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El Telégrafo
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Poesía

Las lecciones del maestro: memoria personal de Efraín Jara Idrovo

Las lecciones del maestro: memoria personal de Efraín Jara Idrovo
Foto: Fernando Machado / El Telégrafo
14 de abril de 2018 - 00:00 -

Hace exactamente treinta años, en el primer trimestre de 1988, cuando era todavía un flamante y prometedor alumno de Escuela de Lengua y Literatura en la Universidad de Cuenca, advertido de que Efraín Jara estaría por jubilarse en cualquier momento, conseguí matricularme en una materia que, si mal no recuerdo, se llamaba Corrientes artísticas del siglo XX, una de las asignaturas que daba el versátil escritor en los ciclos superiores entre un repertorio magistral de lingüísticas, estilísticas y filologías que manejaba con la destreza de un espadachín.

Advertido, a su vez, sobre este inesperado y juvenil pupilo que había empezado a hacer sus tanteos literarios en un suplemento cultural de la ciudad, cada vez que rendíamos exámenes, sin darme ninguna explicación, Efraín ordenaba que disponga mi pupitre contra la pared del frente, de modo que ante mí solo tenía el vacío calcáreo y sucio del aula, demoledora vacuidad ante la cual no tenía otra alternativa que rendir cuentas de las lecciones aprendidas. Siempre me quedó la duda, y nunca le pregunté, de si me aislaba para impedir que asista a los demás —soplando las respuestas a mis compañeros—, o para evitar que sea yo el que incurra en el infame y universal delito de la copia, oteando las hojas de mis vecinos. Las dos alternativas eran posibles.

Lo cierto es que fui yo quien —siguiendo los pasos perdidos de una compañera de clase— dejó la universidad antes que el maestro, con lo cual el alumno promisorio se convirtió en una decepción prematura para varios profesores que habían empezado a verme con expectativa y afecto.

Entre esos maestros estaba Efraín, quien tenía la convicción de que la enseñanza solo es efectiva cuando el discípulo supera al maestro. No sé si algún discípulo lo superó, pero hubo entre ellos nombres destacados que harán una importante carrera en las letras, en la cátedra, en la crítica literaria, en la docencia, o en todas esas tareas juntas: Jorge Dávila Vázquez, María Rosa Crespo, Felipe Aguilar, Oswaldo Encalada Vásquez, Jorge Villavicencio, Marco Tello, María Augusta Vintimilla fueron algunos de sus ilustres alumnos. Yo me limité a disfrutar de sus clases sobre arte del siglo XX, tema que ya entonces me interesaba, y que ponía en evidencia no solo la multiplicidad de intereses del profesor sino su profunda fascinación por todo aquello que llevara el signo de la vanguardia.

Pasaron los años y recuerdo encuentros fortuitos en su casa en El Ejido, una hermosa mansión donde vivía con su madre longeva y rodeado de gatos, a la que fui varias veces con algunos amigos y colegas de aventuras literarias. Vagamente recuerdo, entre otras, alguna visita con Víctor Vallejo, Paco Benavides y Edwin Madrid.

Como todo anfitrión, tenía su propio libreto o ritual: colocaba en su equipo de música casetes de la Deutsche Grammophon o grabaciones caseras de los grandes músicos experimentales, entre los que sobresalían los dodecafónicos (Varèse, Ligeti, Nono, Stockhausen), música a la que la mayoría asistíamos con una mezcla de estoicismo y resignación, pues no teníamos la formación ni el entrenamiento para seguir esos ritmos hechos de digresiones acústicas y disonancias melódicas.

Otras veces, el soundtrack de las tertulias era un repertorio de bebop, con el que nos habíamos familiarizado —al menos nominalmente— gracias a nuestras lecturas de Cortázar. Puesta la música, el poeta procedía a destapar alguna de las numerosas botellas de su legendaria vinoteca (a la que destinó, se decía, buena parte de la herencia de su padre) cuyo mueble, en medio de la sala, era ya un anticipo del inminente apocalipsis que nos esperaba. Pero antes del fin asistíamos encantados a sus relatos contados una y mil veces, con esa mezcla de desmemoria y delectación con la que los viejos vuelven a contar sus cuentos a sus nuevos o inveterados escuchas como si los contaran por primera vez. Todo alternado siempre con interrogaciones y discusiones poéticas y filosóficas que planteábamos al poeta en pleno uso de nuestra vehemencia juvenil.

Más tarde, esas tertulias se trasladaron a su departamento en los altos del condominio Oro Verde, donde Efraín había adquirido eso que se llama un piso de soltero, y que será, a la postre, su última residencia en la Tierra. Allí acomodó —con el especial talento de los poetas para amplificar los espacios— su dormitorio, una sala-cocina-comedor-videoteca, una biblioteca-gimnasio, pues como una entidad monádica el poeta mimaba su cuerpo y su alma, procuraba mantener en actividad permanente el Eros y la razón; quizá su única filiación con el orbe griego haya sido precisamente su capacidad para pasar del gimnasio al gineceo con gran prestancia.

Allí concluyeron algunas trasnoches, recuerdo algunas tenidas con su hijo Johnny, con Patricio Palomeque, Galo Torres, Eliécer Cárdenas, Eugenio Lloret, Andrés Villalba (la última adquisición interprovincial de los Jara y la bohemia cuencana) donde inquiríamos al anfitrión sobre sus correrías por la ciudad de antaño, sobre su amistad con César Dávila Andrade. Algunas ocasiones registramos su voz y su imagen obsedidos por construir un archivo de quien equivocadamente preveíamos pronto a extinguirse.

La estadía en las Galápagos fue un tema recurrente en todas sus conversaciones. No era un mero ritornello o lugar común, la experiencia insular fue crucial en su comprensión del mundo y la poesía, en la construcción de su cosmovisión poética. A la luz de sus textos y de su correspondencia no hay duda de que las Encantadas fueron su gran laboratorio creativo, la cantera de sus imágenes y metáforas, el lugar donde puso a prueba sus espectros y deseos.

Pero también fue el espacio donde cotejó un puñado de lecturas definitivas que llevó a ese autoexilio: Valéry, Rilke, Eliot, Pound, es decir, los poetas laboriosos, los poetas pensadores, los poetas traductores, los metapoetas que le adiestrarán en la comprensión del poema como una totalidad, como un diálogo sincrónico y diacrónico con las posibilidades expresivas del lenguaje y con la memoria del idioma. En el archipiélago, Jara consumó un hecho definitivo para la poesía ecuatoriana: su encuentro simbiótico y semiótico con un paisaje al que dotó de un singular relieve cósmico y existencial.

Antes de que se divulgue la consigna de la muerte del autor, en ese brillante ejercicio de autoconciencia creativa que constituye su ensayo introductorio a la recopilación El mundo de las evidencias (1980), Efraín rechazaba ya la idea del poeta o del artista como un genio, o un «insigne personaje investido de poderes extraños», para en su lugar postular la imagen de quien se «abandona a su modesta industria de artesano urgido por el fervor y la eficiencia». Esta es —vía Rilke y Valéry– una de las lecciones capitales de nuestro vate. En su retiro insular, fuera del ruidanal mundo, el poeta se aplica la escritura, se entrega a la «paciente elaboración» del poema. Sometido a una autocrítica radical, ya antes de enrumbar a las islas, en una especie de acto ritual, había quemado el tiraje de sus primeros libros.

Galápagos será, por lo demás, el escenario de su texto capital: Sollozo por Pedro Jara, poema concebido como una especie de carta de navegación, de mapa cósmico, de partitura musical, donde Efraín reconstruye el itinerario vital de su hijo muerto en un audaz ejercicio de experimentación formal; actuando como músico el poeta compone, arregla y ejecuta los signos verbales.

Son múltiples las lecciones que nos deja Efraín, las más importantes: su rigor académico y su exigencia literaria. Sin olvidar su pasión por el diálogo y su importante desempeño como gestor cultural en los distintos períodos que estuvo al frente de la Casa de la Cultura Núcleo del Azuay, donde en un principio desarrolló iniciativas editoriales emblemáticas como la colección Libros para el Pueblo o la creación de la revista El guacamayo y la serpiente. En un segundo momento, su presencia al frente de la Casa fue decisiva para la creación de la sala Proceso/Arte Contemporáneo, y para la fundación del Festival de la Lira.

Hasta hace unos días, Efraín Jara era sin duda el poeta vivo más importante del país, tras su deceso se ha convertido en uno de nuestros muertos cardinales. (I)

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