La falta de apoyo al presupuesto para la atención de este grupo es otra deuda pendiente
El 0,5% de peruanos con discapacidad trabaja en el Estado
El año pasado, Lima fue la sede del Primer Foro Internacional ‘Inclusión de la Discapacidad en la Agenda de Desarrollo Post 2015, desde la perspectiva Iberoamericana’. El evento reunió a actores de América y Europa, incluyendo delegados de Naciones Unidas, y fue conducido por líderes con discapacidad de Ecuador, República Dominicana, El Salvador, España y Perú, quienes buscaron visibilizar la importancia que tiene para su desarrollo el papel que juega el Estado, la sociedad civil y la cooperación internacional, así como posicionar temas de debate que alimenten las agendas políticas de los países de la región.
Pese a la magnitud de sus intenciones, este evento pasó totalmente desapercibido. En Perú, el término ‘discapacidad’ no ha sufrido alteración en su significado ni en su uso: nomina a quien posee miembros inoperativos o a quien depende de un objeto para su movilización.
Esa limitación del significado tiene un efecto rotundo en la realidad: invisibilidad. Hasta 2013, por ejemplo, no se sabía con exactitud cuántos peruanos cumplían las condiciones para ser considerados como discapacitados.
Lo que se sabía hasta entonces tenía que ver más con el interés de los actores antes que con una voluntad estatal por identificarlos. El Consejo Nacional para la Integración de la Persona con Discapacidad (Conadis) había registrado alrededor de 105 mil personas que voluntariamente llegaron hasta sus oficinas para inscribirse en el padrón nacional. La institución, que persigue como meta máxima mejorar las condiciones de vida de sus usuarios, había pasado trece años desde su inauguración en espera.
¿Por qué? Un Estado se ocupa de brindar beneficio a las mayorías, es la premisa. La difusión de políticas y derechos, así como la activación de programas que logren identificar las vías mediante las cuales se puede canalizar estos beneficios están adscritas a esta realidad.
En Perú no existe urgencia por atender a las minorías. Apenas en 2014, el Conadis y el Instituto Nacional de Estadísticas e Informática (INEI) realizaron la Encuesta Nacional Especializada sobre Discapacidad, logrando clarificar la dimensión social en la que a diario se desenvuelve cerca del 5,2% del total de la población.
Se definió entonces que el universo de personas con alguna discapacidad sumaba 1’575,402, siendo mayoritarias las mujeres. Se supo, además, que la mitad de este universo posee una discapacidad moderada y que la gran mayoría pertenece a la tercera edad.
Los efectos causados por estos resultados no sirvieron para dar un viraje radical a la realidad que vive este grupo de la población en el día a día. Eso, como se sabe, tiene que ver más con un proceso en el que la cultura misma sea influenciada, antes que con la urgencia emitida desde los círculos políticos que hicieron eco de estos resultados.
Aun así, nadie pudo evitar que el Congreso modificara una vez más -la cuarta en lo que va de existencia de la ley- la norma que ampara a las personas con discapacidad. Se reiteró, con esa acción, una preocupación estatal que revive con avidez cada vez que las elecciones se acercan: la de abogar por formas de inclusión social que derriben cualquier tipo de límite.
En el espíritu de la ley, el Estado es el encargado de diseñar e implementar proyectos que busquen la inserción social y, de esta manera, mejoren las condiciones de vida de estas personas. En busca de ello, se procuró evidenciar, sobre todo, una serie de sanciones que se impondrían a terceros cuando los derechos de las personas con discapacidad fueran vulnerados.
Siguiendo esa lógica se ha decretado, por ejemplo, que el 5% de puestos de trabajo en instituciones públicas deba ser reservado para las personas con discapacidad. Eso, de entrada, ya genera un conflicto, pues, de acuerdo a la encuesta, solamente cerca del 40,5% de personas en este grupo han terminado la escuela, teniendo la educación superior y especializada un promedio que no supera el 7%. Los puestos de trabajo a los que irían entonces nuevamente serán los que pertenecen al margen. A la fecha, los empleados de las instituciones públicas que se cuentan bajo este trato no superan el 0,5%.
En una mesa de trabajo convocada por la Comisión de Inclusión Social y Discapacidades del Congreso del Perú, se resaltó la falencia que desde el Estado se expande sobre la cotidianidad de estas personas. Se expuso -además- la falta de apoyo en tanto al presupuesto: 33 soles (10 dólares, en promedio) por persona son destinados mensualmente a las instituciones como hospitales y casas de asistencia para el tratamiento y atención de este tipo de pacientes. Con ese nivel de apoyo no se puede esperar una modificación significativa de la realidad.
El programa ‘Soy Capaz’, impulsado por el Conadis, busca ir en contra de la corriente. No garantiza cubrir al universo de personas bajo esta condición pero, al menos, abre la oportunidad para que laboralmente algunas de ellas puedan insertarse en espacios de trabajo en la empresa privada. La promoción de una bolsa de trabajo y algunos intentos por capacitar a la gente han sido dos pasos iniciales con los que se enfrenta este tema.
La inclusión de personas con discapacidad en Ecuador muestra una realidad diferente. Este año se creó un modelo financiero con el apoyo de la banca pública para que se otorguen créditos con tasas preferenciales a las personas con discapacidad. Además, en 2014 el Estado brindó asesoría técnica a 567 emprendimientos de este grupo social.
En Perú, de vez en cuando aparece alguna noticia esperanzadora -como la construcción de una vía especialmente para no videntes o la iniciativa de algún congresista por aprobar una ley de pensiones y asistencias-, pero no tarda en esfumarse del debate político, plagado por urgencias mediáticas.