34 huaoranis y quichuas descubren al fin el Pacífico
Tipa Bollotai -cuyo nombre proviene de una clase de árbol del Oriente- escala y desciende por las piedras de La Chocolatera con una habilidad y equilibrio extraordinarios, sin agarrarse de nada y recibiendo entre risas las salpicaduras de agua salada de las olas que revientan contra ese conjunto rocoso y sobresaliente ubicado en un extremo de la provincia de Santa Elena, al interior de la Base Naval de Salinas.
Descalza sobre las piedras, Tipa corre detrás de los cangrejos pequeños que se alojan en las pendientes, divertida cual niña que descubre un parque de diversiones, sorprendida como una persona que ve el mar por primera vez.
“Ha sido bien bonito... yo solo quiero... divertido, divertido”, dice Tipa -cuyo nombre en castellano es Juana- en un español entrecortado, del que conoce varias palabras sueltas. Habla poco, pero ríe mucho, a carcajadas. Dice frases a gritos en su idioma nativo. Está en una especie de fiesta personal, tal como lo refleja el maquillaje que lleva en su rostro, a base de achiote en la zona de los párpados y los pómulos.
Ella es parte de una delegación de comunidades indígenas Huaoranis y Quichuas que visitaron la ciudad en días pasados, invitados por la Marina del Ecuador, en el marco del Día del Medio Ambiente, que se recordó el 5 de junio.
La agrupación de 34 personas de diferentes comunidades y cantones de la provincia de Orellana, recorrió el lunes los Buques de Guerra de la Marina y el Planetario de la Armada. Luego, en la noche, partieron hacia la playa para conocer el “Maracucha”, el “Ononga”, el océano que algunos -como Tipa- nunca habían visto de cerca.
Pero ni el viaje ni el hecho de permanecer por unos días lejos de su territorio lograron que se desprendieran de sus costumbres. Sentadas en el suelo, Rubi Jumbo, Gloria Jumbo y Antonia Tunai, de una de las comunidades Quichuas, remueven la cáscara de unas pepas de palma que recolectaron de uno de los patios del hotel donde se hospedan en la Base Naval. “Con esto nosotras hacemos collares en las tardes, nos vamos llevando para hacerlos allá”, precisa Gloria.
“El planetario es lo que más nos gustó de Guayaquil, parecía que estábamos en la luna. Solamente en las noticias lo habíamos visto”, aseguran, muertos de risa. Pese al calor de la Costa y a la incomodidad de la humedad, varios de ellos no abandonan parte de su vestimenta tradicional, como Moipa Nihua, de 28 años, líder de la comunidad Huaorani.
“Los moipas eran niños pequeños acogidos por un anciano, quien les enseñaba a fabricar armas y los preparaba para el combate. Ese es el nombre que me ha puesto mi madre”, dice. Sobre el sudor de su frente se monta una gran corona multicolor -tejida con plumas de papagayo, pavo de monte, águila arpía y tucán- que adorna su cabeza,
Luego de visitar el acantilado, entonar cánticos en sus idiomas nativos degustando el vinillo y la chicha -dos bebidas tradicionales de los Quichuas elaboradas con yuca- ha llegado el momento de disfrutar el mar.
El agua, las olas, los kayaks y los botes a motor... Todo para Tipa es un mundo nuevo de posibilidades de diversión y ella agota todos los recursos. Con un improvisado traje de baño, que es en realidad su ropa interior, Tipa -que parece adolescente pero que en realidad tiene 21 años y es madre de tres niños- se baña en el mar por primera vez. “Sé nadar bien yo”, comenta, y añade que aprendió en los ríos caudalosos del Oriente. No es la única que disfruta del agua. También lo hacen sus compañeros de la comunidad de Mihuaguno, quienes prefieren despojarse de toda su ropa para bañarse en el mar. Desnudos, como lo hacen en la selva.
De regreso al hotel, varios empiezan a alistarse para un baile tradicional en el que participarán como última actividad de la tarde. Allí está Huboye Gaba, de 28 años, quien además de los cintillos y collares, usa una cámara marca Canon semiprofesional colgada del cuello.
“Ven fotógrafo, tómame una foto con ella”, dice el líder Moipi, para llamar la atención de Huboye, que está distraído respondiendo un mensaje en su Blackberry.
Celulares táctiles, smartphones, MP3, cámaras digitales y videofilmadoras son parte de sus pertenencias. Vivir en el bosque no los aleja de la tecnología.
Sin embargo, pese a las comodidades que podría ofrecerles la vida citadina, ellos aseguran no tener interés de abandonar su selva. “Esto no es para uno. Nosotros no estamos acostumbrados a ver casas altas, carros. No me gustaría cambiarme, abandonar el aire puro, la carne, la chicha”, explica Oña Iquita, un joven de 20 años, mientras se come una guayaba arrancada de la mata y hace zapping con el control remoto de la TV de su hotel.