las identidades es interesante: en Qué tan lejos, están por todas partes...
Es interesante hablar de esto ahora. Cuando la editábamos con Iván Mora, yo le contaba de alguna manera la subtrama, lo que no está en la anécdota. Él decía que la película tiene varios niveles de lectura. Siempre agradeceré, y es una experiencia irrepetible, la popularidad que tuvo la película. Pero no sé hasta qué punto la lectura fue de «¡qué lindo el Ecuador!», cuando la película trata sobre la imposibilidad de tener identidad, de cómo un paisaje no es un país, de la complejidad de encontrar algo más que lo anecdótico del viaje..., del sinsentido de la imagen turística. Es gracioso que para muchos la reacción sea: «¡Así sí dan ganas de ir al Ecuador!». Nadie sabe para quién trabaja.
¿Nos fijamos mucho en lo anecdótico? ¿Con qué otra parte, por ejemplo?
La boda era absolutamente anecdótica. Es más, en el proceso de la escritura no existía. No estaba claro para qué viajaba Tristeza. Para mí, como guionista, la boda era un hilo para hablar de otras cosas, y es gracioso, porque siento que, de alguna manera, la anécdota del viaje para detener la boda es la trama.
¿Y en qué había que fijarse?
Para mí, la reflexión estaba en el pasaje de El mono gramático, de Octavio Paz, que lee Tristeza al inicio, en la estación de buses: «Estas palabras que escribo andan en busca de su sentido, y en eso consiste todo su sentido». De alguna manera, la película gira en torno a la búsqueda de sentido de Tristeza y de Esperanza. No encontrar sentido es el sentido del viaje. Me han dicho que el final no se entiende, y claro, no se puede entender, porque el viaje no tiene un final. Es cíclico, termina donde empezó.
De algún modo, Qué tan lejos es una reflexión sobre el lenguaje y la imposibilidad de nombrar la realidad sin transformarla.
Y eso está en el cambio del nombre de Teresa.
Y está en el intento de definirse y colocarse como un sujeto, un intento siempre vano, en el que finalmente todo está siempre en transformación: los nombres, los países, las identidades, las historias cambian dependiendo de quién las cuenta.
Decía que el cariño de la gente por la película era: «Qué lindo el Ecuador». Eso es algo que se dijo tanto para elogiarla como para criticarla.
Creo que hacer una película es una forma de exponerse. La primera vez no estás tan consciente de que va a haber gente que sincronizará con eso que cuentas y otra que hará cortocircuito. Un artículo que desbarata tu película se puede recibir de distintas formas: como un atentado a tu trabajo o con la distancia con la que creo que hay que recibirlo. Para eso está la película, para que se hable.
Por un lado, tenía 220 mil espectadores, y por otro, algunos críticos que, desde una cierta postura de la intelectualidad, descalificaron la película porque la consideraban —desde su mirada— un regodeo en el costumbrismo, en la identidad nacional... Me resulta paradójico que, justamente, esos críticos, con una supuesta mirada más fina, no hayan sido capaces de ver la ironía en el uso del paisaje, de las costumbres o en aquello que pueda parecer folclórico y turístico... Eso sí me ha sorprendido y me ha decepcionado, porque esa gente que, se supone, tiene una mirada más informada podría haber hecho una lectura más fina y no quedarse simplemente con la anécdota.
En un país sin tradición cinéfila, tú sí esperas que cierta crítica bote luz sobre tu trabajo. No que lo alabe, pero sí que repare en los detalles, en cuál es la propuesta cinematográfica, qué lenguaje..., que repare en eso que es más complejo que un simple «me gustó» o «no me gustó». Eso no pasó, excepto por ciertas voces que no han sido públicas, que no están en los medios, y que he recibido con mucha satisfacción: gente que ha escrito sobre la película en sus trabajos de tesis. Muchas mujeres de diferentes universidades me han escrito para analizar mi obra, y luego, en sus trabajos terminados, veía lecturas mucho más interesantes, que botaban luz sobre lo que hice.
No es el único caso. En general, películas como Sin otoño..., Pescador, de mucha exposición, recibieron críticas muy fieras, como si los estándares se elevaran cuando una película se hace aquí.
Sí siento que hay una cierta crítica que ha hecho un trabajo muy amargo, porque al final, la gente ve las películas, al menos unas 10 mil o 20 mil personas. Es decir que de alguna manera dejan su huella. En cambio ese reducto de la crítica académica es extremadamente aislado, no deja una huella. No dialoga siquiera. Hay una postura de ciertos académicos, expresa, de no hablar con los directores, porque en general creen que la obra debe hablar sola y que el realizador los va a contaminar. Me parece fundamentalista, fuera de época.
Roger Ebert era conocido por destrozar o hacer apologías a películas según si le gustaron o no...
Por supuesto que el juicio de si te gusta o no es absolutamente soberano, y frente a eso no hay nada que decir. Pero el trabajo de la crítica no es destruir lo que no le gustó y elogiar lo que sí. Eso es demasiado banal. No pasa solo en Ecuador, sino en el mundo, y el divorcio entre críticos y directores es más fuerte en los países con más cinematografía.
Ahora bien, mira donde estamos, en la Universidad de las Artes. Yo sí creo que la irrupción de esta novísima generación que se está formando aquí va a cambiar el paisaje del cine ecuatoriano.
Casi al final de Qué tan lejos, la búsqueda de los personajes van cerrando un ciclo que nunca se acaba.
¿Cómo va a cambiar?
Una buena parte de los estrenos más visibles son de chicos que estudiaron en universidades privadas. Eso es significativo, pues se trata de una cierta clase social que narra su mundo. A veces narra otros mundos, pero lo hace desde su mirada, desde lo que alcanza a ver desde su lugar. Eso es válido y lo defiendo a capa y espada.
Aquí tenemos doscientos estudiantes de cine que vienen de otros estratos sociales y otros lugares del país. Este semestre he tenido una clase con una chica de Otavalo, uno de Portoviejo, otra de Babahoyo, uno de Cuenca, de Guayaquil, de Sucumbíos... Cuando esos chicos empiecen a hacer cine y a contar el mundo desde sus propias miradas y sus propuestas, habrá un momento más diverso del cine nacional, y vamos a ver cosas nuevas. Son chicos que talvez no han visto Qué tan lejos ni Ratas..., que para ellos son como del paleolítico inferior.
Yo le apuesto mucho a esto.
¿Cuáles son los riesgos de esa apuesta?
Hay algo que sí es complejo... Llevo tres meses viviendo en Guayaquil desde que vine a dirigir la carrera. Paso mi tiempo entre la Universidad, el malecón, el Centro. Sí ha sido complejo enfrentarse a una ciudad tan grande con ninguna opción para ver cine independiente.
¿Y el MAAC?
En la actualidad no es una sala con programación permanente. Es un auditorio cultural donde de vez en cuando hay una muestra de cine coreano, por ejemplo. Pero no es una sala que esté trayendo estrenos de América Latina o películas que han pasado por los festivales independientes. Es muy difícil generar una cultura de cine independiente con los alumnos cuando ellos no tienen dónde consumir.
Eso ha sido complejo. Fíjate que ni las películas que se filman aquí, como Ratas, ratones y rateros, logran tener más público en esta ciudad que en Quito. Me he dado cuenta de que aquí está mucho más asentada la cultura del mall y el cine de Hollywood. Es una ciudad impermeable al cine independiente, incluso el ecuatoriano. Falta mucho esfuerzo. A todo el país le falta, pero aquí se siente más la ausencia de una oferta cultural diversificada.
Eso es algo que ves también en las iniciativas teatrales, que se han reducido a un público chiquitito. Son muy válidas, pero ya ni siquiera nos planteamos la posibilidad de una cultura diversa y masiva. Lo masivo está tomado por el mercado y sus lógicas.
¿Diría que quien ve cine independiente aquí es un espectador de computadora?
Porque no hay opción. El esfuerzo debe apuntar a incidir en lo público. Ante la avalancha del consumismo, las iniciativas independientes se han reducido a espacios privados. Eso es de alguna manera renunciar a lo público. Y lo complejo es que estas dos lógicas conviven muy bien: el mercado y la avalancha por aquí, y los artistas y lo privado por acá. No se disputan nada.
Lo público, ese gran espacio que es el lugar de todos, no debería estar exclusivamente ocupado por las lógicas del mercado.
Aunque pagues un ticket, el cine es un espacio público. No es solo la pantalla gigante y el sonido, también es vivir al lado de otros seres humanos una experiencia colectiva, hipnótica, y ocupar ese espacio que está copado por un cine comercial, en el sentido más estricto: películas que se han hecho para que la gente consuma un refresco y unas palomitas. Creo que hay que seguir dando la batalla por la sala de cine, un lugar del que sales a conversar con la gente que está afuera.
Cuando hicimos Qué tan lejos, queríamos estrenarla en salas de cine. Para nosotros, los del equipo, la postura de estrenar en sala de cine era y sigue siendo política. Y eso es algo que ha sido leído de manera muy chata por algunos académicos de calibre. Hablaban de una película comercial..., como si fuera fácil hacer una película comercial. La cuestión es hacer la película que queremos, con los personajes que queremos, sin una sola concesión que pudiera afectar la propuesta para hacerla vendible. No hay nada en esa película que responda a los cánones de lo que es una película comercial.
Pero en la película actúa Fausto Miño...
Ni siquiera eso. Cuando hicimos el casting, Fausto Miño no había lanzado aún ni medio disco. Se hizo famoso después de que filmamos. De ninguna manera buscamos actores conocidos públicamente, porque sabemos que un personaje público ya carga un significado. Luego de hacer cero concesiones, a la película le fue muy bien.
Estaba convencida de que era una película hermética. Pensaba que esto de que una chica lea a Octavio Paz iba a verse como una cosa rarísima, y que la gente se iba a salir a los cinco o diez minutos. Cuando se la mostré a María Augusta Iturralde, la persona que promocionó la película, le dije que nadie más iba a verla hasta el estreno. Me dijo: «Pero Tania, tenemos que mostrársela a los periodistas y a potenciales auspiciantes para el estreno». Le dije que no, porque la iban a ver y luego a comentar por ahí que es una película hermética, en la que salen unas chicas que leen, y el día del estreno la gente no iba a venir.
¿Ya no cree que sea hermética?
Sigo convencida de que es una película con un lenguaje muy personal, lo que pasa es que eso conectó con el público, y creo que fue porque estábamos viviendo un sentimiento similar, de ser personajes de un país abandonado, de vivir con esa paradoja en un lugar que amamos pero al mismo tiempo no entendemos y a ratos odiamos.
Me hace gracia cuando hablan del cine comercial. Admiro mucho a una película taquillera, me guste o no, porque no es fácil conectar con el público. Hollywood, todos los años, pierde millones y gana con unas tres o cuatro. Lo que pasa es que eso le alcanza para perder con otras cien. En nuestro caso, un cineasta independiente fracasa con una y hasta ahí llegó. Es un mito eso de pensar que hay una fórmula para hacer películas comerciales.
Pero lo que sí pasa es que de alguna forma el cine ecuatoriano demostró que podía tener un valor en el mercado. Creo que empezó a haber una cierta tendencia a buscar el gancho comercial, y desde mi punto de vista, eso es lo peor que puede hacer un productor o un realizador. Cuando buscas el gancho, lo más probable es que no funcione. Soy una convencida. Considero que la historia del cine ecuatoriano nos ha dado la razón: las películas que han tenido más taquilla, como Yambo o La muerte de Jaime Roldós son muy personales, y están hechas con una forma de narración que no digo que sea la vanguardia ni la revolución, pero es propia. No están hechas con fórmula de cine comercial, ni de independiente ni de autor (que aquí también hay fórmulas). En ese sentido, la apuesta siempre es arriesgada. Me han llamado en algunas ocasiones para que participe en una película, y me cuentan que la van a hacer así y así, «porque tú sabes que al público le gusta»; oigo eso y digo que ya estamos mal, porque no hacemos lo que al público le gusta, sino lo que tenemos la profunda necesidad de hacer.
La carrera de Literatura de la Universidad de las Artes acaba de fusionar las materias de literatura ecuatoriana contemporánea y de América Latina, lo que implica una forma de ver las cosas, vamos a estudiar así a esta gente que está viva. ¿Qué postura hay en la carrera de Cine?
Es supervanguardista. Antiguamente —hace cinco años— solo se podía hablar de una carrera que te enseñe a hacer cine o una que te enseñe a hablar de cine. En Estados Unidos las universidades todavía dividen así el campo, eso es una herencia de la cultura occidental, que separa el hacer del pensar, la postura crítica de la creación. Nosotros como universidad estamos formando gente que tiene de forma simultánea y sólida las dos experiencias. Por un lado, aprenden a hacer películas, y por otro, desde el primer día, les estamos exigiendo pensar con cabeza propia, ver con mirada propia, escuchar con oído propio, y escribir sin faltas de ortografía, que sería el gran logro.
Creo que, hasta ahora, las carreras de Cine de las universidades privadas formaron cineastas que saben hacer películas y... No digo que no saben pensar sus películas, pero sí creo que no recibieron suficientes herramientas para construir pensamiento. Al cine ecuatoriano, y al latinoamericano en general, le falta construir pensamiento.
¿Cómo se construye pensamiento? ¿Con crítica en la prensa?
No. La crítica cinematográfica es un oficio en sí mismo. Habrá chicos en nuestra escuela que quieran hacer eso en el futuro, pero no son muchos. La idea es que a partir del arte, el cine o la creación del teatro, impregnemos a la cultura de conversaciones, no solo de obras.
Si yo no hubiese tenido la oportunidad de irme a San Antonio de los Baños, en Cuba, habría perdido algo que, para mí, fue muy importante, y no me refiero a la experiencia de coger una cámara, sino la de recibir un legado. Memorias del subdesarrollo, uno de los clásicos del cine latinoamericano, empieza diciendo que el grave problema del subdesarrollo es la desmemoria, no saber relacionar una cosa con otra.
Hay que hacer obras, pero, mira, si las comparo con otras, ahí empieza a tener sentido esta universidad, porque tiene que ver con la vida de la gente, con la historia de la gente, con las películas que otros han hecho en otras épocas, y que están haciendo ahora en, por ejemplo, Irán. Mira cómo fue la experiencia de mostrarle a los chicos a Abbas Kiarostami desde el principio en el Club de Cine. La primera película que les mostramos fue Dónde está la casa de mi amigo. Kiarostami falleció pocos días después, se habló de él y ahora hay una huella de él en estos chicos. Hay que dialogar con el cine, y eso no nos lo acabamos de inventar, está en el mundo entero. Eso se puede reflejar en las propias películas, en los textos que escribes, en las conversaciones que tienes con tu familia al desayunar, y en lo que decimos cuando estamos haciendo cualquier cosa. Tienen que pasar unos años, para que podamos verlo, pero ese es el proyecto.
El Nuevo Cine Latinoamericano no fue solamente un conjunto de películas, fueron manifiestos, textos, libros, debates y, luego, instituciones como la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, la escuela de cine de San Antonio de los Baños, creada por un movimiento de cineastas que buscaba la forma de dejar una huella en el continente. Ahora, entre los años noventa y el 2000, hay cine latinoamericano, muy valioso, sí, pero ¿dónde está el pensamiento que irrigue a América Latina a través del cine? Y no tiene que ser un discurso único. En los sesenta era mucho más fácil pensar en una voz situada en el contexto de las dictaduras, y, por lo tanto, una voz de contestación política clara, pero de contestación estética también. Glauber Rocha en los sesenta es una contestación estética.
Y no los recordamos...
Siento que en América Latina —y Ecuador es un reflejo de lo que ha pasado en el continente— tenemos una generación desmemoriada, que cree que el cine empezó hace diez años o que el mundo se globalizó con la aparición de internet... Esta generación no tiene en qué asentarse, ni siquiera para contestar. En San Antonio de los Baños me formaron mirando el cine latino, y a eso inmediatamente lo empecé a criticar, porque me parecía que era dogmático. Pero tienes contra qué darte, tienes un referente con el que dialogar. Siento que el cine ecuatoriano es un cine que no dialoga. Me gustaría creer que va a haber una nueva generación que conoce el cine de la región, que puede confrontar ese cine o citarlo…, pero que dialoga con algo. Si no, empezamos a entrar en cosas como «Los 30 más jóvenes de América Latina», «Los 20 más bajitos de Ecuador», y nos empezamos a meter en la cabeza unas locuras que son efímeras, y nos ponemos a hacer unas obras sin un tronco, sin historia.
¿Hay algo de eso, de dejar legados, en la decisión de crear la Universidad de las Artes en Guayaquil?
Hay una postura política que se planteó desde muy temprano en este proyecto. Estoy desde 2012, cuando se empezó a concebir la idea de una Universidad de las Artes, cuando se hizo el primer expediente. Pero antes, cuando se incluyó en la LOES que había que crear una Universidad de las Artes, se decidió que tenía que ser en Guayaquil. Eso no se puede reducir a la coyuntura. Es una postura política en el sentido más amplio, porque esta es la ciudad más grande del Ecuador, la que tiene mayor población indígena, afroamericana y kichwahablante del país. Sin embargo, es una ciudad que en los últimos años no había tenido un proyecto público de formación como este. En su momento, el MAAC fue el gran proyecto público, y eso fue muy importante. Pero este proyecto, como público, emblemático tenía que estar en una ciudad así. Si estaba en Quito, era reproducir la idea de que todo sucede desde la capital.