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El Telégrafo

Guayaquil de nuestros migrantes

Guayaquil de nuestros migrantes
23 de octubre de 2020 - 00:00 - Gabriel Cisneros Abedrabbo

Siempre tuve a Guayaquil en la genética, por los primeros puentes afectivos de la infancia con aquellos amigos que iban a invernar en Riobamba, por la mujer canela, tambor y río, que sacudió mi sangre morando mi corazón en desamor; más tarde, por la memoria de los viajes y hermanamientos en la poesía, en la cultura, en la capacidad que tiene la ciudad de siempre asombrarme. Hasta hace poco supe que su geografía porteña y montubia, fue la casa de arribo al Ecuador, de mis abuelos Andrés Abedrabbo y Escandala Amador, que en la década del treinta del siglo pasado migraron de su natal Beit Jala en Palestina, buscando paz y el mito que se había formado en Medio Oriente, en torno a la prosperidad y oportunidades que la urbe, ofrecía a sus hijos.

Entre mediados del siglo XIX y mediados del siglo XX, Guayaquil fue la puerta de entrada de los palestinos al Ecuador. Por el pasaporte con el que ingresaron al país, en el argot popular se los conoció como “turquitos”. Gente que venía en una cadena de relaciones en las que, familiares que llegaron antes, fueron sustento fundamental, mientras se iban adaptando a la nueva realidad y alimentaban su identidad con la riqueza del paisaje natural, gastronómico, arquitectónico, sonoro y cultural del puerto.

Jorge Salomón Hurtado, en su libro Shukram América, las familias palestinas en el Ecuador, dice que la primera migración palestina llegó a Guayaquil en 1850; a partir de ese momento son muchos los encuentros con la ciudad, de gentes que venía de Belén, Jerusalén y Beit Jala, que en un principio se dedicaron al comercio de rosarios, estampas y estatuas sagradas traídas de Tierra Santa; y, luego a la venta de casimires y el establecimiento de pequeños emprendimientos. La ciudad fue generosa con sus nuevos hijos, en ella prosperaron y ramificaron familias; muchos a partir de ella se fueron sembrando en otras ciudades del país.

Son perseverantes los diálogos en el encuentro cultural de los palestinos con la ciudad, para los cuales, como dice Katbe Touma Abuhayar: Guayaquil lo es todo, el hogar que nos legaron nuestros padres, por el que trabajaron y trabajamos, sabiendo que aquí no hay nada imposible. Evoco la memoria de la ciudad, bicentenaria en su independencia, donde he tenido alegrías sin confinamiento y también angustias; evoco sus calles, el olor maravilloso de su gastronomía, la nostalgia por Barricaña, por esos días donde era invencible y no fui ajeno a su profunda bohemia en el abolengo de sus insomnes.

Hace más de un año, cuando visité el Cementerio General de Guayaquil, en su espacio patrimonial, no dejaba de admirarme; no solamente por los mármoles tallados en Europa que acompañan el viaje eterno, en el símbolo majestuoso de la muerte en el tiempo en que fueron construidos; sino también por la diversidad de sangres que la han nutrido. Guayaquil, territorio de nuestros migrantes, se apuntala al futuro como la ciudad de todos. (O) 

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