Ozzy brilló entre su propia oscuridad
“… Solo un freak más en el reino de los freaks”. Esta frase del creador del periodismo gonzo, Hunter S. Thompson, bien podría resumir la vida de John Paul Osbourne: Ozzy. Más de diez mil personas, que convirtieron al coliseo Rumiñahui en una caldera, lo esperaban ansiosos, el pasado jueves, a las nueve y media de la noche. Y Ozzy apareció en el escenario como un abuelo alocado, vestido de negro, con una cruz bordada a lo largo de su camisa, con rímel en los ojos y el cabello casi cubriendo sus hombros.
Para quien no conozca a Ozzy, es preciso aclarar que este inglés con 62 años a cuestas, es una especie de Maradona del Heavy Metal. Un cantante maldito que ha sufrido de todo: Fue un niño pobre, disléxico, que pronto comenzó a trabajar como lustrabotas y que no le interesaba en lo más mínimo el colegio. Un adicto al alcohol y a las drogas (Rohypnol, Klonopin, Vicodin, jarabe para la gripe, coca, ácido, Quaaludes, pegamento, heroína y muchas otras), que estuvo algunas veces en la cárcel.
De un mordisco le sacó la cabeza a una paloma y a un murciélago en sus presentaciones. Fue expulsado del grupo más legendario del heavy, Black Sabbath, porque ya no soportaban sus borracheras, y no hace mucho presentó uno de los realities con más éxito en la historia de MTV: The Osbournes, en el que a diario sus hijos y su esposa amenizaban su vida, entre palos e insultos.
Pero más allá de todas las polémicas y excentricidades que rodean su vida, la razón para que más de diez mil personas, en su mayoría cuarentones y treintañeros, corearan en conjunto su nombre en Quito, se resumen en decir que este inglés tiene una voz y ritmo que parecen salidos del mismo infierno, que hace vibrar las entrañas de cualquier rockero, una sensación que solo un vagabundo, como él, podría lograr.
Ozzy, lamentablemente, ya no es el mismo, aunque no lo quieran admitir sus fans que lo vieron recorrer Sudamérica en su actual gira del disco Scream. Sus movimientos son torpes y su voz se siente un tanto afectada por el tiempo y los excesos. Pero eso no quiere decir que el “Príncipe de la oscuridad” no se entregue al máximo y tenga el espíritu de un gigante.
Durante la casi hora y media de concierto, Ozzy todavía tiene carisma. Parece un niño que salta, que disfruta cada momento. Ozzy se puso la camiseta de la selección nacional de fútbol. Levantó la bandera de Ecuador. Hizo lo habitual de sus conciertos: bañar a su público con espuma y baldazos de agua fría. Eso recibieron los fans que pagaron 165 dólares para verlo. Confesó que le encanta Ecuador y que quiere volver. De hecho, próximamente, presentará un documental de esta gira por Sudamérica, donde cree que tiene a sus fans más cariñosos y fieles.
Entre los temas del show interpretó Bark at the Moon, Mr. Crowley, Mamma, I’m Coming Home, Iron Man. Con ellos Ozzy alucinó al Rumiñahui. Reventó el pecho de quienes le escuchaban. Recordó viejos tiempos, en que algunos de los asistentes confesaron haber quemado los discos infantiles de Parchís y Enrique y Ana, para seguirlo en los inicios de su carrera como solista en 1980.
Estuvo acompañado de músicos virtuosos como: Rob Nicholson en bajo, Adam Wakeman en teclado. El griego Gus G. mostró toda su genialidad con un solo de guitarra que mezcló el “Chulla quiteño”, pero en versión heavy. Tony Clufeto presentó su solo de batería, mientras Ozzy se tomaba un breve descanso después de descargar toda su energía a 2.800 metros de altura. Lamentablemente, a pesar de la agresividad y entrega con que la banda asumió el show, este se vio muy afectado por el sonido.
Ozzy cerró la noche con Paranoid y las 10 mil personas saltando. “Dios los bendiga” fueron sus últimas palabras, mientras sonaba el último acorde de guitarra. Se puso a los pies de Quito, pero a pesar de los pedidos no volvió a salir al escenario… Sus fans lloraban conmovidos, querían que volviera, al menos una vez más. Tres minutos después sus esperanzas fueron aplastadas, en el momento en que los técnicos recogían los equipos, que permitieron a los fans compartir con el Príncipe.