Especial coronavirus
Las 'fake news': un cuento viejo
A primera vista, da la impresión de que las fake news son algo nuevo, quizá porque el anglicismo nos confunde, pero una vez que traducimos la expresión al español, cuyo significado literal es “noticias falsas”, llamadas también “bulos” en lenguaje coloquial, se hace evidente que lo único (relativamente) nuevo son los instrumentos de difusión que se usan hoy: las redes sociales y los troles que las esparcen rápidamente.
Pero las noticias falsas son tan viejas que es posible encontrarlas incluso en los relatos bíblicos, por lo que resulta importante entender el propósito con el que se difunden, más allá de los instrumentos que se usen, para evidenciar que el manejo de la información es parte de la disputa por el poder entre distintas facciones políticas que buscan el favor del público.
En esa trama por el dominio, los agentes sociales involucrados usan la mentira como parte de sus estrategias de comunicación para mantener o acceder a la administración del Estado, pues aprendieron con Maquiavelo, cuyas lecciones datan del siglo XVI, que los gobernantes, y quienes aspiran a serlo, deben actuar como zorros, esto es: fingir y disimular.
El uso de noticias falsas en distintos momentos históricos sería extenso de enumerar, pero si nos centramos en el siglo XX, centuria en que se consolidó la comunicación masiva, encontramos casos emblemáticos.
Quizá el más famoso es la fabricación de noticias e imágenes trucadas del magnate de la prensa, William Randolph Hearst, en la guerra de Independencia de Cuba, en 1898.
A ello se suma dos hechos de la II Guerra Mundial: las estrategias de propaganda generadas por Joseph Goebbels para la Alemania nazi y el silencio pactado entre los medios de comunicación y los Aliados para vetar la información sobre las consecuencias de las bombas atómicas arrojadas en Hiroshima y Nagasaki, que se conocieron décadas más tarde.
Estos ejemplos muestran que las noticias falsas son siempre parte de juegos de poder entre agentes interesados. Por ello no deben confundirse con el legítimo reclamo ciudadano, individual o colectivo, respecto de políticas públicas que afectan derechos o condiciones de vida, aunque las fronteras entre uno y otro no siempre hayan sido evidentes para los gobernantes. (O)