¿Administrando justicia o administrando violencias?
Hace algunas semanas trascendió la valiente denuncia de Gabriela Goldbaum quien hizo público, en lo que considero un grito de auxilio, todo el aparataje judicial de persecución montado en su contra, nada más y nada menos que por su ex pareja y padre de su hija. Su denuncia ha tenido efecto dominó, pues con ella muchas otras mujeres de distintos estratos y procedencias se han reconocido como víctimas de hostigamiento, evidenciando el abuso del derecho como una práctica cada vez más común para ejecutar dominio sobre las vidas de estas mujeres.
Se demuestra nuevamente que la violencia contra las mujeres no puede ser tratada como un asunto meramente doméstico, sino como una problemática de orden público que tiene manifestaciones sistemáticas, pues si algo debemos entender es que el machismo es dúctil, maleable, y como tal, se ajusta a nuevos mecanismos y formas de control sobre quien se ejerce.
Reconociendo estas realidades la Ley Orgánica Integral para Prevenir y Erradicar la Violencia Contra las Mujeres definió la violencia psicológica como, entre otras cosas, “la manipulación emocional, el control mediante mecanismos de vigilancia, el acoso u hostigamiento, toda conducta abusiva y especialmente los comportamientos, palabras, actos, gestos, escritos o mensajes electrónicos dirigidos a perseguir, intimidar, chantajear y vigilar a la mujer”, y en las reformas al Código Orgánico Integral Penal publicadas en 2018 se introdujo la violencia psicológica dentro del catálogo de delitos de violencia contra la mujer o miembros del núcleo familiar.
La necesidad de esta tipificación se evidencia en el informe emitido a mediados de este año por la Relatora Especial de Naciones Unidas sobre violencia contra las mujeres, en el que expuso que en Ecuador el 65% de las mujeres han sido víctima de alguna forma de violencia y el 60% ha sufrido violencia psicológica.
No obstante, otra de las circunstancias que da cuenta este informe de la relatora, y en función de ello dirige sus recomendaciones, es que el gobierno debe asegurar el establecimiento de unidades judiciales especializadas en violencia contra las mujeres en todo el país, pero no solo eso sino también, y más importante aún, capacitar profesionalmente en materia de género a jueces, fiscales, abogados, agentes de policía y funcionarios públicos, como forma de garantizar la aplicación de estos instrumentos legales.
Recordemos que gracias a la lucha de las mujeres desde 1994 se crearon las primeras Comisarías de la Mujer, y en 1995 se emitió la Ley Contra la violencia a la Mujer y la Familia. Sin embargo, pese a los esfuerzos y avances que significa la creación de estas unidades y la expedición de normativa en la materia, no podremos como sociedad mitigar estos niveles de violencia sin operadores de justifica debidamente calificados, pues lo que estamos viendo es que, por el contrario, en la función judicial están encontrando los agresores un nicho para ejercer poder.
En lo particular, la experiencia me dicta que la amenaza más común de los agresores es quitarle a la víctima a sus hijos. Podemos identificar que bajo esta amenaza las mujeres son disuadidas desde solicitar el divorcio a sus parejas, hasta denunciar agresiones o demandar una pensión de alimentos; y si acaso se han atrevido a hacerlo, en muchos casos se inician contra ellas hostigamientos y acciones con sesgos discriminatorios que en situaciones extremas como la de Gabriela representan 19 denuncias, en otros 11, 7, 6, 4 e inician batallas legales interminables que por sí mismas perpetran violencias y que bajo ningún concepto podrían significar una mejor consagración para los derechos de los niños y niñas que quedan en medio de estos conflictos.
En relación a esto, la relatora corrobora en su informe que no es posible tener suficiente información acerca de la incidencia de la violencia doméstica, en parte debido al temor a represalias y al estigma, a la falta de confianza en las fuerzas del orden y a la baja calidad de los servicios y mecanismos de protección existentes para las víctimas de violencia. Con esto podemos concluir que la función judicial no solo que no está proporcionando medios adecuados de protección para las víctimas, ni garantizando los derechos de niñas y niños, sino que de hecho las fiscalías y judicaturas se están convirtiendo en un brazo ejecutor de violencias.
No podemos seguir tolerando que el sistema empuje a las víctimas a salir del anonimato y efectuar denuncias públicas como único medio de conseguir juicios justos, ni que solo cuando tenemos casos extremos como violaciones en manada o femicidios, representantes de la Fiscalía General del Estado y el Consejo de la Judicatura den declaraciones -que en este punto son ya vacías- sobre su compromiso contra la violencia de género, necesitamos que ello se evidencie en acciones concretas y cotidianas, pero trascendentales: la capacitación de sus operadores y una adecuada administración de justicia. (O)