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El Telégrafo
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Wa-league: un recorrido por Japón a través de tambores, cantos y danzas

I (15 de agosto de 2013)

“Yo daría mi dedo meñique por ir al Japón, uno de los pocos países que quisiera de verdad conocer”, afirmó en alguna ocasión el escritor norteamericano Henry James, atraído por los misterios de esa civilización milenaria. No ha sido el único. La cultura nipona ha inspirado a un sinnúmero de artistas occidentales que han visto en ella un referente inagotable de símbolos.

Yo jamás he visitado Japón, y pese a que me encantaría hacerlo, no pienso, como el señor James, sacrificar ni medio meñique. Afortunadamente, la música y la danza siguen llevándome a lugares insospechados, a otros niveles de conciencia. Viajar sin viajar, o por lo menos viajar distinto. Por eso ahora estoy sentada en una de las sillas del Teatro Nacional de la Casa de la Cultura, en Quito, para ver al grupo Wa League, proveniente de Japón, que por segundo año consecutivo presentará un espectáculo gratuito, combinando tambores, canciones populares y danza tradicional.

Ayer pude conversar con sus integrantes durante el ensayo, pero hoy me encantaría visitarlos en el camerino, pues ese –y no otro– es  el espacio donde ocurre el ritual previo al encuentro con el público. La preparación del artista es otro tipo de performance, una puesta en escena interior. Aún faltan 40 minutos para que empiece la función, pero ya el teatro está casi lleno. Se oyen murmullos de arriba a bajo, y sin embargo el taiko (gran tambor) yace en medio del oscuro escenario, como un corazón de madera, solemne.

II (durante el ensayo. 14 de agosto de 2013)

No son un grupo permanente. Se juntaron esta vez gracias a la idea del director y productor de escena Takaku Terutoshi. Cada uno destacaba en su área y él decidió hacer un ensamble. Vinieron con el apoyo de la Embajada de Japón y el Ministerio de Cultura de Ecuador. Las cuatro estaciones del año son el hilo conductor de la obra. “En primavera, por ejemplo —explica Terutoshi— nos encanta asistir al espectáculo que convocan las flores de cerezo, una vez abiertas, sus pétalos se caen muy rápido, sea por el viento o por la lluvia. Nosotros amamos esa fugacidad. La belleza luminosa de un instante”.
*
Kato Sawa es la cantante del grupo, la más extrovertida. Su contextura delgada y su cabello corto le dan un aspecto de heroína del ánime. Desde pequeña fue amante de la música gracias a su padre, quien escuchaba todo tipo de ritmos y en todos los idiomas. A los 16 años, durante su estadía en EE.UU. como estudiante, tuvo la oportunidad de cantar en un festival cultural. “La audiencia imitaba frases en japonés sin entenderlas, pero las sentían, entonces descubrí el poder que tenía la música de sobrepasar las barreras del idioma. Eso definió mi camino”.
*
Los músicos solo hablan japonés. Me asignan una intérprete, pero enseguida siento que en la traducción se pierde un 70 por ciento de lo que me quieren contar. Por momentos debo insistir con la misma pregunta.

Es el turno de Hibiki Touen, que se acerca con su tambor verde atravesado por varias cuerdas. Alto, fornido y con la mitad de su cabello frambuesa, Hibiki parecería hacer honor a esa estirpe guerrera de los primeros tamboristas. Pero su rostro solo transmite paz.

Hibiki estudió la base del arte escénico con el director Yoshio Matsunaga y se desarrolló como líder del grupo de tambores. Para ejercer como profesional, ingresó en el grupo de tamboristas Kodo y participó en varias presentaciones internacionales. Desde 1995 trabaja como solista, pero colabora permanentemente con ceramistas o bailarines de danza “butoh”.

–¿Qué te ha aportado trabajar con otras disciplinas?
La intérprete le traduce mi pregunta y luego me responde:
–El tambor está hecho de madera y de cuero de caballo y vaca...
Me quedo fría.

Sin embargo observo que Hibiki, en efecto, trata de explicarme las partes del tambor. Entonces dejo que siga. “Para construir ese instrumento hubo sacrificio de vida,  por lo tanto, cada vez que toco rindo homenaje a esos animales que también vibran en la música”.
*
Pequeño, delgado y con el cabello muy corto, Yanaka Nobuto parece un monje. Sereno y erguido sujeta el tsugaru-shamisen, un instrumento tradicional japonés que consta de un mástil y una pequeña caja acústica en forma de tambor. Se toca con un plectro llamado bachi. Posee tres cuerdas y un sonido particular del lejano oriente. Nobuto me cuenta que tras culminar la secundaria, a sus 15 años, se trasladó a la ciudad de Hirosaki, donde vivió como aprendiz del maestro Yamada Chisato en su bar musical durante cuatro años. “Este instrumento es propio de regiones frías y yo crecí cerca de Tokyo, donde hace calor, así que tuve que partir detrás de mi sueño”. Nobuto se convirtió en maestro de la Escuela Yamada, ha obtenido diversos premios y ha sido designado Embajador Turístico de la Ciudad de Kazo.

III (15 de agosto. Poco antes del concierto)

6 y 40 pm. Logré entrar al camerino. Pedí a una de las señoritas de la Embajada que me permitiera pasar. –Lo siento, ya no darán entrevistas. –No haré preguntas, respondí, solo quiero observar. Aceptó. En la esquina donde estoy parada hay un territorio neutro, pero frente a mí un pedazo de Japón se enciende. Kimonos de múltiples colores, fajas gruesas, lámparas rojas, cintas con ideogramas cuelgan de un perchero que delimita, a su vez, el espacio donde la geisha se prepara. Pero esta vez, la bailarina es un hombre: Muneyama Ryu Kochou. Una señora lo ayuda a vestirse. Parece la elaboración de una muñeca de porcelana. Su rostro ya está completamente blanco, ojos perfilados de negro intenso y labios de  rojo carmesí. Solo falta un detalle para completar la escena: la peluca. Hay dos o tres opciones sobre unos soportes de madera. La geisha decide el marco de su rostro en un segundo: la de cabello largo. Se la coloca. Ahora sí, la función puede empezar.

Yanaka Nobuto toca el tsugaru-shamisen, instrumento tradicional japonés de 3 cuerdas.

IV

La fuerza del taiko abre el concierto. Un solo golpe y el teatro vibra entero. De espaldas, y con las piernas abiertas y estiradas, Hibiki aparece. Luce una bata verde y dos palos de madera. El juego de luces resalta sus brazos que no paran de moverse por dos minutos seguidos. Nobuto se incorpora con el tsgaru-shamisen, y más adelante Koizumi Ken-ichi, otro gran tamborista, desafía la velocidad. La gente está sumida en la intensidad del ritmo. Los músicos emiten un grito. Silencio. Y el teatro estalla en aplausos. En adelante, todo es un recorrido por Japón.

La pantalla gigante proyecta mapas e imágenes de las diferentes ciudades y los impresionantes desfiles que en ellas se producen. Todo está en sincronía. Al término de cada canción, uno de los integrantes  presenta al público  una nueva estación del año. “Ahora estamos en Otoño, dice Ken-ichi, la estación que más inspira a los artistas y la que despierta el apetito porque es tiempo de cosecha de arroz”. Se intercalan la canciones de Kato Sawa y la danza de la geisha que, con maestría, maneja el abanico, transformándolo en lo que ella quiera: un río, el viento, un pájaro. Cierro los ojos para ver  a través de la música. No es mentira que se viaja sin viajar.  Los abro de nuevo y me quedo suspendida en los ojos de la geisha, en la lejanía de su mirada. ¿Qué observa mientras baila? Han pasado casi dos horas. Mis pies siguen vibrando. Me alejo. Pienso en los cerezos en flor, en la fugacidad de su belleza. Como ellos, este espectáculo también termina, fue un instante, pero único y eterno mientras duró.

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