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Ecuador, 27 de Diciembre de 2024
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El Telégrafo
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Donde la Navidad se funde con la memoria de los pasos perdidos

Ciudad Alegría queda al final de una larga y estrecha calle en el sector la Biloxi, al sur de Quito. La metáfora perfecta de la vida. La vejez queda al final del camino terrenal.

La edificación de color habano es adornada por geranios, dalias, rosas y claveles. En su interior  predomina un tenue  color durazno; el techo es blanco y el suelo, todo, de cerámica... la paz y el silencio reinan en el ambiente.

Del interior de la sala de eventos emerge, de a poco, un suave rumor. “Villancico de las campanas” canta el coro Produbanco, que  brinda un recital a los apacibles habitantes de la residencia.

Un grupo de 30 personas, entre empleados vestidos de impecable blanco, contados familiares de los residentes y los queridos “viejitos” -como les dice una de las enfermeras- presencian el concierto.

Las voces del coro emanan y se mezclan con las sonajas de semillas que empuñan los ancianos. El coro lleva vestimenta completamente negra, en la que resaltan las bufandas verdes y rojas, accesorios de colores predominantes en esta época.

“Oíd el son, dulce canción que al corazón colma de amor, din don din don...”, continúa el canto y la belleza de las voces que inundan la sala de 10 metros por 15, abarrotada de sillas y un pequeño escenario. Coronas navideñas, estrellas  verdes y rojas forradas de tela, botas rojas repletas de escarcha dorada, pequeñas cerezas de carmín y hojas verdes de nylon adornan la amplia casa.

Los silenciosos huéspedes que escuchan la interpretación del coro predominantemente femenino, son considerados como pacientes Intermedios y de amistad. El grupo ausente son los especiales y componen los noventa y cinco residentes que conviven en el centro geriátrico.

Los intermedios y de amistad son adultos mayores que tienen un alto grado de autonomía y relativa independencia. Caminan solos y realizan actividades con más soltura que los especiales, que necesitan atención permanente y, en varios casos, personalizada.

El costo de la permanencia oscila entre los 80 y 580 dólares, dependiendo del tipo de atención que necesite el paciente; el lugar tiene la capacidad de recibir a 180 internos.

Los ancianos residentes son personas tiernas y silenciosas. Varios de ellos prefieren una buena siesta a la hora del recital, que ya va por el quinto villancico.

Ciudad  Alegría la completan varios pabellones, en donde se alojan los tres grupos de ancianos. Tiene varias áreas donde reciben terapia recreativa, terapia ocupacional -con marcadores y crayones ejercitan la imaginación y motricidad-; terapia física, que los dinamiza con gimnasia; y para recargar pilas descansan en el hidromasaje.

“Aquí tratamos de hacer los días tranquilos, activos para los viejitos”, expresa Romanet Villalba, terapista ocupacional, quien forma parte de los sesenta empleados que brindan su experiencia y paciencia a la institución. El área verde de Ciudad Alegría no tiene nada que envidiar a la de cualquier parque del centro de la capital.

25-12-11-sociedad-baile2Existen tres piletas y la más atractiva tiene forma de corazón, moldeada con garbancillo y grava (piedras de río). En el riachuelo caminan patos y gansos mientras, amenazantes, miran el huerto... Los frutos que allí germinan son cosechados por los ancianos como parte de su terapia general.

El coro finaliza el recital  navideño y, satisfecho, agradece por la atención que su público le brindó. Los residentes, por su parte, retoman sus actividades cotidianas. Varios deciden probar un bocado en el bar y luego ir a la sala de juegos. El bingo es el  predilecto.

Rómulo y Néstor se sientan a ver televisión en una de las múltiples salas que tiene el hogar. Los sillones de mimbre de color café hacen juego con la lámpara con figura de árbol de Navidad que abriga la conversación.

Rómulo Trujillo esconde su cansada mirada tras una elegante gorra de corte inglés azul. Oriundo de Santo Domingo de los Tsáchilas, extraña los días de cacería de guanta, guatusa y armadillo. Agricultor de oficio, vendió sus ochenta hectáreas para pasar a vivir en Ciudad Alegría en paz y armonía. Con parte del dinero que le dejó la venta, adquirió un taxi que cedió a uno de sus seis hijos. De ellos,  Martha, la mayor, es a quién más extraña y, además, la única que lo visita.

“Los veo poco. Viven lejos, pero de vez en cuando los llamo”,  dice Rómulo, mientras saca un desgastado papel amarillento, que contiene una lista de varios nombres y números telefónicos. Se sienta, con una mirada un tanto perdida; en tanto Otilina y su amiga Carmen prefieren ir al salón de belleza a prepararse para el “Pase del Niño”.

Otilina, con emoción, cuenta que personificará a María y no para de buscar el labial intenso que nunca falta en sus finos labios. “Vanidosa”,  le dice bromeando Wanda Piano, directora del geriátrico. “Uy, si les viera;  les encanta estar bien peinadas y maquilladas”, asegura.

Carmen acude a su dormitorio de color durazno portando su infaltable chal celeste y saco turquesa.  En la pared cuelga la imagen de la Virgen Dolorosa y en su mesa de noche no hay dónde poner una tarjeta más. “Yo no tuve hijos, pero mis sobrinos son atentos y muy seguido me visitan; especialmente  este año  que hemos tenido varias fiestas”, comenta con alegría, con los ojos encandilados.

En mayo eligieron a la Madre Símbolo de Ciudad Alegría y a inicios de diciembre, en las festividades de la ciudad, escogieron la “Quiteña Bonita”. Al “Pase del Niño”, divertidos,  acuden los ancianos en romería. Rodean el instituto vestidos de pastores, reyes magos y varios personajes del Nacimiento de Belén.

Los enfermeros y empleados de la casa organizan el agasajo navideño y ensayan sencillas coreografías coloridas. “Negra, samba.. Toda la gente me está mirando porque soy caporal”, reza la tonada que, alegres, dedican a los residentes. Vestidos de oscuros trajes con múltiples accesorios andinos, los cascabeles en los pantalones acompañan las palmas de los ancianos que con entusiasmo acompañan la canción.

El agasajo avanza y Josefina Pintado, con chaqueta de negro y blusa magenta, canta un sanjuanito navideño. En su cuello luce un nutrido collar de perlas blancas; entre los residentes la conocen por su voz fuerte y nostálgica.

Ayudada por dos enfermeros, brinda lo mejor de su repertorio a sus compañeros de vivienda, de charlas... de vida. Al finalizar, los “viejitos” reciben  fundas de caramelos y obsequios de sus familiares. Raúl Caza entrega un ramo de rosas a su tía Blanca. “Mi tía tiene 96 años y la vengo a ver seguido. A veces creo que  no me reconoce; pero, cuando me ve, su risa me dice que sí, que lo hace”, manifiesta.

“El mejor regalo que pueden recibir en Navidad los viejitos es, definitivamente,  la visita de  sus familiares”,  afirma, con un sereno convencimiento, una de las enfermeras.

Y, en efecto, lo destacable de esta época en el geriátrico son las numerosas visitas que tienen los ancianos. Entre risas y recuerdos, ellos luchan contra las dolencias propias de la edad y la soledad. El aire se vuelve apacible al finalizar el agasajo y solo queda el deseo de que todos los días fuera Navidad.

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