Doña Luz cumple 104 años todavía llena de energía y vitalidad
Luz Esther Saltos Vera es sinónimo de felicidad y energía. Ella así lo demuestra en sus expresiones y en su diario vivir; y esa misma vitalidad es la que contagia al resto de su familia.
Y no es para menos, pues este jueves 26 de septiembre cumplió 104 años. Si bien no hubo fiesta ni bulla, de todas formas sus seres queridos organizaron una reunión íntima para la ocasión.
Manabita de nacimiento, prácticamente formó su familia en Guayaquil, junto con su esposo Manuel Elías Viera Alvarado (+), también de esa provincia. De ese núcleo brotó una amplia generación: seis hijos (uno fallecido), 14 nietos y 11 bisnietos.
En el hogar de Miriam Russo -una de sus nietas-, ubicado en la ciudadela Urdenor, esboza en líneas generales detalles de su vida.
A paso lento avanza hasta la sala y tras acomodarse en un sillón, empieza su relato, con tono claro y sin pausas. No oculta su franca sonrisa, pero admite que es por su nerviosismo.
Nació en la población de Canuto (cantón Chone) el 16 de septiembre de 1915, cuando esa localidad era apenas un caserío. De su niñez recuerda breves momentos. Se crió en la finca La Piñuela, de propiedad de su padre, Tomás Saltos. Se acostumbró a la vida del campo, especialmente le gustaba la ganadería.
Disfrutaba de la leche que producían las vacas y el queso que se elaboraba en el mismo lugar, además de jugar por el campo con sus hermanos (tuvo 7 en total, de los cuales 2 aún sobreviven, asegura su nieta Miriam).
Prefiere no dar muchos detalles de esas épocas, pues con su voz algo quebradiza manifiesta que ciertos pasajes no los recuerda con claridad. “Es que ha pasado tanto tiempo, usted comprenderá”, señala y, en seguida, suelta una risa espontánea que contagia.
Ya de adulta conoció a Manuel Viera, oriundo de Portoviejo; no tiene muy claro los detalles de aquella ocasión, pero sí que se presentaron en la entonces localidad de Bahía de Caráquez.
Con él contrajo nupcias en 1941 y empezó una nueva etapa de su vida: la de formar un hogar, como se estilaba en aquellas épocas. “Me dediqué a criar a mis hijos, mientras mi esposo trabajaba duro; era maestro ebanista”.
Llegó el momento de migrar y la familia Viera Saltos se trasladó a Guayaquil. En la urbe porteña residieron en el tercer piso de una vivienda de construcción mixta en pleno centro. Era 1964.
La casa, que estaba ubicada en Baquerizo Moreno y Julián Coronel, era propiedad de la Junta de Beneficencia de Guayaquil, allí ahora se encuentra el área de emergencia del hospital Luis Vernaza.
Un detalle que también recuerdan hijos y nietos es que desde la azotea de la vivienda se podía observar el Cerro del Carmen. Alrededor de la urbe había un matiz singular: las típicas casas con chazas, caserones con paredes de ladrillo y techo de zinc.
Luego, doña Luz Esther y su familia se trasladaron a vivir en Luis Urdaneta y avenida Quito, también bajo arrendamiento; un tercer domicilio fue la ciudadela Los Esteros, en el sur; después en la ciudadela Sauces 1 y finalmente Sauces 8, donde doña Luz Esther vive con Cristina, una de sus hijas.
Pasatiempos
Ella es apasionada por los boleros y pasillos, especialmente los que cantaba Julio Jaramillo, como “Nuestro juramento”, pero también se embelesa con temas como “El aguacate” y “El prendedor”.
Sin embargo, hay una que la priva de manera especial: “La casita blanca”, un pasillo lento que evoca nostalgia, quizá esa nostalgia de algún recuerdo que mantiene en su memoria latente.
Otra de sus aficiones son las poesías que ella misma escribía en sus años mozos; su nieta Miriam asegura que todavía, en la calma de su hogar, recita algunos versos en voz alta.
Pareciera que nada la detuviera cuando se trata de salir a pasear. Le gusta viajar, aunque en estos últimos años ya son paseos cortos. Hubo un tiempo, hace algo más de una década, en que acompañaba a Miriam, quien era visitadora médica, a sus viajes de trabajo.
Una de sus aventuras anecdóticas ocurrió el año pasado (2018), cuando junto con Paola Russo, otra de sus nietas, se animó a subir las escalinatas del Cerro del Carmen, hasta coronar con éxito la cima donde se encuentra el monumento del Sagrado Corazón de Jesús.
Cuando recuerda ese momento lanza un desafío a su nieta Miriam: “Apostemos a que vuelvo a subir el cerro”, con una firmeza y determinación que asombran.
En la alimentación pareciera que no tiene límites, de allí que como ella afirma: “Para mi edad, no tengo secretos... como de todo”.
Desde pequeña le gustaba comer pargo y chame (peces de río) asados. Eso la transporta a su niñez y adolescencia. “La peonada (obreros de la finca) pescaba el pargo y en la casa se lo preparaba envuelto en hojas de plátano, a manera de bollo, y luego se lo cocinaba en olla de barro.
No escatima en carne roja, pero es algo reacia al pollo, excepto a las alas y las patas, que son sus presas favoritas. Sin embargo, evita el pavo. En cuanto a las frutas, se deleita con la papaya, la sandía, la naranja y el mango maduro.
Cuando hay una ocasión especial, bebe sangría, e incluso tequila; en pocas ocasiones toma una cerveza. Esa infidencia, la cual admite con una sonrisa cómplice, es corroborada por su nieta. Pero como buena manabita le encanta la sal prieta y el maní quebrado.
Como se dedicó al hogar y a la crianza de sus hijos (así era la costumbre de las familias de antaño), le encantaba adobar o aderezar sus comidas con vinagre de guineo, que ella misma elaboraba. Ponía trozos de guineo en una botella oscura y los dejaba fermentar un mes, luego cernía y mezclaba con trozos de zanahoria, ajo y cebolla.
Otra de sus especialidades era el carapacho relleno y el pan de almidón, que preparaba en su casa. Mientras relata su historia, apenas titubea, aunque por su edad, su capacidad auditiva es cada vez más limitada; pese a ello detesta utilizar auriculares.
Sus allegados sostienen que de joven siempre tuvo un carácter firme, severo, pero estaba pendiente del cuidado de sus hijos. Es que ella era la que administraba el hogar, mientras su esposo proveía con su trabajo.
Al caer la tarde termina la conversación. Solo apunta que le encanta la limpieza facial y los masajes, pintarse el cabello y usar labial rojo.
Permanece en el sillón, deja sus recuerdos a un lado y esboza una sonrisa serena, mientras se despide. A la espera de su próximo cumpleaños. (I)